En estas últimas semanas se multiplicaron imágenes del norte caliente. A las escenas trágicas de siempre (incendios, inundaciones, animales huyendo) se han ido sumando otras fotos inquietantes por lo inéditas y urbanas. La naturaleza en ruinas dejó de quedar lejos. El verde y frondoso Hyde Park de Londres, por ejemplo, es hoy una postal amarillenta despoblada sin picnics de verano, algo así como una contracara de aquellos videos con cisnes en Venecia que circulaban en cuarentena con consignas de despertares a una nueva era. La naturaleza no está sanando. Los miles de muertos por canícula del último mes y las advertencias de Amnistía Internacional de que hay zonas pobladas con temperaturas no aptas para el ser humano son pruebas cotidianas. Gran parte de la sociedad está en negación –incluso quienes por primera vez se ven obligados a instalar aires acondicionados en sus casas– y muchos gobiernos ya dejaron en claro que no piensan colaborar. Como respuesta al derretimiento, Rebecca Solnit, una de las ensayistas estadounidenses más precisas, sensibles y prolíficas de las últimas décadas, publicó un llamado a la acción urgente. Lo hizo en una columna para The Guardian, donde colabora habitualmente, pero también desde sus redes sociales donde comenta la actualidad, denuncia injusticias y promociona su última inmersión ambientalista Not Too Late (es decir: No es demasiado tarde), una plataforma virtual para involucrarse en en la lucha contra el cambio climático. No es es la primera vez que Solnit se lanza a la acción directa. Su historial militante se remonta a los ‘80 y engloba varias causas: desde el feminismo hasta el antirracismo pasando por la defensa de la diversidad sexual y el antiimperialismo. Solnit, californiana nacida en los ‘60, no ha separado nunca su escritura de los temas sociales, construyendo una obra que pivota entre la crónica periodística, la crítica cultural, la investigación literaria y la autobiografía, insertándose en la larga y rica tradición ensayística en lengua inglesa. En cuarenta años ha publicado una treintena de libros pero fue en la última década, a partir de su bestseller Los hombres me explican cosas (2008) que empezó a conocerse en los países de habla hispana gracias al trabajo de editoriales independientes, como Fiordo en Argentina, que también publicó Una guía sobre el arte de perderse, un libro breve y brillante sobre las derivas. El año pasado Lumen editó el ensayo autobiográfico sobre su juventud Recuerdos de mi inexistencia, y este año comenzó a circular en los países de habla hispana su último libro: Las rosas de Orwell.

La obra de Solnit es muy variada pero tiene en común una reflexión permanente sobre la relación política, artística y espiritual de los seres humanos con su entorno, tanto el natural como el urbano. En sus textos, la autora piensa por escrito pero también divulga a quienes han sido sus referentes literarios: los trae del pasado para hacerlos hablar del presente. Ese es el procedimiento que extrema en Las rosas de Orwell, un libro investigado durante años pero escrito bajo el signo apocalíptico de las cuarentenas cuando se evidenció de forma salvaje que el modelo de mundo construido por la humanidad durante siglos ya no es más viable. Entre fantasías contemporáneas –y búsquedas más sustentables– de un retorno a lo natural, Solnit vuelve a un autor del que ya se ha escrito muchísimo (y que con “lo orwelliano” integra el parnaso de los escritores que producen sus propios adjetivos) para leerlo desde un ángulo insospechado y, hasta ahora, poco conocido: el Orwell naturalista, el jardinero, quien alternó una vida de acción y reflexión política intensa con temporadas rurales y diarios sobre cultivos de flores, inventarios botánicos y problemas mundanos que incluían a gallinas, cabras y plagas. Pero no se trata de una contraposición, no hubo dos Orwell, uno político y otro pastoril. Justamente lo que ensaya Solnit es cómo esa necesidad el escritor de vivir cerca de la naturaleza y de pensar botánicamente es inseparable de su producción teórica y literaria. Cultivar un jardín, plantar árboles y seguir los tiempos de la tierra está íntimamente relacionada con sus experiencias como testigo de la explotación humana, la violencia de las guerras –su vida estuvo atravesada desde su nacimiento por los conflictos bélicos– y el ascenso de regímenes autoritarios. No es casual entonces que Solnit nos traiga a Orwell y sus flores en estas épocas tan distópicas. Hay algo de traducción –poder entendernos a partir de la mirada orwelliana– pero también de antídoto. Que un escritor tan analítico, mordaz y anticipatorio fuera a su vez alguien profundamente sensible al placer y las bellezas naturales en un mundo descarnado marca una vía posible y es la que propone Solnit en este libro de escritura rizomática mezcla de biografía, crítica literaria, ensayo político y manifiesto ambientalista.

