Es difícil imaginar a un nene de cuatro años presenciando un acontecimiento que cree importante por la mano sudorosa de su padre, que aferra la suya y lo arrastra presuroso por las peatonales colmadas de hombres trajeados con sombreros de ala que echaban sombra en los crispados y eufóricos rostros hasta desembocar en el amplio cine que proyectaba la caída del Presidente Perón, con festejos y quemas y discursos militares coronados por el aplauso de la multitud concurrente festejando la caída del "dictador".

El tiempo reelabora las vivencias, las procesa y mezcla, las filtra.

La emoción del nene no tiene mucho que ver con lo vivido, quizá deformado por acontecimientos posteriores, por la propia relación con su padre y con el propio General.

Y algo de lo que queda de ese filtrado es la noción de festejo.

Personas mayores con serios sombreros y oscuras ropas festejando cual chicos la caída del "hombre malo".

Estas imágenes, a la sazón las más precoces de que tenga memoria, quedaron suspendidas en el tiempo, congeladas, como la imagen de las banderas quemadas y el General en retirada en la enorme pantalla, enorme para mis cuatro años boquiabiertos.

Jamás hablé del tema con mi padre...que era de pocas palabras. Su virtud fue quizá no influir en mis pensamientos, salvo por acciones como la concurrencia al cine a ver "la caída'" o arrancar de los cuadernos las imágenes o consignas del General y su esposa.

Nunca sumó palabras a estos actos.

De manera que dejaba que los efectos que producían hicieran lo suyo.

En mi caso, estos actos de mi padre -poco entendibles para mi corta existencia- desnudaban una violencia en él gatillada sobre todo por el General y la dama. Pero nunca una explicación, nunca.

Es aventurado extrapolar una experiencia mínima y personal a otras dimensiones sociales. Pero no deja de ser llamativo la reproducción interminable de estas escenas

triangulares: el General, mi padre y yo.

Los años, la madurez y la terapia morigeran y aplacan las pasiones hacia nuestros progenitores. Pero como ni el General ni la dama son motivo de análisis personales, no entran en las terapias, no ingresan al diván; los amores y odios siguen sueltos, desbocados, irreprimibles y sin censuras.

 

A nadie medianamente cuerdo se le ocurre insultar y agredir a sus maduros padres al menos para afuera. Sin embargo, hasta los inconfesables deseos de muerte dejan de reprimirse tratándose de estos protopadres. Vale todo, incluso mostrar ese odio indisimulable a un niño de cuatro años que tan solo piensa en jugar e ir al cine a ver... dibujitos.