Durán Barba fue uno de los oradores centrales de la reunión de candidatos de Cambiemos de todo el país: la publicidad ha colonizado a la política. Hoy a eso se le llama “comunicación” pero ésta ha pasado a ser una palabra ambigua. Es la misma que se usó siempre en referencia a la capacidad particular de algunas personas para transmitir conocimientos y puntos de vista a una determinada audiencia social. En la política contemporánea la comunicación deja paso a la publicidad; hay una mercancía particular, la etiqueta política, de cuyas bondades habrá que convencer al consumidor votante. Como se sabe por la ya larga historia de la industria publicitaria, el género excluye la cuestión de la verdad como límite de su lenguaje. En su “Utopía de un hombre que está cansado” Borges mira nuestra época desde el futuro y dice que la gente era ingenua y creía que una mercancía era buena porque así lo aseguraba el fabricante. Agrega el mismo personaje refiriéndose también a nuestro tiempo “las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas”. Hay que aclarar que Borges escribió ese texto hace más de cuarenta años.
Aún así la comunicación política sigue existiendo, aún cuando hay que esforzarse por encontrarla fuera de los shows mediáticos y de la publicidad partidaria. Lo que hoy se comunica es un antagonismo político central que ninguno de los protagonistas se preocupa demasiado en ocultar. Cada una de las partes lo nombra a su manera: para unos hoy se dirime un futuro de libertad, progreso y transparencia frente a otro de populismo, autoritarismo y corrupción; otros dicen que está en juego un país soberano, industrializado e inclusivo o una neocolonia atrasada e injusta. El problema de los neoliberales en esta disputa es que los meses de gobierno macrista han constituido una muestra formidable a favor del modo nacional-popular de designar la confrontación. La enajenación de soberanía, la injusticia social y la decadencia industrial está puesta en escena con una velocidad que impacta, bajo la forma del brutal endeudamiento, la apertura de la economía, la pérdida de valor de los salarios y las jubilaciones, el crecimiento de la desocupación, el cierre de empresas nacionales, el retroceso de la política universitaria y científica, entre muchos otros aspectos. En cambio sería difícil encontrar algún indicador que señale en qué sentido se ha avanzado hacia la libertad, el progreso y la transparencia. Los días de la política gubernamental están dedicados a disimular y ocultar la realidad, a demonizar a todo lo que tenga aroma a kirchnerismo y a desplegar el repertorio publicitario del cambio, la alegría, el futuro y otros trucos de esa índole.
El mito democrático dice que en las elecciones se hace un balance de un determinado período político; en el caso de una elección de medio término se trata de hacerlo sobre cómo estaba el país dos años antes y cómo está ahora. Es un mito, por lo tanto se equivoca quien quiere verlo aparecer en la realidad, pero el problema es que cuando la realidad se distancia tanto del mito como para transformarse en su contrario lo que se está afectando es la legitimidad democrática. Y lo que se está incubando es una profunda crisis política a la hora -más lejana o más cercana pero inevitable- en que la publicidad deje paso a la verdad. Un escéptico puede tranquilamente predecir que ese momento no llegará, pero ese nihilismo no puede ocultar que la historia está cargada de este tipo de episodios que son las revoluciones y los cataclismos sociales. El hecho es que el gobierno va a utilizar todos los recursos para evitar que ese balance más o menos sencillo ocupe un lugar decisivo en la decisión de voto de los argentinos.
Lo curioso es que la batalla publicitaria del gobierno cuenta con el concurso de buena parte de la oposición. El gobierno necesita una discusión sobre los gobiernos de Cristina, convenientemente interpretados por los expertos en acción psicológica. Hace falta la identificación absoluta de la ex presidenta y sus seguidores como el mal absoluto para diluir la dura realidad que se vive en el país. Pero la oposición no kirchnerista ya antes de la campaña adelanta que el objeto principal del ataque será la demonización de los gobiernos anteriores. Se trata de un caso probablemente inédito de una coalición política de hecho contra una fuerza que no está en el gobierno. Es decir que no se la intenta reemplazar en el gobierno sino hacerla desaparecer de la escena política. La más clara representante de ese consenso proscriptivo es Stolbizer, hoy aliada de Massa y la que hará el trabajo sucio contra la ex presidenta que éste no quiere asumir personalmente en la campaña. Bruscamente la política argentina se ha librado de los fantasmas del pluralismo, la alternancia y la convivencia política para adoptar el discurso de la intolerancia, la persecución y el odio. Lo más interesante, sin embargo, no es el odio sino los cimientos sobre los que se sostiene; es la venganza de los poderes establecidos que van desde los grandes grupos de poder económico hasta los más diversos rincones académicos, periodísticos, parlamentarios y judiciales que se sienten la Argentina real. Es decir la Argentina del nombre, del poder, del dinero, de la fama, de la visibilidad. Llama la atención el lugar que ocupa la palabra resentimiento en el discurso del establishment; alude con toda probabilidad al sentimiento de quienes ocuparon durante un tiempo el lugar que nunca debieron ocupar, que consumieron lo que no les era dado consumir y se hicieron visibles cuando su sino es la invisibilidad. No es un partido o una doctrina lo que está en discusión sino una experiencia social y política mucho más abarcativa que un nombre, que incluye a muchísimos argentinos que no simpatizaron ni simpatizan con el “régimen”. Los trabajadores que protestan, los pobres que cortan calles, los científicos que luchan son “resentidos” según el gobierno y sus aliados. Son el obstáculo para que vengan inversiones salvadoras desde afuera. Son la amenaza para un futuro de paz y concordia. Los nuevos “subversivos”. Los enemigos.
