Los dos dígitos de inflación por primera vez en cuarenta años, la caída del salario real a su peor nivel en décadas y las huelgas de transporte son algunos de los síntomas de un descontento generalizado. El Sistema Nacional de Salud está al borde del colapso, la sequía por un verano de altas temperaturas dejó sin agua a amplias zonas del país, los precios energéticos van a duplicarse en octubre y la conflictividad laboral se ha disparado. Hasta los abogados criminalistas acaban de anunciar un paro.
Por momentos parece que no hay sector en Gran Bretaña que funcione del todo. El primer ministro Boris Johnson renunció en junio y su sustituto recién se anunciará el 5 de septiembre. El barco de este país del G7 está averiado, a la deriva y sin nadie a cargo.
Trágico declive
En los medios conservadores hace rato que encendieron la señal de alarma. “Prácticamente nada funciona en el Reino Unido”, dice el semanario conservador “The Economist”. “El país está crujiendo”, diagnostica otro pilar del establishment, el “Financial Times”. Uno de los diagnóstico más lapidarios pertenece a un columnista estrella del ultraconservador matutino “Daily Telegraph”. “Nuestro asombrosamente acelerado declive es trágico y, sin embargo, no sorprende. Estamos cerca del desenlace, del punto final, de un cuarto de siglo de fracaso político, intelectual y moral del cual la mayoría de nuestra clase política es cómplice”, escribe Allister Heath.
Los problemas van más allá de la pandemia o la guerra con Ucrania. “Hay una repentina conciencia de que la era de la covid-19, el Brexit, la Guerra en Ucrania y la emergencia climática están exponiendo fallas fundamentales que han estado supurando por décadas”, dice en el “The Guardian”, el columnista John Harris.
¿Quién invierte?
El mantra del gobierno conservador que asumió en 2010 tras el estallido financiero global fue que el problema residía en el déficit fiscal y la solución era bajar el gasto y estimular la inversión privada recortando los impuestos de ricos y corporaciones.
En los 80 Margaret Thatcher convirtió esta fórmula en dogma. Los conservadores del siglo 21 no cambiaron de discurso: los resultados fueron los mismos que con la “dama de hierro”.
A pesar de tener una de las tasas impositivas más bajas, el Reino Unido está en el fondo de la tabla de la inversión privada y pública de los países del G7. “Esta falta de inversión viene de décadas. Una obsesión con la eficiencia del gasto ha hecho que en vez de mantener y mejorar la infraestructura se la haya dejado colapsar. En el Reino Unido se trabaja mucho más que en Alemania y Francia pero estamos muy por detrás en términos de productividad porque invertimos muchos menos en rubros clave incluidos tecnología, capacitación e investigación”, señala el editor económico del “The Guardian” Larry Elliot.
Dos ejemplos
La sequía en este bochornoso verano dejó a la vista que las corporaciones que manejan el suministro de agua, privatizado en los 80, no han construido ningún nuevo reservorio a pesar de que hubo un aumento poblacional de diez millones de personas en las últimas décadas. El mismo descuido se ve en el mantenimiento de un sistema que, en gran parte, viene de la época victoriana. El resultado es que unas treinta millones de personas enfrentan hoy un uso restringido del agua y que en buena parte de la costa del sur inglés, de Cornualles a Devon, está prohibido meterse en el mar por la contaminación de las aguas.
Al igual que el resto del sector corporativo, los impuestos a las compañías responsables han bajado del 26 por ciento en 2010 al 19. Pero más que estimular la inversión, las ganancias se usaron para pagar dividendos a los accionistas: el equivalente a más de setenta mil millones de dólares (57 mil millones de libras) en los últimos treinta años. Los ejecutivos de las empresas del sector tampoco se han perdido la fiesta. En los dos últimos años, plena pandemia, se adjudicaron bonos por más de 35 millones de dólares. En comparación Scottish Water, que permaneció en manos del estado, invirtió cerca de un 35 por ciento en infraestructura por hogar en el mismo período.
El sector energético, que registró ganancias extraordinarias con la guerra, está aumentando los precios de lo lindo. Este viernes se confirmó un aumento del ochenta por ciento en las tarifas, que regirá desde el 1 de octubre, vísperas del duro invierno inglés. Accionistas y ejecutivos, felices: el público no tanto. Hasta en zonas tradicionalmente conservadoras como Surrey, en el sur del país, los votantes están desilusionados con el sistema privatizado y dispuestos a cambiar de partido. “He votado casi siempre a los conservadores, pero no voy a volver a hacerlo. Las ganancias que están sacando las compañías de agua y de energía son un escándalo. Tendrían que ir a la cárcel en vez de ganar bonos millonarios”, comenta una jubilada, Mary Barnby.
