Una discusión que atraviesa la filosofía política, sin dudas, es la manera en la cual se piensa la relación de su objeto con el mercado. Un término que, claro, reúne un conjunto de situaciones e instancias disímiles, que van desde la economía financiera de los grandes centros de poder hasta la cuestión de todos los días, como la compra de alimentos o las variaciones en los precios que afectan “a los de a pie”. Si hay una constante en los últimos años ha sido, precisamente, este poner cierto acento en todo lo que tenga que ver con la economía por sobre el manejo de la política. Vale como mención las propuestas del neoliberalismo, que reducen el campo de acción de la política a una práctica meramente administrativa cuya única función es la de asegurar algunas cuestiones básicas para que la siempre difusa ley de la oferta y la demanda pueda seguir sus carriles usuales. El modo que ha tenido ese modelo de descalificar la importancia de lo político es considerar que todo aquel que tenga participación en su esfera, que provenga directamente de allí, a la larga termine siendo responsable de actos de corrupción, entendidos estrictamente como manejos administrativos deficientes. La primacía de la economía y la lógica de la absoluta intercambiabilidad de cualquier objeto por cualquier otro tiene poco que ver con el orden relativamente verticalista, de valoración desigual (hay cosas que son más importantes que otras y, en sí, no pueden resignarse) y de fuerte impronta subjetiva de la política. Para ubicar un antecedente de este diagnóstico, no hay que quedarse meramente con el hoy. Esta lectura puede encontrarse tanto en Karl Marx como en Carl Schmitt, de Karl a Carl. Uno, el padre del socialismo científico, el otro, el nombre ineludible para pensar la filosofía política del presente, de Giorgio Agamben a Slavoj Žižek. Uno, vinculado a la izquierda, lector y crítico de Hegel, quien busca entender, más allá de toda ideología, científicamente, la característica determinante del capitalismo, la plusvalía, aquel valor abstracto que pone en evidencia la íntima desigualdad del sistema económico. El otro, Schmitt, vinculado a la derecha, critica precisamente la centralidad de lo económico para pensar el mundo moderno en pos de destacar el lugar específico de la política y sus vínculos con el pensamiento teológico con el fin de poder entender en sentido estricto, real, el campo de acción de los sujetos. Entre estos dos pensadores, el argentino Jorge Dotti (1947-2018) ha logrado desarrollar un pensamiento original en nuestro país que no solo pone en escena las limitaciones del planteo liberalista y las consecuencias de la moral progresista que va de la mano con la expansión del mercado, sino que, también, buscó revisar los hiatos en los planteos filosóficos de mayor peso para nuestra lectura del presente, con espíritu kantiano, en última instancia: criticando el ejercicio de una racionalidad desatenta a las singularidades y preguntándose por el rasgo determinante del presente a partir de su conexión con la tradición.
Dotti, en definitiva, pagó el precio de su rigor intelectual con un conocimiento de su obra, ante todo, dentro de la academia o para algunos entendidos en los temas que abordaba, sean ya sus alumnos o colegas. Con la aparición de Lo cóncavo y lo convexo. Escritos filosófico-políticos, publicado en el sello español Guillermo Escolar, pero con distribución en las librerías del país, aparece un camino inmejorable para recorrer las aristas y complejidades del pensamiento de Dotti al mismo tiempo que se tiene, a partir de la variedad de textos recogidos, la chance de poder repasar el resto de la obra del autor de libros como La letra gótica. Recepción de Kant en Argentina desde el Romanticismo hasta el Treinta (1992) o Las vetas del texto (2011).
“A grandes rasgos, la obra filosófica de Dotti se puede pensar en dos dimensiones”, considera Damián Rosanovich, responsable de la selección de artículos, la introducción de Lo cóncavo y lo convexo y autor del reciente Hegel y el iusnaturalismo moderno. “Por una parte, a partir de la reconducción de la política a la metafísica, de aquí que aparezca la teología política como clave interpretativa de lo político, del derecho y de la moral. En efecto, la secularización se presenta como una categoría fundamental para leer la modernidad y los conceptos y debates que se desprenden de ella. En el volumen, esto puede verse bien explicado en la entrevista con la cual se abre la compilación, particularmente, en la manera a través de la cual ingresan aquí dos grandes maestros alemanes: Hegel y Carl Schmitt. Por otra parte, esa misma reconducción tiene una articulación histórica, que interpreta las determinaciones singulares no como meros desprendimientos de sistemas filosóficos abstractos, sino en la presencia de elementos en tensión cuya resolución no puede ser deducida a priori. Cuando discutimos en abstracto sobre educación, salud y trabajo, lo más probable es que encontremos congruencias, armonías y grandes consensos. Con todo, es poco esperable que ocurra lo mismo si situamos históricamente tales debates, en sistemas normativos de comunidades concretas, atravesadas por tensiones de diferente naturaleza, frustraciones colectivas y un no siempre diáfano horizonte de expectativas”.