Portada del nuevo libro de Solnit

LOS SENTIDOS DE UNA ROSA

Orwell se murió de tuberculosis en 1950. Tenía 46 años, un hijo al que adoraba, había enviudado, se había vuelto a casar de bata en el hospital durante su última internación, le empezaba a ir bien con sus libros y, luego de años de estabilidad trabajando para la BBC, acababa de publicar 1984, la novela anticipatoria sobre una sociedad de vigilancia que lo haría pasar a la posteridad. Su postura antiimperialista se había cimentado de muy joven cuando integró la Policía Imperial en Birmania pero su despertar político se intensificó cuando, ya como periodista, viajó al norte de Inglaterra para hacer una serie de reportajes sobre la vida de los obreros en las minas de carbón. Allí fue testigo de cómo el desarrollo de las grandes urbes y el milagro industrial de la Modernidad estaba construido sobre los cuerpos desnudos de hombres, mujeres y niños que, cuando no morían de agotamiento o asfixia, quedaban con secuelas respiratorias de por vida. El resultado de esta experiencia es el libro El camino a Wigan Pier (1937) y una convicción socialista que lo hizo querer ir a reportear la guerra civil española desde el bando republicano, filas que terminó integrando como soldado. Pero meses antes de partir a Barcelona y ver de cerca, entre otras cosas, la persecución de trotskistas bajo el signo de Stalin, se había instalado con su mujer en una granja abandonada en Wallington, un pueblo del condado de​​ Hertfordshire al sur de Inglaterra, con la idea de iniciar una vida rural y plantar flores. “Un hombre plantó rosales y árboles frutales en un mundo turbulento y conflictivo. Quizá lo que hiciera en su nuevo jardín de ​Hertfordshire fuera construir un espacio y un conjunto de relaciones de lo que acababa de ver, distintos de la sensación de muerte que flotaba sobre aquellos sitios, del desarraigo y la alienación, de la pura fealdad que había visto. No cuesta entender el jardín como una reacción contra el lugar donde había estado hacía poco. Lo que vio en el norte le causó una honda impresión, no solo en cuanto tema para un libro sino también como un encuentro desgarrador con el sufrimiento y la explotación que impulsó su transformación en escritor político. Trabajar un jardín o un huerto es recomponer lo que se ha roto en pedazos”, dice Solnit entrando ya de lleno en su tesis y como forma de introducir un análisis pormenorizado sobre el sentido de la rosa como flor arquetípica cargada de tantos sentidos que sirve como un artefacto para hablar sobre lo bello y lo efímero, lo terrenal y trascendente, y por supuesto, la reivindicación política donde se lucha por pan, pero también por el derecho al disfrute, como proclamaban las sufragistas estadounidenses. Fue la militante Helen Todd, a partir de la frase de una trabajadora doméstica, que instaló en 1910 la expresión “pan y rosas”, un lema que dio la vuelta al mundo y nombró a varias organizaciones feministas, entre ellas una agrupación argentina. Solnit aprovecha el interés de Orwell por estas flores para exprimir todos los sentidos posibles de las rosas y dotarlas de historicidad. Incluso en un momento, mientras escribía este libro, la autora viaja con un amigo a Colombia a  conocer en qué condiciones se producen las rosas de exportación, flores descontextualizadas, desposeídas de su aura –y de su perfume– perdiendo su singularidad, y por lo tanto su sentido. Así que las rosas pueden servir, también, como metáfora de la era postindustrial que destruye cualquier metáfora. Las rosas en Orwell o mejor dicho las rosas de Orwell fueron esas flores que plantó pero también una manera de explicar su relación con la escritura y su concepción de la literatura, donde la palabra tenía que estar al servicio de la verdad – ser un arma para destruir la mentira– pero también dejar espacio para la exploración de lo bello. Orwell dedicó la mayor parte de su vida a denunciar los horrores del nazismo y los abusos silenciados del estalinismo. Sin embargo también escribió contra el arte como panfleto y defendía la búsqueda estética como espacio de libertad. Las flores funcionaron para el Orwell de Solnit como una vía de escape a las lógicas de la productividad y por lo tanto de control: ni un medio ni un fin; sólo una rosa. “En 1984 la sociedad totalitaria de la novela intenta dominar y debilitar la vida privada y personal de modo que la independencia de criterio y la búsqueda de privacidad, del deseo, de la pasión y del placer constituyen peligrosos actos de resistencia. Y el deseo es subjetivo, personal, imprevisible y corruptible, pero no del todo controlable ni por los individuos ni por las sociedades. Del pan pueden ocuparse los regímenes autoritarios, pero las rosas son algo que los individuos deben tener la libertad de buscar por sí mismos. ‘De momento, sólo sabemos que la imaginación, como algunos animales salvajes, no puede criarse en cautiverio’, declara Orwell al final de La destrucción de la literatura.”

