Nélida Rojas volvió a su casa después de 90 días en la cárcel. Habla sin parar. Limpia la cocina. Busca el aceite pero no lo encuentra. Busca platos y los encuentra en el lugar de las tazas. No es que las cosas cambiaron de lugar. Cambió de ella en los días y las noches en el penal de Aguas de las Avispas a los pies de la montaña helada de Mendoza. “Es como si hubiese perdido la memoria –dice–. No no me acordaba dónde iban las cosas. Me olvidé. Será la angustia o el estrés, pero ya me estoy encontrando.”
–Hace años la entrevisté cuando estaba comenzando la construcción del barrio.
–Y pensar que ahora te tengo que contar cómo destruyen las cosas, pocos años después.
Mendoza es o era la provincia con mayor expansión de la Tupac Amaru después de Jujuy. Nélida es enfermera como la madre de Milagro Sala. Trabajó durante años en el Hospital Central de la provincia donde fue delegada y más tarde secretaria general por su departamento. Jubilada anticipadamente por discapacidad comenzó a organizar las primeras cooperativas de la Tupac en tierras que nadie quería donde levantaron 1.300 casas. Detenida el 7 de abril por asociación ilícita, extorsión y coacción agravada, la justicia de garantías confirmó el jueves su prisión preventiva con la morigeración de la prisión domiciliaria. La causa más que ninguna otra de las abiertas contra la organización no busca flujos de dinero ni cuenta casas. La Justicia detuvo a Nélida, a su esposo, un hermano, dos hijas y una nuera porque considera delito las propias prácticas políticas de la organización: les reprochan el cobro de una cuota social de 30 pesos, haber resuelto en asamblea que los adherentes participen de las marchas o realicen trabajo de voluntariado ocho horas al mes en espacios comunes. Por todo esto sus abogados la definen como presa política. Esta es la primera entrevista que da Nélida después del aguijón.
El lunes de la semana pasada estuvo horas en una celda de la alcaldía de tribunales esperando el retorno a la cárcel. Terminaba el primero de cinco días de audiencias. Su abogado Alfredo Guevara había pedido la domiciliaria. Cuando fue a darle la noticia que finalmente se iba a su casa, la encontró rodeada de presos que por supuesto eran todos más jóvenes. Nélida se puso a llorar. El resto la aplaudía. ¡Bien, viejita! ¡Te vas a casa!
“Cuando me dieron la palabra después de tanto tiempo en la audiencia, yo decía que nunca se había escuchado mi palabra. Se sabía de mí a través de los medios, de Periodismo para Todos, opinaban sin conocerme. Yo de repente me encontraba muchas veces peleando frente al televisor. Contestándole a ese aparato: ¡No! ¡No!, decía. ¡Las cosas no son así! ¿Por qué dicen eso?”
De niña, Nélida cuidó cabras para colaborar en una casa de madre enormemente presente y once hijos. Un rancho sin puertas al que en una de esas entraban las cabras y volteaban la olla con la única comida de días. Y donde los días de lluvia su madre metía a todos los hermanos dentro de un armario, el único lugar de la casa sin agua. “Para nosotros era divertido pero cuando salíamos, abríamos el ropero y la veíamos a ella en cuclillas abajo de una mesa con mucha tristeza marcada en su carita. Después, había que sacar los colchones y frazadas al sol. Secarlos. Y al otro día veía a mi mamá amasando el barro y subiendo con una roldana al techo del rancho. Pero todo eso era natural dentro de la pobreza. A veces, íbamos a buscar leña para hacer la comida y ese fuego ardía, ardía, se apagaba y volvía a encenderse otra vez. Pero no había una olla de comida. Siempre jugando, nos quedábamos dormidos. Después sentíamos que nos levantaban en brazos, y era mi madre que nos llevaba a la cama. Seguíamos durmiendo pero a mitad de la noche nos despertábamos por el hambre, y pensábamos: ¿comimos o no comimos? Porque ya era costumbre a veces comer y a veces no. Pero de grande, entendí que no era divertido para mi madre que nosotros estuviéramos dentro de ese ropero como para ninguna madre es divertido ver cómo se mojan las frazadas y los colchones donde tenés que acostar a tus hijos”. “Yo soy la voz de esa mujer”, le dijo a la jueza. “De una mujer maltratada, a la que nadie dio oportunidades”. No existían los políticos, no había ningún político que trabajara con esas mujeres, que tenga un proyecto de algo.
