Cuando tenía 18 años me gané una beca y me fui dos años a estudiar a Estados Unidos, al remoto estado de New México. Nunca hablé demasiado sobre el tema, no me gusta fanfarronear, así que solo conté la experiencia a los humildes y valientes que se atrevieron a preguntarme, y fueron pocos.
Pasaron casi 20 años y creo que aquel jovencito soñador se merece esta crónica. Por entonces soñaba con ser como Albert Einstein o Maradona. Pero siempre fui mucho más ducho con las matemáticas que con la pelota al pie así que cuando surgió la posibilidad de estudiar en el exterior me aventuré al desafío con carne y uñas. Para la beca rendimos cerca de 200 pibes y quedamos 30 para un examen final. Había 8 becas y yo quedé noveno. Durante los días que siguieron al rechazo me sentí una escoria analfabeta, me castigué por no haber estudiado más y me revolqué en mi lomo humillado llorando a escondidas para que no se enteraran mis viejos. Lacan diría que hay que aceptar “el No todo”, o sea que todo no se puede, la castración, pero nunca fui bueno para eso. Le insistí a mis padres para que volvieran a llamar unas decenas de veces preguntando si definitivamente no había ninguna posibilidad de otra beca. Al final un día dijeron hay una lejana posibilidad, una, pero lo llamaremos la semana que viene. Y a la semana hubo una llamada que dijo que habían conseguido una beca más y que era mía. Los que tengan la edad suficiente recordarán el mundial sub 17 de Qatar a mediados de los 90, donde el goleador rosarino Leonardo Biagini le mete un gol exquisito a Canadá y que yo vi por televisión a las siete de la mañana por la diferencia horaria. Leo Biagini festeja el gol arrojándose de panza sobre el césped y gritando con euforia. De ese modo festejé yo la noticia de la beca tirándome de panza sobre la alfombra del living de mi casa.
Me casé, tuve dos hijos, me recibí de médico, gané varios premios literarios, publiqué dos libros, pero debo confesar que aquella tarde fue la más feliz de mi vida. Sentía que no solo había tocado el cielo con las manos, sino que estaba en el mismo cielo.
El colegio estaba situado en las laderas de un bosque en New México, un estado del lejano oeste norteamericano. Un castillo imponente se erigía en el centro del campus. Canchas de tenis, de basquet, dos hermosas canchas de fútbol colmadas de césped fresco y verde que se regaban todos los días. Una cafetería donde comíamos donuts, panceta con huevos revueltos, cereales con leche, tortas, flanes, ensaladas, tacos, pizzas, hamburguesas, enchiladas, con un dispenser libre de gaseosas. Ahí fue donde me hice adicto a la Pepsi. Adicción que tenía Raymond Carver en su adolescencia, si hay algo en lo que me puedo identificar con ese escritor genial.
Había un salón de arte, un auditorio donde hacíamos obras de teatro y otras performances, salones de clases limpios, luminosos, con los bancos en círculo, y no uno detrás del otro, para favorecer la integración y la participación en clase. Profesores bohemios, sabiondos, eclécticos, que daban clases en ojotas o zapatillas sin demasiadas pretensiones formales. Cuatro dormitorios, un piso de chicos y otro de chicas, habitaciones de dos o tres alumnos. Éramos doscientos alumnos y a la noche siempre alguien tocaba la guitarra en el patio, rodeados del bosque, bajo la noche estrellada del oeste norteamericano.
En la Argentina yo había sido un acérrimo tragalibros de rulos y lentes gruesos pero en aquel colegio descubrí que los latinos caíamos simpáticos con las chicas por tener fama de cariñosos y divertidos. Así que coleccioné besos de los cinco continentes y los siete mares hasta que me enamoré de verdad de una bella chica de Tailandia. Era una artista magnifica y me convidaba con fideos orientales con la salsa más picante del mundo.
Descubrí que mi nivel de matemáticas era mejor de lo que pensaba porque iba palo a palo y a la par de los japoneses, chinos y hongkoneses avezados en la lógica y el álgebra.
