Melisa había sido el enlace con los Rodríguez Roca, a los que fascinó con nuestro enfoque arquitectónico futurista, con los laberintos borgianos y las escaleras al infinito de Escher que transformarían el palacete que habían heredado de dos plantas y una terraza en Avenida Libertador. Eran tres hermanos y aunque tenían otras propiedades, habían decidido ocupar las habitaciones que no serían tocadas hasta el final porque querían “experimentar” la obra, vivirla ladrillo a ladrillo. Estaban fascinados con el diseño, asombrados de que todos los arquitectos participáramos en cada tramo de la obra, desde la albañilería hasta la pintura. Les decíamos que era para asegurar la perfección final, para que cada centímetro tuviera nuestra firma; de nuestro proyecto de romper los límites entre el trabajo manual y el intelectual, ni una palabra.
Todos estábamos medio enamorados de Melisa, los Rodríguez Roca y nosotros, ellos de manera más hedonista, nosotros más revolucionarios y puritanos, un poco heridos cuando la veíamos salir por la mañana de esas fiestas que armaban los hermanos en la sala del piso de arriba, la única que había quedado libre para que ellos tuvieran espacio para expresarse. No sabíamos si estaba con algunos de ellos, se movía entre distintos ambientes con esa aristocrática clase que tenían algunos ejemplares de la época, nobles ciudadanos del mundo que, ostentando su origen, militaban la revolución y la marcha de la historia, así fue que se había convertido en el alma mater de nuestro estudio concebido para financiar una revolución urbana en asentamientos y villas.
Habrá sido a mediados del verano, cuando ya estábamos bastante avanzados con la terraza y sus conexiones con las otras plantas que ella nos convenció de que participáramos de la fiesta que iban a hacer los hermanos. Según Melisa, entre los invitados VIP habría elementos de la pesada del ejército y la marina adictos al roce social y la joda, oportunidad ideal para hacer inteligencia, nadie sabía qué podía salir de todo eso. Nosotros ya habíamos mencionado la posibilidad de un reportaje gráfico sobre lo que sería una de las obras más Avant Garde del mundo, que se publicaría en bienales y revistas especializadas de Estados Unidos y Europa, así que no hubo problemas para que los Rodríguez Roca nos dieran rienda libre para sacar fotos y filmar.
El día empezó como solía en aquellos años, con quince cadáveres maniatados y con la cara destrozada en un basural. Muchos muertos después, en la fiesta, la marea humana, las drogas y el alcohol escondían con una juerga impermeable ese trasfondo siniestro. Aprovechando el caos, la algarabía y los cambios de ritmo que imponía el disc Jockey, Melisa me llevó a un recoveco que solo nosotros conocíamos con la excusa de una información urgente que se convirtió en un beso y en la necesidad de que yo esnifara cocaína, era la única manera de hacer inteligencia, ser un animal camaleónico, la réplica perfecta de la presa que quería atrapar. Todo se mezclaba. La conspiración, la cocaína y los besos nos llevaron mucho más lejos con una rapidez y ansiedad sorprendentes y sin regreso.
Recién después, cuando volvimos al último piso, Melisa me señaló los tipos que podían ser de los servicios. A medianoche calculamos que en total había unos diez armados y pensamos si no teníamos la lupa al revés y eran ellos los que estaban ahí para cazarnos a nosotros. Melisa me aseguró que eran amigos de los Rodríguez Roca, siempre andaban calzados, se creían más sexy así, con más posibilidades de enganchar minas. Si fueron ellos los responsables de los disparos, nunca lo pudimos precisar. Fue a eso de las tres de la mañana y entre el terror, el enmudecimiento de la música y el repliegue generalizado, se colaron rumores de un muerto, de una operación guerrillera, de un secuestro. En minutos sonaban al pie del edificio las dramáticas sirenas de los patrulleros.
Colocados como estaban con tanta blanca y alcohol, los Rodríguez Roca se pusieron a hablar de un judas, de un intento deliberado de impedir que el proyecto se conociera en Estados Unidos, en Europa, en todo el mundo. Nosotros estábamos en una situación muy peculiar porque éramos a la vez los extranjeros y las estrellas de la fiesta: alguien señaló nuestras cámaras, prueba incontrovertible de la traición. Los Rodríguez Roca tuvieron que intervenir para evitar que la turba rompiera todo o nos linchara. Como dueño de casa, el mayor fue a parlamentar con la policía mientras nosotros, discretamente, sacábamos de circulación la mayor parte del material por una vía que teníamos estudiada, la cadena de terrazas vecinas que llevaban hasta el departamento de la esquina.
Un mensaje de Roca senior que llegó por el portero eléctrico aquietó momentáneamente las aguas: un vecino se había quejado del ruido. Era raro. El sonido de la música no podía explicar un despliegue policial tan desmesurado y no decía nada de los disparos en la terraza. El truculento crujido del ascensor hizo temblar el departamento con un sonido premonitorio. De la mano de un Rodríguez Roca senior aceleradísimo, entró un grupo de policías. Los gritos y las pistolas desenfundadas de un par de canas de civil pusieron de la nuca a los del ejército y la marina. Varios se parapetaron detrás de sillones enseñando chumbos, credenciales y alaridos. El tiroteo pareció inminente: en el medio había una multitud paralizada por el miedo. Melisa nos hizo una seña para que rajáramos mientras enarbolaba el megáfono que había usado para animar el baile y que ahora le servía para evitar el apocalipsis. Todavía escuchábamos su voz televisiva, sensual, irresistible cuando empezamos a dar de a uno el salto de una terraza a la siguiente, atravesando la pequeña grieta negra y abismal entre los edificios. La disciplina y la concentración nos salvaron: ninguno cayó al vacío. Teníamos la llave de la terraza de la esquina que nos permitió bajar al garage. Más ocupada por el despliegue aparatoso que por la eficiencia operativa, la cana no había acordonado esa salida. Nos hicimos un coche al tiempo que oíamos disparos.
Melisa nos contó al otro día. La cana había venido a buscarnos, hacía rato que nos venían siguiendo los pasos y esa noche les habían informado que planeábamos el secuestro de varios garcas. El caos del momento y sus reflejos nos habían salvado, pero no podíamos perder más tiempo. El primer paso fue la clandestinidad. Los arquitectos de la revolución desaparecieron del mapa, no volvieron a pisar asentamientos y villas. El segundo, unos meses después, el exilio. Terminé en Río de Janeiro, Melisa apareció al año siguiente, nos casamos, nos divorciamos unos años más tarde. Gracias a ella pude montar un estudio y hasta intenté hacer un edificio que quiso parecerse al de los Rodríguez Roca, pero no hubo caso, no hubo manera de reproducirlo, la magia, la locura de la época habían desaparecido para siempre.