Atemorizado por la reacción popular generada por el encarcelamiento del coronel Juan Perón en la isla Martín García dispuesta por el presidente Edelmiro J. Farrell el 12 de octubre, el régimen militar surgido de la Revolución de 1943 dio la orden de “levantar los puentes”. Pretendía de ese modo impedir la anunciada marcha del enorme conglomerado popular -asentado del otro lado del Riachuelo, en los distritos industriales de Avellaneda, Lanús, Valentín Alsina, Quilmes, Berisso, Ensenada entre otros- hacia la Plaza de Mayo, donde se unirían a los contingentes provenientes del Sur de la propia ciudad de Buenos Aires, las barriadas de Barracas, Parque Patricios y la Boca. El resultado es de sobra conocido: el 17 de octubre las masas plebeyas se hicieron presentes en el corazón mismo de la vida política argentina y ese solo hecho, unido al temor de que se produjeran nuevas y más arrolladoras movilizaciones, decretó el fin del régimen militar y forzó la convocatoria a las elecciones presidenciales de febrero de 1946, que proyectarían a la Presidencia de la República a Juan Perón.
El gesto del sábado pasado del jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires al establecer un vallado que rodea los accesos a la residencia de Cristina Fernández en plena Recoleta guarda un sugestivo parecido con aquella decisión, políticamente estúpida como la actual de Rodríguez Larreta, de “levantar los puentes” y que a la postre tuvo un efecto exactamente contrario al buscado. El atropello al Estado de Derecho perpetrado por la “Justicia” Federal en la causa Vialidad en contra de Cristina Fernández de Kirchner y algunos de sus colaboradores, en donde lo que brilló por su ausencia fueron los hechos, las evidencias y las pruebas concretas, procuró ser disimulado montando un festival de logomaquia en donde lo importante eran la vacía verborragia y la espectacularidad de los gestos del fiscal Diego Luciani, fielmente reproducidos por los ocupantes de la cloaca mediática que simulan ser periodistas y que hicieron de la palabra “contundente” el latiguillo con que trataron de embrutecer y envenenar a la opinión pública día y noche, durante toda una semana.
Si a eso se le suma la pena solicitada por el hasta ayer oscuro abogadillo -12 años de prisión para Cristina y la inhabilitación de por vida para ejercer cualquier cargo público- se comprenderá que la decisión de Rodríguez Larreta equivale a pretender apagar un incendio arrojando gasolina a las llamas. Un incendio atizado por los vientos de la frustración popular ante la incapacidad del Gobierno para poner fin al gran negocio de la inflación que empobrece a casi todo el país al paso que acrecienta las fortunas de los más ricos.
Súmesele a lo anterior la recomendación de consumar un “golpe blando” -como brota de las insolentes sugerencias del embajador estadounidense: “armen una coalición con el 70 por ciento y dejen a Cristina sola con el 30 por ciento, y háganlo ya, no esperen al 2023”- que arrase con los vestigios de la legislación social argentina (contrarreformas laboral y previsional, avanzar en las privatizaciones pendientes y consolidar las existentes, reducir el gasto social y completar la tarea que el menemismo dejó inconclusa), y la receta para despertar al león dormido, como bien dice Luis Bruschtein en su columna del sábado pasado en Página/12, está servida en bandeja.
De golpe, masas desmovilizadas, sumergidas en el desencanto y agobiadas por las penurias económicas se rebelaron espontáneamente demostrando una vez más -como en el clásico 17 de octubre, como en las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001- que la blandura y tibieza de gran parte de la dirigencia (no de toda, por supuesto) tiene sus límites y que, más pronto que tarde, está condenada a ser compensada por la potencia plebeya una vez que ésta es espoleada por la soberbia y la violencia institucionalizada de sus enemigos de clase.
El gran desafío ahora será cómo hacer para que este nuevo estado de ánimo perdure lo suficiente como para desbaratar las maniobras de la “dictadura mediático-judicial”, que no cesará en sus intentos, y para instalar un clima de opinión más propicio para el campo popular de cara a las cruciales elecciones del 2023. Estábamos mal, pero la historia nos regaló un giro inesperado que alienta las esperanzas y fortalece el alicaído ánimo combativo. Como el que se produjo después de la derrota en las legislativas del 2009 con la celebración del Bicentenario, que reinstaló la política de las calles (la única que puede cambiar al mundo, dicho sea al pasar) en el centro de la vida pública nacional. Habrá que saber aprovechar este momento tan especial.