Las chicas se abrazan y es tanto lo que contiene el momento, que parece suspender el tiempo o detener el mundo. Es una sensación. El colectivo sigue en movimiento, se bambolea y de algún modo, las que estamos alrededor salimos a sostener a las chicas en un especie de abrazo alrededor del abrazo, para que no se caigan cuando el bondi agarra la curva.
Minutos antes, las chicas cantaban unas zambas.
Después de la última estrofa “a mi Tucumán querido, cantaré cantaré, cantaré”, la que está sentada al fondo recuerda en voz alta, que esa canción le gusta mucho porque la cantaban en la cárcel y es entonces cuando la otra, que va sentada en el asiento de adelante, gira la cabeza 180 grados, para ver quién. De pronto le cambia la expresión. La mira fijo y directamente pregunta: disculpame, ¿vos tenés un hijo que se llama Antonio?
Ahora a la del fondo se le transforma la expresión. Se miran fijo una a la otra y efectivamente, sí, el hijo se llama Antonio. La que se sentaba al frente dice: Río de Janeiro, y el nombre de un hotel, mientras se pone de pie en este colectivo que se mueve a lo bruto. Como puede, se va acercando al fondo.
La otra reacciona, le cuesta un poco pararse con el bastón y sus dificultades con la pierna, pero lo logran y en el medio del pasillo quedan frente a frente. Las chicas se toman de los antebrazos. Se miran a los ojos de cerca. No se preguntan sus nombres, no tiene importancia, ninguna de las dos usaba el verdadero entonces. Se dicen otras cosas, se pasan claves.
Año 77, dice una y no puede decir más nada.
Estabas con el bebé y no tenías para comer, yo tenía para unos días, te di la plata, comimos las dos. Un día dijiste que tenías que ir a Copacabana a hacer una diligencia, te ofrecí cuidarte al bebé, pero dijiste que no. ¿Qué mamá sola dice que no cuando alguien ofrece ayuda para cuidar al bebé? Eso fue extraño. A la semana siguiente tuviste que ir a Ipanema y de nuevo no quisiste ninguna ayuda, a pesar de que te veías abatida y complicada. Me llamó la atención, me di cuenta de que te pasaba algo y decidí arriesgame, destaparme, decirte la verdad. Te dije en qué orga estaba encuadrada y te conté que me estaba guardando por un tiempo. ¿Qué podía perder? Te vi en problemas, desesperada, pero no sabía qué. Cuando supiste que yo era del ERP te aflojaste y me contaste que vos también y tu compañero, el papá de Antonio. Me hablaste de cómo lo mataron y cómo tuviste al bebé sola y cómo perdiste la conexión, que no conseguías reenganche con la organización.
La otra mujer sostiene la boca abierta en forma de O mayúscula, sus ojos diminutos ahora son gigantes. Todavía estupefacta menciona las cartas, postales de las playas. Copacabana. Ipanema.
Las chicas se ríen a pesar de la sorpresa y el sufrimiento y las demás no entendemos todo pero no hace falta.
Vos ibas a esas playas, pero no encontrabas nada.
Estaba leyendo mal las citas y no sabía qué pasaba.
Entonces me mostraste las cartas. En el dorso decía “Planchá bien las camisas antes de mandarlas”.
Cierto, yo no entendía, pensaba que eran las playas… pero vos eras más experimentada y me mandaste a conseguir una plancha. Planchamos la carta y ahí apareció la verdadera cita, como por arte de magia, escrita con tinta de limón. Esa cita fue salvadora. Me reubicaron, nos despedimos y nunca más nos vimos. La vida fue dura. Me tuve que ir.
Ahora vivo en Suiza. Me costó mucho volver. Mi hijo me insistió para que viniera, dijo que me iba a hacer bien.
Recién entonces las chicas se abrazan y todas alrededor testigos del reencuentro, temblamos y contenemos la respiración para no interrumpir el momento, hasta que no damos más y estallamos en aplausos.
Este es solo uno de los cientos de reencuentros reparadores que se produjeron estos días, durante los homenajes a los fusilados hace cincuenta años en la masacre de Trelew.
Un encuentro federal, significativo, de hondo legado intergeneracional. Un tsunami de amor y lucha, transformador y vital.
* Relato sobre el encuentro entre Estela Assaf y Silvia Hodge, 45 años después de la última vez que se vieron.