Tuve un amigo noruego que había ganado un concurso por bailar más de 15 horas sin parar, un amigo senegalés fanático de Maradona, un amigo jordano que me contaba que con su familia se sentaban en la terraza de la casa a ver pasar los misiles irakies que Saddam mandaba hacia Israel durante la guerra del Golfo, un profesor de matemáticas inglés con quien conversábamos de Malvinas y de fútbol, tuve un amigo palestino que me despertaba a las dos de la mañana para comer papas y verduras fritas, una amiga israelita que me invitó a festejar el Sabbath y donde tomé tanto vino que me agarré una de las borracheras más grandes de mi vida, un amigo Pakistaní a quien acompañe en el ayuno de un mes que implica el Ramadám, un amigo de Zimbawe, un país del corazón de África, pero él era rubio de ojos verdes, un amigo canadiense que me cambió una camiseta de Ñuls por una hermosa casaca de hockey sobre hielo, tres amigos dominicanos que bailaban salsa y merengue como los dioses, una amiga de Mozambique pero de padres chilenos que me hizo de psicóloga cuando la tristeza me invadía como me pasaba a menudo, y unos compañeros de equipo de futbol, africanos, latinos y europeos. Les ganábamos a todos los equipos del estado de New Mexico por más de 15 goles sin excepción.
Viajé a Mexico DF donde se respiraba olor a taco y cultura en todas las esquinas. Escalé las pirámides de Teotihuacan y navegué en Chapultepec. Me compré el primer libro del Che Guevara que leí en una librería de usados. Anduve de andanzas por Acapulco con una mochila que tenía lo justo y menos de lo necesario, en un hotel sin estrellas, desayunaba arroz con mariscos y no comía hasta la noche y festejamos año nuevo del 95 en una plaza con amigos, música, borrachos y piñatas de colores.
Estuve en Canadá, en una ciudad franca y modesta llamada Calgary, recibimos el año nuevo del 96 en una mansión donde abundaba el champagne y los bocados, felices y enamorados, saltando en una pileta climatizada mientras afuera nevaba con una banda de pibes cuyas nacionalidades iban de Japón a mi Argentina.
Viví muchas cosas en aquel colegio de New México, en el lejano oeste norteamericano. Alegrías despiadadas, profundas soledades, orgullos embriagadores, amores, enojos, miserias, pasiones ciegas y sueños demoledores.
En aquella pieza que era mi habitación, en cuya pared colgaba de punta a punta una bandera celeste y blanca, yo descubrí que quería ser escritor. En realidad que necesitaba escribir para soportar, para ser feliz, para vivir. Leí a Camus, Kafka, Octavio Paz, Borges, Ibsen, García Marquez, Lorca, y otros tantos. Escribí centenares de poemas en inglés o castellano de los cuales desafortunadamente no que queda ninguno pero recuerdo que el más famoso se llamó “Eating a cheeseburguer”.
Volví a la Argentina del 97, donde ya eran casi inocultables los estragos del neoliberalismo y adonde yo caí de punta como un marciano, después de haber vivido dos años en un paraíso, una burbuja internacional. Mucha gente me preguntó si haber estudiado en los Estados Unidos me sirvió para hacer plata. La verdad es que no. Pero llegando a los 40 años me doy cuenta que la vida es vivir para contarla y que de aquella experiencia me quedaron mil historias y muchísimos amigos. Me fui queriendo ser Einstein o Maradona, volví queriendo ser Edgar Allan Poe o Jack London y soy un híbrido escritor rosarino que juega en la cuarta división de la literatura nacional.
Pero no me doy por vencido, todavía sigo sin aceptar “el NO todo” Lacaniano y lo voy a seguir intentando “hasta que la muerte nos detenga”, como decía Ernesto Hemingway, o bien, “hasta la victoria, siempre” como decía otro Ernesto, el Ernesto “Che” Guevara. Nos veremos en la luna, me dijo un compañero chileno el último día del colegio de New México, a punto de subir al avión de vuelta a casa.