Hace unas noches me desvelé y a las tres de la madrugada, perdido y sin timón en la maraña de contenidos de las redes, terminé recalando en una entrevista a Santiago Motorizado, en el ciclo Caja negra de Filo News. En un momento de la charla, Julio Leiva, el periodista, le pregunta a Santiago si para ser un verdadero artista hay que tener una mirada de izquierda. El músico responde que el arte no pide eso para nada, y aclara que hay artistas de derecha, “grandes artistas de derecha”, subraya.¿Quién, por ejemplo? Clint Eastwood, responde al instante. Los dos se ríen. Santiago dice que Eastwood es su favorito de todos los artistas de derecha. Después agrega algo interesante: que los artistas que identificamos inmediatamente con determinada postura política, cuando son muy categóricos en esa definición, tienen un problema con su obra, con su poesía, porque están obligados a priori a ratificar esas ideas, como si no pudieran moverse de determinado esquema, condicionados de alguna manera a decir y hacer lo que se espera de ellos. O lo que ellos suponen que se espera.
Acá quisiera quedarme con Clint Eastwood, porque Santiago lo eligió como paradigma de artista de derecha, y es cierto que Eastwood nunca ocultó sus preferencias políticas, se afilió siendo muy joven al partido republicano y ha manifestado su apoyo a Nixon, a Reagan, a Bush e incluso a Trump --aunque sin dejar de ser crítico de “sus payasadas diarias en Twitter”--. Ese hombre que declara así hace una película como Gran Torino, por mencionar sólo una y por sus características específicas. En esta historia Clint Eastwood se dirige a sí mismo en el papel de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, jubilado, que acaba de enviudar y vive con su perra Daisy en Highland Park, un barrio que supo estar poblado por familias blancas y trabajadoras pero que en los últimos años, con la llegada de inmigrantes de procedencia asiática (comunidad hmong), cambió y esto desagrada profundamente a Walt, quien en la primera media hora de la película está siempre malhumorado y a punto a explotar. Se sienta a tomar cerveza en el frente de la casa (es su principal actividad) y cuando ve a los chinos salir de su casa o cruzarse en su camino, gruñe y escupe. Es deliberadamente desagradable.
Un día descubre a un joven hmong intentando robar su Gran Torino y casi lo acribilla, pero luego se entera de que el joven, llamado Thao, en realidad intentó robarle para poder pertenecer a una banda callejera, y que tanto él como su hermana están siendo presionados por esos pandilleros. A partir de ahí la historia cambia: la película nos muestra dos o tres escenas en las que tanto la familia de Walt --hijos, nueras, nietos-- como los jóvenes blancos del barrio no practican los valores en los que Walt siempre ha creído y que él considera esenciales e insustituibles y, por el contrario, al empezar a frecuentar a la familia de Thao descubre que hay con ellos más cosas en común de las que sospechaba. Casi sorprendiéndose a sí mismo, decide ayudar a los dos jóvenes. Así, a medida que avanzamos, la relación de Walt con Thao y su hermana Sue se fortalece, mientras la historia con su propia familia no para de empeorar.
Poco antes del final, Walt decide obsequiarle a Thao su Gran Torino, símbolo de lo más preciado que tiene. E incluso da la vida para salvar a estos inmigrantes que en un principio despreciaba. ¿Cómo se lee esto desde la derecha? Como crítica a la degradación de los valores blancos, occidentales, cristianos, libres, etc. ¿O será otra cosa? Últimamente nos han hecho creer que la derecha estadounidense son estos cavernícolas con gorros de mapache que acribillan negros por las calles de Buffalo o Wisconsin. Lo son, pero no es esa gente a la que Walt representa ni con la que se identifica. Él es un conservador con mayúsculas, lo que él defiende y quiere preservar son valores morales, una educación que incluye el respeto por los mayores, una manera cristiana de estar en el mundo. Hasta el momento, los que representaban esa comunidad eran blancos como él, pero un día ve que a la vecina de enfrente se le cae la bolsa de las compras y tres adolescentes que pasan justo por al lado, en lugar de ayudarla se burlan de ella. Walt insulta entre dientes y cuando está a punto de pararse para ir a dar una mano, ve a Thao cruzar la calle y ayudar a la señora. Eso acto lo interpela, lo incomoda, pero no mira hacia otro lado. No le importa que el que actúa como él considera que debe actuar un buen ciudadano sea norteamericano, chino o nepalés. Le molesta sobremanera que su nieta blanca y rubia sea una idiota consumista interesada en la herencia que él le va a dejar. No hace concesiones de raza, es implacable e inamovible en sus valores. Podríamos presuponer o prejuzgar que quizá no actuaría así si el que le da una mano a la vecina es un joven gay, pero el beneficio de la duda está a favor de Walt.
Pienso que quizá esto de alguna manera refuta (o matiza) lo que Santiago Motorizado dijo sobre la identificación y lo que esperamos que cierto artista haga a partir de su posicionamiento político. Esto no parece afectar la libertad de acción de Clint Eastwood, quien declara como hombre de derecha y defiende ese espacio desde siempre pero cuando filma la cosa no parece tan previsible. O quizá lo que Santiago afirma sólo ocurre con artistas de izquierda, sobre todo esa izquierda tan apegada a la lección moral que termina coaccionada por su mismo discurso. Hay, eso sí, en Gran Torino una imagen de hombre blanco salvador, que no puede eludirse.
Esto me recuerda a la idea del compromiso inconsciente de la que hablaba Abelardo Castillo: Balzac declaró siempre que escribía a la luz de dos grandes verdades, la religión y la monarquía, y su obra es la manifestación de todo lo contrario. O Mujica Láinez, quien en La casa hace una crítica feroz del patriciado argentino, y lejos estaba Mujica de pensarse a sí mismo como un artista comprometido con causas de clase. Es muy posible que con Clint Eastwood pase lo mismo. Lo que define a una persona no son tanto sus palabras como sus actos, parece decirnos Gran Torino. Los actos de Clint Eastwood son entre otros, estas películas un tanto inasibles, no tan fáciles de encasillar ni de rotular con una etiqueta que nos permita avanzar cómodos con la siguiente programación.
Tal vez haya que escuchar menos lo que los artistas dicen y fijarse más en lo que hacen. Ya lo dijo Oscar Wilde, “Cuanto más conservadoras son las ideas, más revolucionarios los discursos”. Quizá la inversa no sea tan frecuente, pero no por eso inexistente.