Quizás, la clave del pensamiento de Dotti podría hallarse en esta reflexión en torno a la singularidad de la toma de decisión, lo cual muestra su clara relación con el pensamiento schmittiano y la importancia que tiene para la filosofía política, tal como él la entiende, el problema del mal. Ese mal no debe entenderse en el sentido vagamente contrapuesto del progresismo liberal, que se opone al “mal” sin por eso dejar de bombardear o de constituir las bases para un estado de guerra mundial y permanente (tal como se presenta en el artículo “Violencia, guerra y terror posmoglobales”, de 2007), sino el “mal” como aquella singularidad no asimilable que puede promover modificaciones históricas que lo busquen erradicar o constituyan un nuevo status quo a través del movimiento revolucionario. El mal, aquello único e inasimilable, así pensado, es también la excepcionalidad subjetiva que decide y sobre la cual se decide: es el tema humano, demasiado humano, en un mundo que se jacta de no tener dios y que banaliza el siempre acuciante tema del pecado original o sus posibles reformulaciones contextuales.
LA POSMODERNIDAD EN EL VACÍO
Para Dotti, la importancia de la toma de decisión es una respuesta a la lógica de las equivalencias que una interpretación paneconómica busca imponer en todos los órdenes del conocimiento, desde la historia hasta la propia filosofía política. Así, rechaza los modelos historicistas que se concentran meramente en el “dato” por pecar de una suerte de positivismo empirista peligroso, así como pone en suspenso lo supuesta ruptura con el hegelianismo del posmarxismo, tendencia imperante dentro de los estudios filosóficos en el área desde la caída del Muro de Berlín. El nombre que aquí se impone es el de Ernesto Laclau, sin dudas, con el cual reconoce similitudes y diferencias en el artículo “Deconstrucción y política” (1995), así como también subraya reservas con la lectura que impulsó a Beatriz Sarlo (con quien compartió comité editorial en la revista Punto de Vista) a su análisis de la excepcionalidad guerrillera en Montoneros, presente en un libro que se está reeditando en este momento, La pasión y la excepción. Pero es en el debate con Laclau donde podemos encontrar una diferencia de base entre una perspectiva de la filosofía apoyada en la teología política de cuño schmittiano y una lectura que se concentra en un planteo ontológico posmoderno apoyado en estructuras discursivas. Esta última tendencia desborda el concepto de “excepcionalidad”, aquello que abre la puerta de la decisión: al suponer al antagonismo, a la diferencia violenta, como una característica que no es puntual, sino una instancia que está más allá de los sujetos y los antecede, termina por convertir a esa diferencia inasimilable (que la política trata de acomodar en su ejercicio para evitar la guerra civil) en objeto de su discurso. O sea, se habla de aquello presentado como innombrable, en tanto diferencia abierta, constante, en un discurso filosófico que se presenta como razón que puede pensar la diferencia, digamos, una razón todavía mediatizadora que puede “nombrar lo innombrable”. A su vez, esa diferencia ontológica se puede presentar como “indecidible” (término caro a filósofos como Jacques Derrida) que opera de fondo en las acciones políticas concretas.
Si se puede nombrar lo innombrable, si lo indecidible es la base ontológica sobre la cual se da la política, entonces la excepcionalidad tal como la entiende Carl Schmitt no tendría lugar. La transformación de la filosofía política en una reflexión que pone como base ontológica la diferencia discursiva termina cometiendo un error inesperado, imperdonable: transforma la política en un nuevo sistema de equivalencias. O sea, en su denuncia de la lógica del mercado, termina haciéndose parte del mismo “paneconomicismo” que explica todo por lógicas de intercambio (discursivas o monetarias). Dotti entiende que la política, en tanto práctica específica, no puede teñir toda la vida social, porque tiene sus marcas distintivas, y aparece plenamente en el momento excepcional de la toma de decisión, por fuera de la horizontalidad de la lógica del intercambio. Lo excepcional, para que sea tal, no puede ser general. ¿Qué hay como trasfondo ontológico, propio del ser, en la acción política? El vacío sobre el cual se decide. No hay diferencia o un indecidible, sino pleno vacío que la decisión política busca llenar. Dotti reconoce las buenas intenciones de Laclau, pero detecta que la centralidad de la reflexión en el funcionamiento de lo discursivo termina siendo un entregar las armas a la lógica del mercado.
“Entiendo que los trabajos de Dotti tienen la virtud de desarrollar un nutrido conjunto de problemas bajo las hipótesis de la teología política de Carl Schmitt (la identificación de la afinidad estructural sistemática que existe entre los conceptos teológicos y jurídico-políticos)”, precisa Rosanovich a la hora de destacar la originalidad crítica del pensamiento de Dotti, la cual podemos revisar en Lo cóncavo y lo convexo, un libro obligatorio en un momento en donde el decaimiento del nombre “posmoderno” no permite ver cómo, en realidad, se toman sus premisas como un nuevo sentido común acrítico. “Las ideas del jurista alemán aparecen como punto de partida para la reflexión sobre las diferentes direcciones del proceso de secularización. En estos trabajos se patentiza la manera a través de la cual se ponen en tensión conceptos que antiguamente permitían superar, desactivar o limitar problemas fundamentales de nuestra vida política”. Quizás, a lo que apunta este libro, o la filosofía de Jorge Dotti en general, es a poner en evidencia que lo más determinante de nosotros todavía carga con rasgos imposibles de intercambiar que, en definitiva, no están a la venta.