Abrió la puerta y no entró. Se quedó ahí parada, con la mano en el picaporte. Tenía puesta una chaqueta corta; un maletín le colgaba del brazo. Dudé. Podría ser enfermera; pero no, el maletín me hizo pensar en las que roban la sangre. Una vampira.

—Hola –dijo. Miró los pies de Oscar y entró.

—¿Qué le van a hacer ahora? –pregunté; y también los miré. Sobresalían de las sábanas, estaban enroscados y apoyados en la almohada. No me acordaba de cómo eran antes, quizás estaban más sucios, y las uñas, que parecían de esponja, estaban mejor. ¿Cuándo pasó? ¿Cuál fue el instante justo en que sus pies se doblaron para adentro y se escondieron?, pensé y me acordé de los documentales en los que una cámara rápida muestra cómo nace un tallo de una semilla. El cuerpo de Oscar era como encontrarnos de golpe con el jardín en otoño.

—Sí, nena, ¿a quién van a destripar? Yo no me dejo tocar –dijo Rubén, el viejo de la cama de al lado.

—Soy Mariela.

Se sintió el perfume, dulce, invasivo, como el que me hacía bajar del colectivo a vomitar cuando iba al secundario.

Caminé hasta la ventana para robar aire, respiré con la boca y tapé los agujeros de mi nariz, aunque sabía, me lo estaba tragando. Las ganas de vomitar volvían. Oscar me miró. Sonrió, movió la cabeza y entendió.

—Viniste, muñeca –le dijo a Mariela.

—Hola, Oscarcito. Vine, ¿viste?

—Mirá –señaló con los ojos el final de su cuerpo.

—No te hagas problema. Algo vamos a hacer.

Mariela puso la mesa al pie de la cama. Apoyó el maletín y empezó a tironear de un cable, ahora ya no parecía ni enfermera ni de hemoterapia; ahora parecía una maga, y la valija era una galera y el cable nunca terminaba de salir.

—¿Te ayudo? –le pregunté.

—No hace falta. Bueno, enchufame éste ahí, y si podés, traeme agua.

—¿Agua? No tenemos. Hoy limpiaron con dos jarras que trajeron de abajo. ¿Te sirve mineral?

—Acá no hay agua, nena –dijo Rubén, mientras escupía en una palangana–. No hay agua, no podemos fumar y el viejo jodió toda la noche –sonrió, y los tubos que le salían de las costillas y terminaban en dos tarros empezaron a burbujear–.

—Callate, rengo hijo de puta –le dijo Oscar.

—Vos no me hacés callar. Ya vas a ver cuando venga mi hijo.

—Ah, ¿vos tenés hijos? Desde que vengo, nunca vi a nadie. Siempre solo. ¿Será por eso que Oscar rompe las bolas?

—¿Qué decís, nena? Oscar rompe las bolas porque es mañoso.

—Para eso me tiene a mí. En cambio, vos…

—No digas nada. –Oscar me miró con la complicidad de siempre.

—Mis hijos son una lacra. –Rubén pegó una carcajada y tosió. El tarro quedó mudo. Como si la lluvia hubiera parado de golpe. No burbujeaba.

Mariela agarró los pies de Oscar. Le puso unos pedazos de algodones húmedos entre los dedos y apretó el pedal del torno. Los restos de uñas empezaron a llenar la pieza. Los veíamos a trasluz, como si el sol que entraba por la ventana fuera un microscopio. La pieza también se llenó de un olor raro, salado a la nariz y viejo a los sentidos. No era olor a pata. Era olor a antigüedad. Oscar cerró los ojos y se durmió. Me tranquilicé. Descansé de moverle las piernas y de acomodarlas en la almohada. Rubén estaba excitado. Tenía los cachetes inflados y colorados. Los tarros ya no oscilaban.

—Nena, quiero que me hagas eso –le dijo a Mariela, y sacudió unos billetes.

Mariela lo miró sin levantar la cabeza:

—Después vemos.

