“Pompa pomposa. Sí. Polifacética. Alarde como gesto de afirmación. Burbuja liviana, brillante, transparente, ingrávida. La palabra femenina, la palabra como dimensión sonora que en su andar hace un movimiento de caderas”. Es casi el final de la entrevista cuando a Gabriela Bejerman se le pregunta por el título Pompa, de su obra poética reunida. Y tras más de una hora de conversación en un bar de avenida Lacroze, en Chacarita, esta poeta y narradora que abrió un surco en las escrituras del yo mucho antes de que fueran moda, improvisa una respuesta poética, performática.
Para ella, la poesía es parte constante del juego. Y ha sabido convertir su vida en un juego cambiante. Desde fines de los noventa cuando irrumpía en lecturas vestida de brillos mientras estudiaba Letras en la UBA, antes de convertirse en Gaby Bex y cantar sus canciones de madrugada en escenarios de discoteca, hasta ahora, que luce más reflexiva, que habla de la muerte, que se pregunta por el estallido big bang que es la maternidad mientras cría a su hijo de siete años.
Las 350 páginas de Pompa, un volumen editado por Mansalva, resumen casi 25 años desde su primer libro publicado, justamente, cuando tenía 25. Toda una “Edad de vendaval”. De hecho, ese es el nombre de uno de los últimos poemas incluido al final, en Poesía para bailar, un libro hasta ahora inédito escrito durante la pandemia. “A las trizas de magma llamo, viajeras mías, ánimas eléctricas/dulces libélulas que de entre los dedos salen, líquidas vuelen/lejos, amando/oh, edad de los bosques, edad de vendaval”, dice allí.
Así concluye un círculo luminiscente que abrió con Alga, publicado en 1999, donde al filo de cambio de siglo podía burlarse de la machirulez reinante que miraba con recelo la escritura de las mujeres, del objetivismo de una poesía canónica que denostaba los excesos y a la que ella respondía con lujuria de after hour “en mí habla el paisaje/habla en mí como el agua en sueños/qué deleite/árboles, licor, relámpagos”.
“Cuando vi lo gordito que resultó el libro, me sorprendí un poco. Sabía que tenía muchas páginas pero la materialidad es rotunda”, cuenta para explicar el modo en que un libro refleja una vida. “Queda el sello de cómo pensabas, en qué ponías tu mirada y tu deseo. Cada poema condensa todo eso”.
¿Por esa razón decidiste reunir tu obra, para volver a mirarte?
–Nunca los procesos son tan conscientes. Tenía ganas de hacer un libro con mis libros, quizás también porque los primeros no se conseguían.
Me llamó especialmente la atención Aurelia, que publicaste originalmente en 2019. Allí aparecen la maternidad, el tedio y la maravilla de formar una familia pero, también, la muerte de tu madre.
–Ese libro es un reflejo de mi big bang personal. Al convertirme en huérfana y en madre al mismo tiempo, tuve interés por escribir acerca de la familia. Hasta entonces no había nada de eso que me convocara para la creación literaria. ¿Será que senté cabeza?
¿Qué te respondés?
–Que no se sabe. Siempre me gustó hacer cosas fuera de lugar en el sentido de desfasar los espacios: mezclar la universidad con la discoteca, la poesía con el baile. A mí me preguntaban de qué escribís y yo decía “del deseo”.
Eso también pasaba a fines de los 90, cuando apareció tu primer libro. ¿Cómo era ese momento de tu vida?
–Editaba la revista de tendencias “Nunca nunca vuelvas a casa”, estudiaba Letras con amigas como Marina Mariasch que tenía la editorial Siesta, y Alga fue un libro que se publicó ahí con Redondel, de Romina Freschi, que también era una gran amiga. La posibilidad de publicar un libro era una fantasía hecha realidad porque no había tantas editoriales. Pero éramos chicas con efervescencia, que nos leíamos entre nosotras, hacíamos revistas, nos publicábamos. Y generábamos nuestros espacios de visibilidad. Hoy hay muchísimas lecturas pero en ese momento eran situaciones excepcionales. Así que cuando había una lectura estábamos todes ahí. Y por supuesto, no existía la “e” (se ríe). También me criticaban por la dimensión performática de mis lecturas. Pero en un punto, me sigo identificando en esta poética de la abundancia, del desborde, del entusiasmo.
