1

Un enjambre. Apenas fueron silenciándose los murmullos, las frases oídas al pasar, las pisadas y las exhalaciones contundentes de lxs corredorxs, apareció el enjambre como si estuviera detrás de mí. Estaba, de hecho, pero no era un enjambre: era el viento rozando los rayos de la rueda trasera con el zumbido de algo que está vivo. Pensé en el enjambre, en que quizás podía escribir sobre eso y enseguida me di cuenta de que no debía distraerme porque si algo me obliga a practicar la atención plena, es andar en bicicleta.

"Andar en bicicleta2 es una habilidad catalogada bajo el rótulo"‘cosas que, una vez que se aprenden, nunca se olvidan". Una parte de esa frase es cierta: después de veinte años de no intentarlo, bastó con apoyar un pie sobre el pedal, vencer una enorme pared imaginaria sobre la que alguien -yo misma, tantas otras voces- había escrito ‘no vas a poder’, y dejar que el cuerpo se acomodara con el resto para que el equilibrio -siempre precario- se echara a rodar. En la vereda. Hasta la esquina. Como cuando tenía 7 y mi papá se dedicó a enseñarme, aprovechando el verano, las vacaciones y una vereda ancha por la que casi nadie pasaba. La bicicleta era amarilla y las “clases”, muchas más de las que puedo recordar. Mi hermano menor, en cambio, aprendió solo, en media hora, a fuerza de exigir que le sacaran las rueditas y de caerse unas cuantas veces sin miedo. Lo mismo ocurrió muchos años más tarde, cuando “tocaba” aprender a manejar un auto: después de un curso completo y de unas cuantas salidas angustiantes, decidí que quizás no fuera la clase de persona que se ponía detrás de un volante para ir de un lado a otro. Más o menos por la misma época, aprovechando un espacio amplio y temporalmente sin gente casi pegado al mar, mi hermano pidió las llaves del auto y, ante la mirada incrédula de mi madre, lo puso en marcha y lo movió “como si hubiera manejado toda la vida”, diría ella misma después. Me acordé de todo esto rápido y mal, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde y rogaba, sobre todo, no escuchar el motor de ningún auto ronroneando -rugiendo- detrás de mí.

2

¿Qué es eso que no se olvida una vez que se aprende? ¿Qué parte de unx es la que no olvida? Yo sentí que me había olvidado de todo: de la tensión en los brazos, de la sensación de movimiento deslizante, de la imposibilidad de distraerme, de las normas básicas de tránsito, de la vibración que produce en el cuerpo la cercanía de un vehículo más potente, de la fragilidad a flor de piel en cada instante. Me había olvidado y, sin embargo, todo volvió como en avalancha cada vez que frené, cada vez que tuve que esquivar un camión de mudanzas -la gente se muda mucho los domingos-, cada vez que tuve que desplegar la habilidad de adivinar si la puerta de un auto iba a abrirse, cada vez que me aferré al manubrio como si fuera a aplastarlo para atravesar innumerables zonas de pavimento roto.

Cuando llegué a destino, una parte de mí se juró no volver a pasar por eso. Quién sabe desde hacía cuánto estaba ahí, entumecida, llena de polvo. Me costó reconocerla: ahora sé que es la misma que hace veinte años decidió que no íbamos a manejar nunca un auto, la misma que me decía a los 7 que algo que nos costaba tanto no era para nosotras, que mejor nos bajáramos de ese artefacto incontrolable y dedicáramos los próximos años a exagerar verbalmente nuestra falta de habilidad corporal.

De esa parte, también me había olvidado.

3

Al atardecer, el aire se había llenado de humo. El mismo humo que se había ido a contar el ecocidio a Buenos Aires volvía para seguir asfixiándonos. Como si el bullying de los automovilistas no fuera angustiante, en el trayecto de regreso se agregaba un nuevo obstáculo: la imposibilidad de respirar. El cuerpo pedaleante iba a distraerse produciendo el moco que le permitiera declararse en contra del aire envenenado.

Me gustaría poder contar que, a fuerza de voluntad y de alguna frase motivadora (¿?), logré superar el enjambre de miedos que le impedía a mi cuerpo volverse uno con el artefacto; que fue difícil al comienzo pero que, de algún modo, una confianza súbita en mis habilidades me permitió pedalear en estado de éxtasis hasta mi casa. Pero este no es un relato de autoayuda o lo es en el sentido más estricto del término: me ayuda solo a mí, que desde siempre me he valido de otro artefacto, la escritura, para desmalezar enjambres.

Llegué a mi casa exhausta como si hubiera escalado el Aconcagua. De hecho, de algún modo lo hice: quién es unx para juzgar la magnitud de los propios aconcaguas, de los ajenos.

 

Durante todo el trayecto, me acompañó la sensación de que no hay lugar ni tiempo en las ciudades para lxs aprendices: justo lo que necesitaba mi mente para intentar ponerle un cerco a mi Aconcagua y confinarlo en algún rincón oscuro de la memoria, otra vez. 

Me había olvidado de lo que significaba ser una aprendiz: de la paciencia que requiere, del tiempo que lleva encontrar algo parecido al equilibrio, de la fragilidad que nos permite rendirnos y encontrar caminos alternativos, nuestro propio ritmo. 

Diría el griego que no andamos dos veces en la misma bicicleta: perdoname, Heráclito, una parte de mí sabe que no; pero hay otra, la que volvió a tener 7 años mientras se deslizaba sobre el pavimento transformado en montaña, que no está tan segura.