Un país emparchado
A nivel del sector público, el congelamiento y reducción de la inversión desde 2010 hizo que el Sistema Nacional de Salud (NHS) tenga hoy uno de los más bajos números de camas hospitalarias por persona de un país desarrollado, algo que se notó durante la pandemia. El virtual congelamiento de salarios desde 2010 llevó a un éxodo de enfermeras y médicos, éxodo compensado solo parcialmente con la contratación de profesionales de países en desarrollo. El staff del NHS se parece cada vez más a la ONU por su mezcla de nacionalidades, pero aun así, uno de cada diez puestos de enfermería siguen vacantes.
Mientras que en Alemania, España o Estonia los estados invierten en el sector ferroviario para sacarlo de la crisis que tuvo a raíz de la pandemia, el gobierno británico anunció cortes equivalentes a más de 2500 millones de dólares. Desde el 21 de junio hubo ocho huegas que han semiparalizado la red ferroviaria.
El secretario general de RMT, el sindicato ferroviario, Mick Lynch, advirtió que el descontento actual puede terminar en una huelga general de facto (la última fue en 1927). “Es algo que decidirá la central de trabajadores. Pero lo que vamos a ver en educación, salud, transporte y el sector privado es acción sincronizada de huelga”. En los últimos dos meses hubo señales claras de este descontento laboral: cancelación de miles de vuelos en plena temporada veraniega, medidas de fuerza en el puerto de Felixstowe por el que pasa el 48 por ciento del comercio de contenedores, huelgas en petroleras, fábricas y hasta en Amazon.
En agosto el índice inflacionario de los doce meses previos superó el diez por ciento. Con la práctica duplicación de las tarifas energéticas a partir de octubre, el Banco de Inglaterra anticipa un trece por ciento para los próximos meses. El cálculo es que unas quince millones de personas ingresarán en lo que se llama “pobreza energética” (destinan el diez por ciento de sus ingresos a pagar el gas y la electricidad). En los bancos de alimentos para los sectores más postergados muchos no compran papa por el gasto en que incurrirán al cocinarla: en el invierno británico el dilema será para muchos encender la estufa o comer.
Más de lo mismo
A esta crisis, se añade una virtual acefalía desde que Boris Johnson renunció en junio y quedó en funciones sin privarse por ello de contraer matrimonio y tomarse vacaciones en un gobierno sin cabeza. En más de la mitad de los ministerios no se toman decisiones hasta que haya un sustituto: en la prensa lo bautizan el “Zombie government”
El problema es que los dos candidatos para sustituirlo ofrecen más de lo mismo. La favorita, la canciller Liz Truss, promete una reducción impositiva de 27 mil millones de libras que favorecerá a empresas y multimillonarios para estimular la inversión en un país que todavía está lidiando con el agujero fiscal que le dejaron la pandemia y el Brexit. Su rival, el ex ministro de finanzas Rishi Sunak, es un poco más prudente y dice que ese es un objetivo a alcanzar más adelante. Pero privado de ese mantra impositivo, su programa contiene poco y nada.
Una encuesta el pasado fin de semana le daba una ventaja a los laboristas de ocho puntos sobre los conservadores y ponía por delante a su apocado líder Keir Starmer como mejor primer ministro que Johnson, Truss o Sunak.
¿Qué se viene?
El consenso es que el nuevo primer ministro gozará de una escasísima legitimidad: lo elegirán unos 200 mil miembros del Partido Conservador, en su mayoría mayores de 60 o 70 años que viven en zonas rurales. El resto del Reino, que enfrenta fuertes tensiones separatistas, sociales y generacionales, hará de invitado de piedra, una situación insostenible en medio de una crisis. A pesar de todo esto, a pesar de que Truss y Sunak están contaminados por su participación en el gabinete de Johnson, es posible que tengan la breve luna de miel que espera a los nuevos gobiernos. En algunos medios se especula que quien gane intentará aprovechar ese resurgimiento de expectativas para improvisar un paquete de ayuda masivo para el costo de la vida y convocar a elecciones anticipadas.
Es difícil que con tan escasa legitimidad y tantos agujeros económico-sociales el gobierno llegue a diciembre de 2024, más en un país que tiene una larga tradición de elecciones anticipadas. Pero más allá de los vaivenes políticos y electorales, los problemas de fondo no se irán con una nueva cara, sea del partido que sea.