Aquella frase que marcó a fuego un concepto de autoayuda, en libros de los años ’90, decía: “Culpar a los otros por fracasos propios, es frustración y envidia”. La edición con tapa amarilla estaba sobre el mostrador del stand de promociones de un banco que se fugó con capitales y cerró todas sus sucursales coloridas.

Hoy el episodio traumático de quedar atrapado en el conmutador de una voz fantasma, me detiene en una idea para calmar la impotencia.

Una persona puede vivenciar la misma sensación visitando la galería Belvedere en Viena, capital de Austria, o esperando en la fila para realizar un trámite administrativo en el banco. Aunque todo lo que concierne al clima bancario da angustia existencial, puede pese a todo, ser una experiencia poética.

En la impaciencia por salir de una sala blanca con paredes de durlock y carteles de beneficios inexistentes, me suele tomar una especie de charla imaginaria con Gustav Klimt y su discípulo Egon Schiele. Ambos me confiesan que están hartos de vivir encerrados en la sala que expone sus obras más representativas.

El pintor, amante de los gatos, a quienes retrató con su particular estilo, ganó protagonismo porque su deseo de salir del encierro fue vital para su obra.

Al mismo tiempo, y en el plano de esta realidad administrativa, sorprende el arribo de dos jóvenes que se ubican en el banco forrado con cuerina color ocre. La pareja de enamorados, que no responde a los mandatos del siglo pasado, forma un cuadro en sí mismo y me hace pensar en la postal del beso del siglo XXI.

El desconcierto es la obra maestra de Gustav Klimt, lo podemos asegurar, y lleva con él la identidad de sus orígenes.

Nació en Austria, un país con historia de imperios, monarcas y guerras, que desde 1955 logró ser una República soberana. Se la reconoce, no solo por ser una de las más ricas del mundo, sino por tener un alto índice de Desarrollo Humano. Resulta interesante revisar el caudal artístico de Austria, quien fuera proclamada Capital cultural de Europa, título que solo logró arrebatarle la ciudad de Paris.

Músicos como Mozart y Strauss, reconocidos arquitectos, cineastas, médicos como Sigmund Freud y Viktor Frankl, novelistas y escritores, forman parte de su extenso patrimonio cultural.

En este contexto creció Gustav Klimt, quien ya desde niño manifestó su interés artístico. Impulsado por su talento, a los 14 años ganó una beca para estudiar en la Escuela de artes y oficios de Viena, donde se formó como pintor y decorador de interiores. Formación que marcó sus inicios en el mundo del arte. En la madurez de su obra, Klimt le aportó una impronta a sus pinturas que consolidó su reconocido estilo. El desnudo y la sensualidad femenina inspiraron sus creaciones. También es característica de sus obras la presencia del Oro, probablemente influencia de su padre, quien tenía por oficio el grabado de éste metal.

Retrato de Adele, La Virgen, Danae, El beso, Muerte y vida, Serpientes acuáticas, son algunas de las obras que contemplo en esta charla imaginaria con él.

Recorrer las calles de Austria es un atractivo en sí mismo. Los parques arbolados, el Río Danubio cruzando toda su extensión en un recorrido de 350 km, los Palacios de estilo barroco y sus destacados Museos.

Es imposible no pensar en Gustav Klimt. Sublime, deja lugar a la creación para sumar “El beso” del nuevo siglo, hoy frente a la diversidad y al orgullo LGBT. El rechazo puede ser el ninguneo que motiva ese beso que buscamos en la aceptación social. En cambio, el beso que no envejece es el que queda pintado en un recuerdo imborrable.