¿Cómo vivías el hecho de ponerle el cuerpo a tu poesía, literalmente?
–Fue una percepción desde muy chica frente a algo que no funcionaba. Yo le preguntaba a mi mamá si los hombres son más importantes que las mujeres porque son presidentes, funcionarios, escritores, y ella intentaba explicarme que no. Yo ya tenía la percepción del lugar que ocupaban los hombres, pero también las mujeres y su capacidad de cuestionamiento que estos días de renovación feminista vuelven a poner sobre la mesa. Si te besabas con chicos o chicas eras una puta, si usabas la pollera corta o si llamabas la atención era fácil que fueras acusada, señalada e incluso, discriminada. Entonces para mantener tu despliegue tenías que redoblar la apuesta.
¿Tu respuesta eran poemas desafiantes con nombre como “Putina” o “Apetito de trola”?
–Eso vino un poco después pero digamos que sí. La contracara era ser muy sensible. Yo fui combativa y nada dócil pero a la vez siempre quise que me quieran. Entonces sentía con fuerza esos choques. Con los años empezó a construirse una sororidad o la obra artística nuestra fue convirtiéndose en un lugar de juntar fuerzas, estar paradas, construir mundos con nuestra impronta.
De Pendejo, publicado en 2003, a Ubre, publicado en 2012, pasaron muchos años.
–Sí, porque publiqué mucha narrativa en esa época. A la vez, me había cansado del personaje de Gaby Bex, ya no me daba para hacer un show a las tres o cuatro de la mañana. Dejar ese espacio vacío me permitió encontrar otro deseo latente: dirigir una obra teatral. Hacía muchos años que una compañera de la facultad me había regalado un libro en inglés de Jane Bowles. Ese universo lateral, particular y hasta retorcido, resultó un hallazgo. Entonces publiqué una traducción de sus cuentos llamada Juego de damas y escribí la obra teatral Campo cascada, con fragmentos de la voz de Jane. Cuando empecé a ensayar la obra, mi mamá se enfermó y dos o tres meses después del estreno, murió. Eran muy extremas las dos vivencias. Por un lado, acompañar a alguien a morir, a dejar su cuerpo y, por el otro, la vitalidad corpórea del teatro.
Pareciera que el arte puede ser una fiesta o un sostén en tiempos bravos.
–Alguna vez dije que el arte es un capricho bien llevado. Pero ese capricho no siempre es ligero. Uno de los descubrimientos mayores que tuve fue comprender el modo en que la poesía me permitía atravesar la muerte. Por ejemplo, un amigo falleció a los 35 años, cuando yo tenía casi su misma edad. En la parte final de su internación estaba tan mal que no podía ni comer ni hablar. ¿Qué era lo último que podía disfrutar? La poesía. Entonces le leía poemas de Juanele Ortiz. Uno de ellos dice “Oh, amanece allá/entre humos dorados./La llanura vacila/entre humos dorados”. Y él con la manito hacía un gesto para que volviera leerle esos versos. Me despedí de esa manera. Y así entendí una nueva dimensión de la poesía. Cuando era joven siempre estaba del lado de la fiesta, el estallido y el juego. Acá comprendí que su vitalidad iba mucho más allá y se enlaza con la trascendencia.
En “Un poema ruso”, incluido en Aurelia, hablás de los poemas que quisieras leerle a tu hijo para que concilie el sueño. Allí también aparece Juanele.
–Ah, mirá vos. Es que de todos esos procesos profundos, surgió el deseo de maternar. Yo, que había sido la débil de la familia, resultó que tenía una fortaleza desconocida. Por todo eso, los poemas de Aurelia son especialmente libres. Si quiero rimar, rimo aunque ya no se use. Si quiero ser profunda, lo soy. Y si quiero ser ligera, también.
Eso se refleja desde la tapa de Pompa, donde estás vestida de blanco y puntillas pero con una expresión extasiada. Casi como una Santa Teresa moderna y pop.
–Es que vivo la poesía como una especie de invocación: poesía, ven a salvarme… de este mundo llano y vil, de este mundo rutinario donde estoy presa de lo que hay que hacer. Es como estar fuera de las necesidades del mundo. Lo que trae la poesía es esta capacidad de mirar y transformar algo que podría pasar de largo en una forma posible que se puede ofrendar.