—Ey, nena, mirá que a mí me tenés que cobrar más barato. –Se sacó las sábanas de un tirón. Mariela soltó el pedal del torno y lo miró. Yo lo miré. La enfermera que entró también lo miró. Rubén se agarró el muñón con las dos manos y lo levantó—: Ves, nena. Lo mío es rápido –dejó el pedazo de pierna de nuevo en la cama y puso la otra en la mesa, se arrancó la media y movió los dedos del pie–. Yo quiero –se acarició la planta con el revés de las manos y se metió los dedos entre los del pie que le quedaba.

—Me tenés que cobrar la mitad, ¿ves? –Tenía la pierna apoyada en la mesa, al lado de la palangana, de un paquete de galletitas y de una Fanta. Donde terminaba la mesa, quedaba el vacío, y el pie de Rubén que se movía en el aire–. La mitad, nena, ¿ves? La mitad.

—Vengo a hacer los controles –dijo la enfermera y entró.

—Hacelos después, nena. Ahora, al viejo y a mí nos están atendiendo. Yo no me dejo tocar hasta que la piba termine.

La pieza era una nube de uña y hongo. Mariela apretaba el pedal. Oscar dormía como un oso. Parecía estar en un sueño en donde el sol le daba en la cara, el viento lo acariciaba y el mar lo acunaba. Respirando olor apolillado, la enfermera se acercó a Rubén. Le desprendió la camisa, le palpó el cuello y siguió el recorrido de los tubos desde las costillas hasta la boca del tarro con agua. Rubén se dejaba hacer. La enfermera sacudió los tarros en el aire y los volvió a apoyar en el piso, uno de cada lado. Salió de la pieza sin decir nada.

—Nena, ¿me ves que estoy hinchado? –me preguntó.

—Y… un poco sí.

—Ya está, nena. Si me tengo que ir es porque me llegó la hora. Igual quiero que me hagas los pies. ¿Sabes, nena? –le dijo a Mariela, que le dio la espalda y me miró.

—¿Lo atiendo? –me preguntó por lo bajo. Me encogí de hombros.

—Ahora vemos, Rubén. Déjeme terminar acá.

—Dale, nena. Lo mío es rápido. ¿Mi plata no vale?

—No sé… –dijo Mariela, que no paraba de redondear las uñas de mi viejo.

En el pasillo se escuchaban voces. La enfermera entró con dos médicos. Mariela limaba los bordes y les pasaba un algodón húmedo. Donde encontraba alguna aspereza, volvía a fresar.

—¿Cómo está, Rubén? Soy el doctor López, de cirugía.

—Estoy bien, un poco hinchado nada más –seguía con la pierna arriba de la mesa y el pie en el aire.

—A ver, Rubén… Baje la pierna por favor.

—No puedo. Estoy esperando a la pedicura.

El médico lo miró, se rió, se acercó a Rubén, le acomodó la bigotera y le dijo:

—A ver, respire hondo. —Le apoyó el estetoscopio y lo hizo inhalar y soltar.

—Quizás tengamos que llevarlo de nuevo a quirófano, ¿sabe? –dijo el médico mientras salía de la pieza.

—Hasta que la piba no termine, no. –Rubén seguía hinchado; se ahogaba.

Mariela terminó con los pies de Oscar, llevó la valija hasta donde estaba Rubén y conectó los cables. Le agarró el pie y apretó el pedal.

—¿Rubén Rodríguez? –preguntó el camillero, mientras miraba al tipo con el pie apoyado en la mesa, la cara hinchada y una mujer de chaqueta que le masajeaba el tobillo.

—Soy yo –dijo Rubén con un brazo en la nuca, la camisa abierta y los cachetes rojos.

—Se tiene que hacer una placa.

—De acá no me voy. Rajá, pibe. Cuando termine la nena, me llevás.

El camillero nos miró y se fue. Rubén se volvió a acomodar. Se escuchó el torno. Oscar se despertó y me sonrió con felicidad. Mariela empezó a frezar y Rubén se durmió.