A los once años tuvo que irse de la casa por un intento de violación de su padre, dice, algo que fue acompañado por algún tipo de protección de su madre que entendió muchos años más tarde. De niña trabajó de criada en una casa donde la mandaron a una escuela y le dieron a comer. De grande, de empleada doméstica. Nacieron sus hijos. Empezó a estudiar enfermería y subiendo las escaleras del Hospital Central un día se acordó del tiempo en el que su madre estuvo internada. A esa mujer que cosía para los “ricachones de Lavalle” le había regalado un tapado blanco de botones rojos. Nélida se los arrancó. Le puso botones blancos. Y se fue a cuidarla al hospital. Cuando subía las escaleras del edificio con ese tapado todo blanco imaginó que era su médica.
–Doña Nely, ¡si usted supiera como vivo! –le decían en el barrio.
–Yo sé cómo vive usted porque yo viví primero esa situación respondía. “Esas situaciones me tocó pasarlas, pero no sé si es suerte o que es mala suerte, porque no lo siento con tristeza, sino que eso me hizo tratar con muchos compañeros para cambiar esta realidad, para que no la vivieran”.
Pasó los cuatro primeros días en prisión con dos de sus ocho hijos. Leonela y Carla, ambas con bebes en edad de lactancia. “De pronto veo a una de mis hijas sacarse la leche. Y eso fue terrible porque imaginaba a mis nietos llorando de hambre”, explica. “Mis hijas han sido muy madrazas con la lactancia. Primero la teta y no sé si en algún momento darán leche, priorizan la lactancia, me han visto amamantar a mí y saben que es el primer vínculo con los hijos. Y de pronto veo a mi hija sacándose la leche y tirándola en el penal, mientras mis nietos estaban en una situación terrible. Ha sido una bendición que mi otra hija, Natalia, no estaba detenida, gracias a Dios. Y como ella amantaba a Felicitas, mi nieta más chica, amantó esos días también a Enzo, el nene de su hermana. Pero todavía nos quedaba Malvina. También tomaba teta. Por suerte teta, leche y al menos había empezado la papilla. Así que Natalia tuvo que resolver todo afuera, tomar decisiones en ese momento tan dramático con su mamá, su papá y sus hermanas detenidas. Y como no podíamos hacer llamadas, tampoco podíamos llamarla para dar indicaciones”.
Cuando sus hijas se fueron, ordenó la celda hasta hacerla parecida a una pieza. Acomodó papeles. Puso jabón. Echó un poco de desodorante de ambiente en el piso todos los días siguientes hasta que se oliera bien, dice, para que no le ganara la tristeza de ese lugar tan terrible. ¡Muy bien diez, Rojas!, le gritaban las celadoras. Leyó a Isabel Allende hasta con el hilo de luz que le llegaba a la cama, una goma espuma hundida arriba de un chapón. Cantó con un cepillo de pelo. Organizó concursos de tango. Y como Milagro Sala en el Alto Comedero, organizó elecciones sobre el menú.
“Jugábamos a las elecciones, así que proponía que la comida llegara a horario todos los días, calentita, obviamente, con un menú: lunes puchero, martes arroz, miércoles pollo al horno con puré, jueves pastas y el viernes con la previa, porque el viernes había previa: picada y fernet libre para todas. ¡Claro se plegaban hasta las penitenciarias que escuchaban mis propuestas y también levantaban las manos! Así que el resultado era unánime: ganaba por el 100 por ciento de los votos!”
Luego de leerse todo, un día dejó de leer. “No me interesaba nada. Y me encontré sentada en la cama con la mirada y pensamiento perdido, meciéndome como si tuviera un abrazo, hasta que me di cuenta que mi actitud era media rara. Me levanté. Y empecé a ir a las celdas de las otras compañeras.”
–¡Rojas! –oía de pronto–. ¡No se debe estar metiendo en las celdas de las otras compañeras!
