Ricutti era un aprendiz de actor, muy requerido para las partes cómicas donde cualquier insolvente que apenas podría decir una palabra fingía actuar. No se ofendía a nadie, ni se burlaban de él: era gracioso por presencia, como lo son algunos tótems italianos eternamente nacidos para extras. Me simpatizaba mucho. Su voz, repercutiendo en la propaganda de un chocolate, sonaba en la casona vacía que me habían dejado en custodia. Estaba frente a mí mismo dispuesto a saltar al otro lado del espejo. No sé si era suicidio, era más bien la necesidad de cambiar un algo de un todo. Cansancio juvenil, hartazgo, miedo al futuro. “No debo morir pero así es la vida”, me repetía por dentro. Era el hermoso Silvio Astier de Arlt dispuesto al balazo final. Tenía la pistola plateada de mi papá. 

La sangre, removida en serio, repercutía dentro de mí como un tambor con una sola bala dentro. Me asomé a la pieza como para despedirme de nadie y Ricutti aún estaba en la pantalla de la tele roja, con su fiera boca gaucha de Molina Campos, los ojos desorbitados porque un niño negro con alitas blancas le había birlado su chocolate. Y me hizo un guiño. “No te preocupes, no te lo tomes en serio, no seas gil, que tenés cuerda para rato y este mal trago que se llama vivir ya pasará”. Era a la vez mi padrino Varela quien me había enseñado a nadar, a cruzar el río por la zona pantanosa y recoger la línea sin temor a la oscuridad del río en la noche. Afuera circulaban los comandos lentamente y Mario Kempes salía en todas las portadas. Matador. Bien matador. Era heroico vivir, no les daría el gusto, por más que esa casa vieja que me había dado estuviera marcada y corría riesgo en ella. “Ma’ sí”, dije con un displicente gesto siciliano. Cerré la hoja del espejo, vacié el 22 para no tentarme y me cambié para salir al sol. Me tomé lo que quedaba del frasco de Tranxilium. Dos pastillas gordas, anaranjadas y verdes. “¡Qué mierda!” dije en voz alta. “No me van a ganar”. Si caía iba a delatar a gente que no conocía, apodos inventados o apellidos casuales que me sabía de memoria por las dudas. Ahora me avergüenzo porque quizás embocaban de casualidad a un inocente, pero no hay mentira más poderosa cuando se mezcla con caras desconocidas pero verdaderas.

El comisario estaba de espaldas a un ventanal mientras caía la tarde. Era la luz mortecina o mi terror pero me pareció verle como dos alas de cóndor gigantescas. Me interrogaba displicente, como no queriendo averiguar la verdad, ni entorpecer mi mentira. La rifa que me habían encontrado entre mis documentos pertenecía al PST pero no llevaba membrete ni filiación alguna. Les dije que era solventada por amigos –aquí derramé los nombres falsos– para comprar camisetas. “Las de Estudiantes campeón del mundo”, retruqué. Aún no sé por qué pero lo evoqué en ese momento como a un tipo de familia, un empleado, un padre zorro que solo anhelaba regresar a su cueva con su familia de animalitos, y que vería en mí a uno de los suyos, y lo único que quería hacer era terminar de hablar con este pibe capturado en las calles que fingía, pero no le interesaba mucho, por la ausencia de peligrosidad y por el hastío de su profesión de cazador que lo obligaba a estas cosas. “Bueno, váyase y tenga cuidado que a veces detrás de estas rifas anda el terrorismo”.

A la mañana me había querido matar y ahora ya entrada la noche una fuerte sensación de fortaleza me había invadido. ¿Es necesario entonces enfrentarse al mundo real de ser apresado y morir para resucitar de las depresiones y las idas y venidas y la seducción o el devaneo con el sepulcro? Llevaba una bala de plata en el bolsillo. La intenté vender en un anticuario y el tipo aduciendo que iba al fondo discó un número en el teléfono negro.

Tomé una pieza en el hotel. Una esquina. Un sucucho alfombrado, cueva de prostitutas, viajantes. Todos ellos morirían antes que yo y debería mantenerme vivo para poder recrearlos en mis cuentos futuros. Debería trabajar para poder comer y dormir. Mandar lavar la ropa a una tintorería barata. Yo era ahora un paria, no tenía amigos ni familia, solo algunas libretitas que justificaban que no me moriría por mano propia. Un crucifijo en un pasillo iluminaba de noche la hondura de aquel edificio. Abajo en la cocina comunitaria las putas se habían apropiado del lugar y chillaban y reían dueñas de todo el ambiente. Yo las oía con ganas de sentarme entre ellas, pero el temor de ser reconocido me retenía. Una de ellas me había señalado una tarde, y sonreído mientas descendía las escaleras como una reina pobre en un castillo de zares, mirándome desde abajo, moviendo sus deditos con un saludo. Muy parecida a una pariente. Me impresionó y preferí ignorarla. Pasaron los días lentos, otoñales. Una noche sentí un disparo pero me quedé en mi pieza. 

Por la mañana, la chica de la limpieza me contó que el cafishio del hotel había recelado de una de las chicas -la Francesa, mi atracción- y le había disparado arrancándole una oreja. Estando en la entrada anoticiándome, vi entonces subir las escaleras apresuradamente al comisario que me había interrogado. “¡Ese, ese es el jefe de todas las chicas de la ciudad!”, dijo la empleada con cara de susto y desapareció por el fondo con sus baldes. Afuera dos payasos venidos del futuro agitaban una bandera libertaria y un cristo con un tanque con flores arrollando a una manifestación de subversivos. Descendió el comisario, un pucho entre sus labios, la cara avinagrada. Bajé la vista.

Pude comprobar que él y Ricutti se parecían tanto que constituían una sola persona. En el kiosco Kempes se abrazaba al mundo.

Después la historia me borró, como lo hará con esta contratapa.

 

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