La selva en la que la poesía se detiene, que no es letra sino una especie de borde bordado con verdaderas lianas, tiene otra vez que encanecer o mostrar su caducidad, como rogaba Sor Juana. Encontrar esa realidad de templo en la naturaleza vivita y coleando, fue la tarea de Estela Figueroa, y una especie de asimetría asombrosa y sibilante la acompaña sin tonos altos desde que se fue.
Nos sobreviven las palabras y ya no duelen las palmas de las manos. Dicen que Estela esquivaba las citas y los reportajes y que prefería hablar por teléfono; enterarse de su contento es imaginar su escritura conversada y un cable largo cruzando la intemperie de un patio colorido, el vapor de una olla y un ladrido, dos. Imaginar el teléfono de Estela es imaginar la casa entera de la poeta -ronda de injertos verdes con voces animales- y la funcionalidad absoluta del habla renovada que nos recuerda que existimos cuando todo -con aberrante empeño- nos hace creer que no.
Estela nació, vivió y murió en Santa Fe, formó parte de la Universidad del Litoral y dirigió su revista La Ventana, promovió la lectura durante la pandemia, coordinó talleres de escritura en el pabellón de menores de la cárcel de Las Flores, creación colectiva que fue editada en la revista Sin alas, y publicó Máscaras sueltas (poesía, Centro de Publicaciones UNL, 1985) que tuvo también su edición italiana: Maschere Mobile (Ferri Editora, Florencia 1987); El libro rojo de Tito (reportaje, Centro de Publicaciones UNL, 1988); A capella (poesía, Ediciones delanada, 1991); Un libro sobre Bioy Casares (reportaje y ensayos de autores santafesinos, Ediciones UNL, 2006) y La forastera (poesía, Ediciones Recovecos, 2007).
Finalmente, para placer de quienes ya la habían leído y sobre todo para quienes la descubrían, en 2016, Bajo La Luna editó El Hada que no invitaron, su obra poética reunida con un agregado inédito, Profesión: sus labores. Roberto Arlt era uno de sus favoritos y sobre él (contó Selva Almada) estaba escribiendo cuando murió. ¿Cuál entre todos los poemas es el poema elegido para nombrarla? ¿Cuál es el verso autobiográfico que crece como se le antoja, aunque tenga como las plantas un tutor? “Al mediodía un amigo/ me comunicó la muerte de otro amigo. /No reaccioné de inmediato. /Almorcé.”
Sin pausa larga, en remolino onfálico que compite con las mariposas, se recitan algunos versos de su elogiado poema La enamorada del muro: “La enamorada ve el muro descarnado. /Él es el hueso que me da forma. /Yo soy la carne que le da vida”; dos sueltos de dos poemas diferentes: “el camisón de seda pegado/ al cuerpo que no encuentra su sitio.” y “Suspiro dentro de un vaso/ que era para flores. /Un suspiro lo limpia. /Otro lo empaña”; y tres más que no quieren ser los últimos sobre las emociones suspendidas: “Como un chico que en una tarde de domingo/ pasea con un globo/ yo paseo con mi paréntesis.” y como definitivamente no quieren ser los últimos arrastran a la escena de la lectura perpetua algunos de Amor de madre presa en dictadura: “Había guardado/un ovillo de lana roja/que desteñía. /Los días de visita/lo sumergía/en un jarro de agua/y esperaba. /A esa agua roja/se la pasaba por la cara/y la dejaba secar/No quería que la niña/ la viera tan pálida.”
Cualquiera sea el alcance de las consecuencias
que las despedidas siembran, cualquiera el destino último del verso recitado,
Estela será leída y será presente como solo puede serlo la voz insaciable del
aliento, la lengua.