La coalición antikirchnerista (los socios de la segunda alianza, el massismo y los núcleos afines en el interior del Partido Justicialista) tiene una agenda común y a la vez pretensiones contradictorias de conseguir el peso decisivo en ese espacio. Sueñan con un futuro próximo en el que el país recupere su rumbo político normal, en el que haya un espacio conservador y un espacio de tradición popular compitiendo por administrar el único orden posible en la Argentina, el del neoliberalismo. Inmediatamente después de la asunción de Macri, el arco político del país normal hizo ostentación de ese acuerdo; eran los tiempos en los que Massa y Urtubey peleaban por aparecer más cerca del presidente cuando éste viajaba a Davos para presentar en la alta sociedad del poder global a la nueva Argentina. El cálculo de una rápida desaparición de la escena del fantasma populista no se vio confirmada a pesar de la inédita campaña publicitaria contra cualquier forma de expresión de apoyo a la experiencia de gobierno kirchnerista, en la que confluyeron el poder económico, el poder mediático, judicial y estatal. “Cristina ya ganó” acaba de escribir Lanata en Clarín. Ganó, dice de alguna manera, porque logró que su caso sea juzgado por la política y no por el derecho penal. Y tiene absoluta razón, con la obvia salvedad de que lo que llama derecho penal es el nombre pudoroso de una corporación judicial que está escribiendo en este período una de las páginas más negras de su nada gloriosa historia. Efectivamente, la construcción de un espacio electoral amplio y potente en la provincia de Buenos Aires bajo su conducción es el segundo gran logro de CFK en el último período; el primero había sido la inédita despedida de masas después de doce años de gobiernos kirchneristas. Dicho en otras palabras, no se consumó el plan maestro de la derecha -la salida anticipada del gobierno kirchnerista en medio de un caos- y por ahora no avanza el plan B, el de demonizar retroactivamente al kirchnerismo sobre la base de una crisis que nunca existió y cuya ilusión posverdadera es el principal y casi único recurso publicitario de sus detractores. La candidatura de Cristina es, en sí misma, una pesadilla para la derecha. A tal punto que ha agudizado el debate sobre si fue correcta la decisión político-judicial de no meterla presa. No es de justicia, claro, de lo que hablan. Hablan de experiencias argentinas análogas como la de la prisión de Yrigoyen en 1930 y el exilio forzado de Perón en 1955
El reconocimiento de la reunión de los candidatos macristas de la supremacía de la publicidad sobre la política es estremecedor en tiempos en los que los indicadores sociales y económicos están señalando probabilidades de fuertes tormentas. Hasta un sector de la gran burguesía local reunido el último jueves en la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa critican la política económica oficial a la que advierten por estar favoreciendo la ingobernabilidad. Crece el dolor social, crece la protesta, la represión y sistemática provocación publicitaria de la derecha contra los sectores más débiles de nuestra sociedad. El gobierno reconoce que se juega mucho en esta elección. Sin embargo las consecuencias inevitables de sus políticas están agravando la situación: en el desdichado pronóstico inflacionario del presidente del Banco Central no cree ni su propio autor. Durán Barba es el director del dispositivo que tiene que lograr que de nada de esto se hable en campaña. Como toda operación publicitaria tiene que crear una ilusión que reemplace a la realidad y favorezca a la marca del caso. ¿Puede el plan de operaciones psicológicas sobre la sociedad tener éxito en octubre? Nunca se sabe de antemano si la publicidad logrará convencer al consumidor y por cuánto tiempo. Cuando se habla de la publicidad de un determinado proyecto de país, el éxito no lo decide la técnica sino la política.