Humo, humo, humo. Durante días, una bruma se instala en la ciudad, las fosas nasales sienten el olor a humo y las caminatas por la ciudad están desaconsejadas. Las cenizas que se recogen traen a nuestros ojos las vidas cegadas del humedal, ¿cómo pensar en otra cosa? Recuerdo Humo, la canción de Jarabe de Palo.

La destrucción es un signo de época. Mi analista escucha por la radio a una señora que dice “esta pandemia que no se termina nunca”. Me resuena: la pandemia del extractivismo, que sigue su curso menguando el agua del Paraná, dejando secos los riachos del Delta. Siento que estamos cantando La última canción, y con Natalia Doco pienso “Ya he pasado mis dolores/ Con las cosas que se acaban”. Ella canta Respira, pero la sensación de fin de época también asfixia.

Las compañeras de Río Feminista explican que hay muchos factores que vuelven incontrolables los incendios. Algunos días, las actividades más cotidianas, como colgar la ropa, se convierten en una odisea.

En algunas veredas, los jazmines chinos lanzan tímidamente su perfume dulzón, pero el humo lo impregna todo. Encontrar la belleza en medio de la destrucción me resulta una consigna demasiado naif, y tan necesaria. Mi memoria quiere cantarle al río en todas las canciones de Fandermole, en todos los chamamés, en los ritmos de Ramón Ayala. Es Posadeña linda, y también Río Marrón, es De agua dulce, y la desesperación de saber que los riachos que llevaban el agua al humedal están vaciados, no vacíos, por la actividad fluvial de la hidrovía.

Y respirar… nos dicen que respiremos hondo, que nos llenemos los pulmones, que una buena inhalación permite calmar el cerebro. Aprendemos a respirar pero… ¿qué pasa con el aire? El humo, sí, pero también el aire enrarecido de las frustraciones acumuladas. La voz de Georgina Hassan me rescata de la melancolía. La escucho cantar Como respirar y me refugio en la ternura para encontrar refugio. Corro, tomo un taxi, llego tarde de un lado al otro, la caminata por estos días perdió su ritmo recreativo, hay mucho por hacer, el tiempo está expropiado, también, y recuerdo la Oración del Tiempo de Caetano Veloso. En estos días, el 7 de agosto, cumplió 80 años y lo festejó con un recital. Es decir, nos hizo un regalo. Su hermana, María Bethania, lo acompañó, como sus tres hijos, Moreno, Zeca y Tom. Para salir del agujero interior, recuerdo O quereres, la canción más perfecta para definir el (des)encuentro amoroso.

Y sí, repito, porque el infantil placer de la repetición es mi aliado contra la tristeza. Durante la pandemia, en 2020, Kevin y Miranda Johansen hicieron una sesión en red con esa Oración del dios Caetano.

La pandemia extractivista deja también huellas en nuestros cuerpos: cada vez más exprimidas, yendo de acá para allá, para producir, para cuidar, para buscar precios. No es Rosario aunque, por alguna razón desconocida –al menos para mí- esta ciudad con una historia de resistencia parece condensar los males del presente. Pienso en Kunyaza, una banda groove de Rosario que con la voz de Sofía Maiorana le cantó tanto al Fuego y también al Paraná. Algo está por pasar, mi alma está prendida fuego, canta Sofi. Al rato me cuenta al oído “noche azul, cercano el cielo y el Paraná”. Lo tengo cerca, sí. Hace unos meses me sumergí en sus menguadas aguas, ahora hace frío.

No llueve hace meses, cada vez que las aplicaciones del clima hoy al alcance de cualquier celular anuncian tormentas, o “precipitaciones”, nos ilusionamos con recordar cómo era que el agua caía desde el cielo. Quiero volver a usar el paraguas, así que escucho Umbrella, por Rihanna. Ahora está lloviendo más que nunca, promete, y se me hace agua la boca. En esta ciudad, que supo lloverse todo el otoño, el agua se hace rogar. También me acuerdo de Llueve, de la Rosario Smowing, una banda de swing que nos hace bailar. La playlist me trae y me lleva por distintas geografías, pero mis pasos van por la Rosario sin agua y sin aire.

En el Hospital de Emergencias Clemente Álvarez, un orgullo de la ciudad, Virginia Ferreyra, la profesora de danzas árabes que fue herida en medio de un tiroteo el 23 de julio pasado la sigue peleando. A su mamá, Claudia, las balas la mataron. En su cama, donde empieza a comunicarse por gestos, Virginia extrañará bailar, lo hizo toda su vida. La ciudad aloja violencias, tragedias y bellezas en una dosis siempre variable.

El capricho musical me trae la Mariposa Technicolor de Fito. Si vas por Pichincha, el barrio prostibulario de principios del siglo 20, cualquier noche, te encontras con una ciudad pujante, con bares repletos y risas estridentes. Quien quiera imaginarse como fue aquella Rosario mítica, puede ir al Museo de la Ciudad, en pleno parque Independencia (se llama “de la”, pero se menciona sin artículos). Ese espacio verde diseñado por Carlos Thays tiene lago, museos, clubes y bares. Un hipódromo, una sociedad rural hoy convertido en predio ferial donde se dieron las primeras dosis de las vacunas contra la covid. Está lejos del río y cerca del bulevar –Oroño- donde la ciudad se soñó aristocrática. Suena Cortito & Funky, la canción se llama Efímero. ¿Qué tan efímera será esta sensación de derrumbe?

Silvio Rodríguez escribió en uno de sus tantos versos certeros: “la ciudad se derrumba y yo cantando/ la gente que me odia/ y que me quiere/ no me va a perdonar/ que me distraiga/ creen que lo digo todo/ que me juego la vida/ porque no te conocen, ni te sienten”. Suena Te doy una canción, sí, mientras voy por bulevar Oroño donde los lunes se realiza el juicio por delitos de lesa humanidad llamado Guerrieri IV. En el cantero central, que tantas veces encontró el reclamo de justicia, hay un álbum de fotos que hizo H.I.J.O.S. Me acuerdo del día que lo inauguraron, les sobrines eran niños. Me vienen Los Pericos, Sin Cadenas.

Algunos jueces de la Cámara de Casación dejan libre a uno de los genocidas más temibles, Juan Daniel Amelong, el que se burló siempre de las víctimas, el que robó a Sabrina recién nacida. La arrancó de su mamá, Raquel Negro, en el hospital Militar de Paraná y la dejó en la puerta del Hogar del Huérfano (que ya no existe como tal). Puso un escarbadientes en el timbre para que salieran a buscarla. Ese tipo pidió la domiciliaria, hay dos jueces que estuvieron de acuerdo. Al mismo tiempo, está sentado en este juicio. Me acuerdo de El otro país, de Teresa Parodi y quiero escuchar después Esa musiquita.

Es que algo de sol se asoma en cada audiencia, cuando alguien da testimonio por primera vez, cuando se cancela una espera de casi medio siglo para poder llevar la experiencia de la represión en el cuerpo a los oídos de sus señorías. Mi playlist me trae a Clara Cantore, con su Sana Sana.

Algo se repara en los abrazos que se suceden en la puerta del edificio donde hoy funcionan las salas de audiencia, que antes fue la casa de Eloy Palacios, un palacete de 1852, que viene albergando juicios a narcos, y las voces de quienes mantienen viva la memoria. 

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