La libertad tiene que ver con la creatividad y la estética pero también con la verdad en el sentido de combatir las ficciones discursivas –hoy las llamaríamos posverdades– de los regímenes totalitarios. Este tema lo aborda en Rebelión en la granja (1945), lo explica en su ensayo La política y la lengua inglesa (1945) y lo desarrolla de forma radical en 1984 (1949) con la invención de una nuevalengua fascista que restringe el lenguaje y por lo tanto el pensamiento. Solnit retoma y expande esta preocupación lingüística de Orwell para argumentar y desarrollar sus propias ideas sobre la palabra, los silenciamientos y el poder en nuestra época, un tema que investiga desde hace décadas y que encontró su punto de exposición máximo en su bestseller feminista Los hombres me explican cosas.

Solnit en su juventud

REBECCA EXPLICA COSAS

Su ensayo más traducido, la obra que la hizo conocida en buena parte del mundo y que dialogó con –y fogoneó– la nueva ola feminista del MeToo en Estados Unidos empezó como un chiste. Luego de encontrarse reiterada veces en situaciones –desde fiestas hasta coloquios– donde varones pusieran en duda sus conocimientos o incluso le dieran lecciones sobre temas que ella misma había investigado, le dijo a una amiga, la teórica y activista feminista Marina Sitrin, que debería escribir un ensayo titulado Los hombres me explican cosas. Su amiga, pensando en las generaciones más jóvenes, le dijo: hacelo. A la mañana siguiente de un día cualquiera de 2008 ya lo había escrito de un tirón. Se lo mandó a su amigo y editor Tom Dispatch y él lo publicó en su sitio web. A los pocos días el ensayo se volvió viral iniciando algo así como un movimiento –se crearon blogs y muchas mujeres empezaron a contar sus anécdotas personales– y en esos intercambios se acuñó el neologismo “mansplaining”. La expresión tuvo tanta resonancia que The New York Times en 2012 la declaró una de las palabras del año. No fue Solnit su inventora pero sí quien abrió una puerta a miles de mujeres para hacer catarsis y también para poder vincular gestos naturalizados y aparentemente inofensivos –como ser explicadas– a violaciones y femicidios. De hecho, Los hombres me explican cosas deriva rápidamente en un ensayo sobre la violencia cotidiana que va desde un repaso estadístico de ataques sexuales en Estados Unidos hasta un análisis de la prensa y sus representaciones morbosas y estigmatizantes de estas noticias. Solnit, que ya venía escribiendo desde hacía dos décadas ensayos culturales y crónicas sociales, devino una suerte de maestra del feminismo para las generaciones más jóvenes. Sus libros, incluso sus ensayos más filosóficos y políticos como Wanderlust (2000), donde explora las posibilidades y sentidos de caminar, y Una guía sobre el arte de perderse, sobre la incertidumbre como estado de gracia, se transformaron en éxitos de ventas y en libros casi anticipatorios de las preocupaciones ambientales y sociales actuales. En Recuerdos de mi inexistencia retoma el tema de la violencia machista de Los hombres me explican cosas pero ya desde una posición netamente autobiográfica: cuándo y cómo se dio cuenta de que había crecido con el miedo a ser acosada, violada o asesinada y cómo eso la volvió una suerte de fantasma, tratando de pasar desapercibida en todos los espacios. La ruptura con esa inexistencia fue la escritura. Hacerse escuchar, o hacerse leer, fue su forma de entrar en contacto con la vida. Eso explica que gran parte de su obra y militancia gire en torno a quién tiene acceso a la palabra pública y quién no. “Mi obra de los últimos años intenta en gran medida llamar la atención sobre desigualdad de las voces: sobre cómo la violencia sexual y de género además del racismo se ha perpetrado en parte silenciando algunas voces, a menudo mediante las amenazas y la violencia, pero también por medio de la desvalorización sistémica, por ejemplo, presentando esas voces como indignas de ser escuchadas o incluso admitidas en los lugares donde las voces determinan cómo serán nuestras vidas y en qué clase de mundo”, dice Solnit en Las rosas de Orwell. En un pase argumentativo, la autora toma la preocupación del escritor británico por las mentiras y las palabras censuradas de los gobiernos fascistas y comunistas para dar cuenta de regímenes actuales –muchos bajo halos democráticos– que aglutinan las voces del poder capitalista y acallan a otras.

