Del infinito y más ya. Así fue el show que presentó Rosalía en su vuelta a Buenos Aires. Mientras los artistas de música urbana se empeñan en convertir la experiencia sonora en una situación más analógica y recargada, al no sólo sumar bailarines en escena sino también adaptar los beats creados en el estudio o la computadora a un formato grupal, la cantante española apuesta por el minimalismo. Pero ella no es reggaetonera ni hace trap: es la nueva gran bestia pop, por más que el disco que vino a presentar, Motomami, tome prestado todo lo que puede ofrecer esa cosmogonía musical. Si Madonna se cansó de buscar heredera, seguramente estos 100 minutos de espectáculo le puedan devolver la fe. Y es que la propuesta que vieron las 15 mil personas que abarrotaron en la noche del jueves el Movistar Arena (repite el viernes) se encuentra más cerca de lo performático que de lo estrictamente musical.
La última vez que se vio algo parecido en la capital argentina fue cuando David Byrne presentó en el Gran Rex, en 2018, su espectáculo American Utopia. En esa ocasión, el frontman escocés le dio una vuelta de tuerca al típico show en vivo, aunque no era ninguna sorpresa su gran capacidad para reinventarse y desconcertar. Sin embargo, en aquella oportunidad los músicos en escena hacían las veces de instrumentistas y también de actores. En el show de Rosalía, en cambio, no había una cosa ni la otra. A tal punto que el único músico que apareció lo hizo ya casi sobre el final, pese a que estuvo tras las sombras a lo largo del evento. Se trata del tecladista español Lorenç Barceló, quien se sentó al piano en la canción “Sakura”, lo que sirvió asimismo para presentarlo ante el público. Pero hubo más instrumentos. La propia Rosalía se encargó de ejecutar el piano en “Hentai” y la guitarra eléctrica en “Dolerme”.
Si el planteo del otrora Talking Heads se basó en la construcción narrativa, la catalana fluyó con el relato. Uno además muy contemporáneo, donde lo físico dialogaba con lo visual. Algo similar a lo que propone su colega y ex pareja C. Tangana (actuará en la misma sala en noviembre), quien postuló para su actual gira que lo más importante no sucede en el escenario sino en las pantallas. Aparte de ella y sus ocho bailarines, el otro protagonista de la performance fue un steadycam que se movía naturalmente haciendo seguimiento de lo que pasaba. Y cuando no estaba él, Rosalía cargaba con una cámara y su cuerpo de baile con otra, lo que generó una sensación de road movie. La película arrancó a las 21:30, luego de que su cuerpo de baile y la cantante, al runrún de los motores, salieran a escena, de entre la penumbra, con cascos lumínicos para recrear la tipografía de su último álbum.
Si al entrar en escena se apoyaron en “Matsuri-Shake” (punk a la japonesa del grupo Ni Hao!) como banda de sonido, una vez que arrancaron lo hicieron con una canción del tercer disco de Rosalía cuyo título parece nipón. Pero “Saoko” de asiático no tiene nada, sólo esa "k" adaptada. En realidad es un homenaje al reggaetón clásico, inspirado en “Saoco” (un tema de Wisin, de 2006). Y esa palabra (de origen africano, que significa “sabor”) la usó la artista a manera de grito de guerra o más bien de fiesta: “¡Saoco, papi, saoco!”. Apenas termina el primero de muchos “jangueos”, la cantante saludó: “Buenos Aires”, y, respetando el orden del inicio del disco Motomami, avanzó con ese trap latino con dejo a flamenco titulado “Candy”. Incluso en vivo sostuvo los espacios silenciosos. No así sus fans, quienes, tras la pregunta de “¿Cómo estamos?, bramaron de modo ensordecedor.
Si el álbum El mal querer revitalizó el flamenco y lo acercó a públicos más jóvenes, Motomami toma un género parido en las villas miserias de la capital puertorriqueña para hacerlo parte de la vanguardia e inyectarlo en el ADN de la cultura pop. Y con el visto bueno de hacedores y legitimadores del tamaño de Pharrell Williams y The Weeknd, por lo que inició una alienación que no tiene vuelta atrás. Pero Rosalía no vende humo con esto sino que demuestra todas las posibilidades del reggaetón. Tanto las que ella consiguió como los otros estilos a los que dio vida en el Caribe, entre los que destaca el dembow dominicano, patentado en “Bizcochito” (incluyó en el show otro en esa misma sintonía, “Linda”). Su genio y precisión es tal que, al tiempo que hurgó el legado del colectivo The Noise, se topó con la neo bachata (la del grupo Aventura) y la usa en “La fama”. Y el público argentino lo celebró con un “Olé, olé”.
Aunque posee tres discos, Rosalía osciló entre los dos últimos. Del segundo invocó “De aquí no sales” y ese flamenco futurista lo mecha con algo de su consecha más reciente: “Bulería”. Más allá del tablao, si algo aúna a ambos temas es que giran en torno a las inagotables posibilidades de su voz. Y más tarde lo recordó con un pasaje de “Alfonsina y el mar” (a capella), “Diablo” y hasta con el reggaetón “La noche de anoche”. Antes, a propósito de la Argentina, recordó su debut local (en Lollapalooza), en 2019, donde inicio la gira de El mal querer, y se emocionó de tal manera que terminó contagiando a todos en el estadio. No fue la única vez que no pudo contener las lágrimas. Pero tiene la cualidad de recuperarse rápido, ya que la performance recae prácticamente sobre ella. Entonces invocó el post dubstep “G3N15”, donde mostró su veta electrónica (la única en la treintena de canciones).
Pero la artista de 29 años entiende al minimalismo como un canal de comunicación y no como una estructura inamovible. Todo lo que hizo giró en torno a lo justo y necesario, desde dialogar con el público hasta cantar con él debajo del escenario, pasando por bailar “Despechá” junto a fans o ataviarse el pañuelo verde de la lucha por el aborto legal. Lo mismo sucedió con sus bailarines. A pesar de que compartieron espacio, se encontraron de a ratos. Como en el tema “Motomami”, donde entrelazaron sus cuerpos hasta concebir una motocicleta humana, al igual que en “De plata”, flamenco salvaje en el que le colgaron a a Rosalía una inmensa capa. De tanto en tanto, ella apeló a la cultura del sample para rescatar a Daddy Yankee, La Factoría o al salsero Justo Betancourt. Tras hacer “Con altura”, regresó a escena en monopatín para cantar “Chiken Teriyaki”. Y así se fue con “Cuuuuuuuuute”, dejando atrás una fabulosa noche cargada de simbolismos.