Y las presas se morían de risa porque se la pasaba haciendo sociales de celda en celda. Los sábados y domingos todo era distinto. “Todo el mundo se levanta con la emoción del reencuentro con las familias”. Comenzaban horas febriles de superproducción. “¡Pero se pintaban, se ponían extensión en las pestañas, los labios rojos, un movimiento terrible. Se prestaban los perfumes, las pinturas. Era una de prestarse hasta la ropa para que las familias las vieran bien: como se dice, si hay miseria que no se note”. Nélida que colaboraba con peinados a sus compañeras más chicas, se ponía lo que tenía a mano. Y anda con el pelo lleno de canas desde el mismo tiempo de cárcel de Milagro. “Es tanta la tristeza que tengo que realmente no hay ninguna tintura que vaya hacerme disimular esa tristeza por lo cual mi pelo esta gris, como los días que vivo sin Milagro”. Así que esos días, cuando se levantaba, ya decía que “en un penal uno no vive, muere todos los días, porque son mentiras que uno vive en un penal”.
La semana pasada pasó de audiencia en audiencia. No para saber si la justicia decide declararla culpable o inocente. Sino para discutir sólo el tema de la prisión preventiva. Cuando llegó el último día antes del fallo, una jueza tan ambigua como su apellido, Cristina Pietrasanta, le dio la palabra a “la imputada”.
“Cuando me dieron la palabra le dije a la jueza que por fin se escucha mi voz. Y le dije que yo no soy la referente de la Tupac Amaru. Que soy Nélida Rojas, hija de Felisa Montenegro, una mujer increíble que nos enseñó que sólo con el trabajo se logra la dignidad. Y de ahí, después de grande empecé a ser militante. Y de repente me encontré siendo la dirigente de la Tupac Amaru, pero siempre elegida por los compañeros. Nunca me impuse como una dictadora, siempre me eligieron ellos. Ahí nací como Tupac Amaru, pero con una historia de vida muy parecida a todas las familias humildes que la luchan todos los días, de los que pasan hambre y los que pasan frío. Las que sufren violencia, esa también soy yo. Ahí me empecé a identificar con Tupac Amaru porque había que escuchar esas voces, y como digo siempre, ellos se apropiaron de mi historia y yo me apropie de la de ellos porque eran parecidas, eran casi iguales”. Y también dijo: “Yo creo que tendríamos que haberle puesto otro nombre a la organización porque es la misma historia que se repite: desmembrarlo, desmembrar tu familia y hacerla desaparecer, solamente por hacer visible lo invisible y lo que muchas veces fue invisible”.
–¿Imaginaba que iban a detenerla?
–Sí, me imaginé. En los últimos viajes a Jujuy. La última vez que estuve con Milagro, la observé mucho. Ella hablaba muy poco. ‘No voy a volver más hasta que no es estés libre’, le dije. Y me sonrió. Con ella tenemos un abrazo particular. Cuando nos abrazamos no nos podemos desprender. Siempre digo que siento el quejido de dolor de su corazón. Y ese día me pasó eso. Dije que no volvía, sin pensar que yo iba a ser la que iba a estar presa. Pero sí lo imaginé. Después de las marchas del último tiempo nos ponían multas por haber cortado una calle cuando en realidad había muchas las organizaciones. Venían móviles de policía. Tuve mucho miedo cuando pasaron a buscar a una delegada embarazada. Me imaginé esa historia tan terrible, de la dictadura cuando se llevaban a las embarazaditas. Y llamé y le dije a la familia que si se la llevaban, que se vaya el esposo con ella. Y se cuidaran.
–¿Qué pasa con estas causas?
–¡No creo que llevar una bandera o ponerse una remera sea un delito! Y las remeras teníamos que pagarlas, ¡y sí! Porque el algodón para hacer la remera, se compra. Las compañeras las cosen en la fábrica, y así uno genera trabajo para ellas. La imprenta no nos regala las impresiones. Pero tampoco era una obligación comprarla. Pero la persecución empezó antes. Nosotros sabíamos que el Instituto Provincial de la Vivienda no nos quería. Que le habíamos quitado el negocio a ellos que era priorizar a las empresas (constructoras), que seguramente son amigotes de ellos. Que parte de la plata que recibían no iba para las vivienda. Que la usan para comprar certificaciones y obviar normas de la construcción porque las casas tienen falencias. Y encima salen el doble. Porque las nuestras valían 330 mil con la ‘infra’ (infraestructura) de cloacas y redes de agua, mientras la vivienda sola para la empresa hoy sale un millón y pico. Nosotros hacíamos lo mismo por 330 mil. Y encima están paradas las obras: todas nuestras obras paradas y las compañeras sin trabajo.
El jueves a la tarde la jueza Piedrasanta escuchó todo esto de un tirón.