Portada de la edición local del libro que contiene el ensayo que la hizo famosa

UNA POÉTICA DE LA ESPERANZA

Solnit es el tipo de intelectual progresista que saca de quicio tanto a la derecha como a cierto sector de la izquierda. De hecho decidió no firmar la carta abierta publicada en 2020 contra la cultura de la cancelación publicada en la revista Harpers –donde además es columnista desde hace años– porque le parecieron “un cúmulo de declaraciones vagas”. “En realidad, lo que defienden es una expresión sin consecuencias para aquellos que hace tiempo que gozan de esa libertad”, explicó. “La carta no defiende a los trans, las feministas y otros que han sufrido amenazas contra sus voces y sus vidas. A quienes parece defender es a aquellos que han tenido una plataforma de expresión y han vivido una mala experiencia cuando a alguien no le gustó lo que decían. Por ejemplo, como activista climática tengo tolerancia cero con los negacionistas: en ese tema, no hay dos versiones. Y lo mismo sucede con el resto de asuntos clave de nuestro tiempo”, dijo en una entrevista con el diario español El País sobre esa famosa carta firmada por Margaret Atwood, Noam Chomsky, Salman Rushdie y J.K. Rowling entre otras 150 personas del mundo de la cultura. En ese sentido, la autora también reconoce en Orwell un compañero visionario. El autor ayuda a entender nuestra sociedad de la hipervigilancia y nuestro automatismo –exponiéndonos en las redes y regalando nuestros datos a diario– pero también nos insta al compromiso con nuestro entorno. Y donde hay compromiso y lucha, hay esperanza. De hecho Solnit propone resignificar el concepto de “lo orwelliano”.

En su segundo retiro pastoril antes de morir, en la isla escocesa de Jura, además de escribir 1984 Orwell se dedicó a publicar artículos y ensayos sobre comida, objetos y placeres de este mundo. Lo pequeño, cotidiano y lo sublime y lo terrible convivían en un mismo escritor como formas inseparables del estar en la vida. Gran parte del trabajo de Solnit como escritora consiste en rescatar gestos altruistas de la humanidad y buscar nuevas narrativas y preguntas allí donde hay certezas anquilosadas. En su libro A Paradise Built in Hell (2009), sobre las respuestas comunitarias al Huracán Katrina, profundiza sobre cómo las sociedades, en este caso la estadounidense, anclada al presente por una catástrofe pudo responder con solidaridad y conexión real entre los seres humanos.

Al escribir sobre Orwell y volver sobre el fatigado tema de la función del arte y de la literatura, Solnit propone centrarse no sólo en la injusticia sino también en las formas de organización y esperanza. Por eso su llamado a la acción en medio de las olas de calor y su lema “no es demasiado tarde” para la lucha contra el cambio climático. “El logro más destacado de Orwell fue nombrar y describir, como nadie lo había hecho, la amenaza que el totalitarismo suponía no sólo para la libertad y los derechos humanos. Pero ese logro es más rico y profundo gracias a los compromisos y el idealismo que lo propiciaron, a lo que Orwell apreciaba y deseaba, a su valoración del deseo en sí, del placer y la alegría, y al hecho de que reconociera que esos sentimientos podían ser fuerzas de oposición al Estado autoritario y sus desalentadoras intromisiones”, dice la escritora hacia el final del ensayo como quien se busca en un espejo.