Por una ley de 1994 (Holocaust Education Bill), en las escuelas públicas de Florida hay una materia llamada “Holocausto”, por la cual se estudian las atrocidades racistas ocurridas en Europa contra el pueblo judío. En 2020, el gobernador Ron DeSantis promulgó otra ley que exige que todas las escuelas primarias y secundarias certifiquen que están enseñando a las nuevas generaciones sobre el Holocausto. Por entonces, los senadores de la comunidad afro lograron que también se incluya en los programas la mención a la Masacre de Ocoee, donde 30 personas negras fueron asesinadas en 1920, lo que, para entender el racismo y las injusticias sociales, viene a ser como explicar el cuerpo humano estudiando sus uñas.
Por ley, también, desde el año 2022, en esas mismas escuelas secundarias de Florida, está prohibido discutir la historia racista de Estados Unidos. La razón radica, según el gobernador Ron DeSantis, en que “no se debe instruir a nadie para que se sienta como si no fuera igual o avergonzado por su raza. En Florida, no permitiremos que la agenda de la extrema izquierda se apodere de nuestras escuelas y lugares de trabajo. No hay lugar para el adoctrinamiento o la discriminación en Florida”.
Si de eso no se habla, eso no existe. De este lado del Atlántico, el racismo no existe y nunca existió.
Los mismos esclavistas que definían como “propiedad privada” a millones de esclavos (la base de la prosperidad del país) en base a su color de piel, llamaron a ese sistema “bendición de la esclavitud”, la que querían “expandir por todo el mundo” para “luchar por la libertad”, al tiempo que a su sistema de gobierno llamaban “democracia” (Brown, 1858).
Los mismos que robaron y exterminaron a pueblos nativos mucho más democráticos y civilizados que la nueva nación de la fiebre del oro antes de la fiebre del oro, lo llamaron “defensa propia” ante “ataques no provocados” de los salvajes (Jackson, 1833; Wayne, 1972).
Los mismos que inventaron la independencia de Texas para reinstaurar la esclavitud y luego la guerra contra México para apropiarse de la mitad de su territorio, los mismos que mataron y violaron a mujeres frente a hijos y esposos, lo hicieron por el designio divino del “destino manifiesto” de Dios (Scott , 1846).
Los mismos que practicaban el deporte de matar negros en Filipinas lo hicieron para cumplir con “la pesada carga del hombre blanco” de civilizar el mundo (Kipling, 1899).
Los mismos que invadieron, corrompieron y plagaron América latina de repúblicas bananeras, destruyeron democracias y plantaron decenas y decenas de dictaduras sangrientas, lo hicieron para luchar por la libertad y la democracia (Beveridge, 1900; Washington Post, 1920; CIA, XXX).
Los mismos que regaron Asia con bombas atómicas, millones de bombas más benéficas sin un año de tregua, agentes químicos sobre millones de seres humanos y dejaron millares de muertos por donde pasaron, llamaron a ese ejercicio extremo de racismo “heroica victoria”, aun cuando fueron humillantes derrotas (Johnson, 1964; Bush, 2003).
Pero de eso no se puede hablar porque puede ofender a alguien de piel blanca que se sienta identificado con todos esos campeones de la libertad, la democracia y la justicia divina.
Como decía una canción de guerra para reclutar voluntarios para la guerra inventada contra México:
La justicia es el lema de nuestro país
el que siempre está en lo cierto (Pratt, 1847).
No por casualidad, cada vez que esos grupos de fanáticos sintieron que sus privilegios estaban amenazados por la nunca aceptada igualdad, inventaron teorías de auto victimización, como la teoría del “exterminio blanco”, articulada en el siglo XIX para justificar el colonialismo y la opresión de pueblos no caucásicos (Pearson, 1893) y ahora ha renacido como una novedad como la “Teoría del reemplazo” que criminaliza a los inmigrantes de países no europeos como “peligrosos invasores” (Camus, 2010).
No por casualidad, Adolf Hitler se inspiró en el por entonces institucionalizado racismo de la extrema derecha estadounidense que adoctrinó a millones de personas a sentirse superior por su color de piel y a otros millones a aceptar su inferioridad por la misma razón (Grant, 1916).
No por casualidad, Hitler condecoró a los grandes hombres de negocios de Estados Unidos y prohibió que en la educación pública se enseñe “cosas de izquierdistas”. Antes de perseguir y matar judíos, en 1933 cerró la célebre escuela Bauhaus por estar lleno de “antialemanes” y ser un “refugio de izquierdistas” que querían cuestionar y cambiar la historia.
En Florida y en todo el país, los sistemas de educación deberían empezar por una materia llamada “Hipocresía patriótica” para desarrollar en algo la capacidad intelectual de enfrentar la realidad histórica sin edulcorantes y sin las fantasías de Hollywood, de Disney World y del Ku Klux Klan.
No somos responsable de los crímenes de nuestros antepasados, pero somos responsables de adoptarlos como propios al negarlos o justificarlos. Somos responsables de los crímenes y de las injusticias que se cometen hoy gracias al negacionismo de la realidad que, no sin fanatismo, llamamos patriotismo. Un negacionismo criminal y racista, ya que, otra vez, niega justicia y el básico derecho a la verdad de las víctimas para no incomodar la sensibilidad de los demás, el grupo dominante desde hace más de dos siglos, el que insiste en la estrategia de la autocomplacencia y la autovictimización como forma de calmar sus frustraciones y su odio fundacional. Peor aun cuando ese derecho a la verdad se ha cercenado por leyes y una cultura llena de tabúes, todo en nombre de una democracia que les estorba y usan, como a los demagogos de la antigua Atenas la usaron para demonizar y luego ejecutar a Sócrates por andar cuestionando demasiado. Todo de forma legal, está de más decir, hasta que las leyes son escritas por otros.
¿Qué mayor adoctrinación que el negacionismo o la prohibición de revisar la historia? ¿Qué más adoctrinación que imponer el silencio cómplice o una “historia patriótica” en las escuelas, recargada de mitos creados post factum y sin sustento documental?