Mijaíl Gorbachov ha iniciado la octava década de su vida en plena forma. Su agenda está repleta de viajes, conferencias, planes para vertebrar el movimiento socialdemócrata en Rusia y valiosas oportunidades de transmitir su opinión sobre la política global, ya sea al presidente ruso, Vladimir Putin, que le ha vuelto a abrir las puertas del Kremlin, o al viejo George Bush, con quien mantiene una amistad personal. A sus 70 años, el hombre que fuera primer y último presidente de la Unión Soviética irradia vitalidad y armonía con el mundo y consigo mismo. Más que un septuagenario, parece un recién nacido.
Las múltiples fiestas de aniversario en honor de este ruso del sur, que nació el 2 de marzo de 1931 en Privolnoe, un pueblo de la región agrícola de Stávropol, han propiciado nuevas reflexiones sobre la “perestroika”, el proceso de democratización, apertura y transparencia informativa que Gorbachov impulsó en 1985, tras llegar al poder en un país aletargado que él sacudió hasta los cimientos, antes de transferir responsabilidades a Boris Yeltsin en diciembre de 1991. Recordar que en 1976 Gorbachov era primer secretario de la organización del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en la región de Stávropol, en el norte del Cáucaso, cargo que ocupaba desde 1970, y miembro del Comité Central del PCUS. Por aquellos años, luchaba por introducir sus propios métodos de producción agraria, concretamente el barbecho, lo que levantaba posiciones contrapuestas en el lobby agrario. Su carrera estatal comenzó en 1978, cuando se trasladó a Moscú.
En los años noventa, el término “perestroika” sonaba anticuado y se asociaba con un romanticismo sin arraigo en las realidades rusas. Yeltsin hizo política con sus propias magnitudes y su tema dominante fue el reparto brutal de la propiedad del Estado entre los privilegiados cercanos al Kremlin, y no la cristalización de una sociedad civil y de instituciones capaces de representar y proteger al ciudadano. Una parte de la intelectualidad y las clases medias que apoyaban a Gorbachov se diluyó entre los perdedores de la nueva Rusia o se vio obligada a concentrarse en la mera supervivencia.
Putin no tiene hoy un proyecto de desarrollo de la democracia al servicio del ciudadano y eso da un nuevo valor a la “perestroika”. Revalorizarla significa recordar las metas que parecen haber desaparecido del orden del día del Kremlin: una sociedad democrática, avanzada y basada en el Estado de derecho, donde el pueblo deje de ser un instrumento de manipulaciones seudopatrióticas y electorales y se convierta en una sociedad de ciudadanos capaces de exigir responsabilidad a los poderosos. Gorbachov representa este anhelo y por eso sus opiniones suenan hoy más frescas y actuales que nunca.
La revalorización de la “perestroika”, y con ella de la figura de Mijaíl Gorbachov, va más allá del contraste entre el primitivismo que emana el Kremlin, por una parte, y un discurso sobre la sociedad civil, por la otra. Gorbachov ha ganado en profundidad y en sutileza y muchos piensan que debería asumir la misión pública de velar por el mantenimiento de la sociedad civil y los valores básicos de la democracia en Rusia. En la práctica, Gorbachov ya ha venido ejerciendo esta función. Como presidente del consejo público de la cadena de televisión independiente NTV, el ex líder soviético ha salido en defensa de la libertad informativa en Rusia.
“Da la impresión de que Putin quiere utilizarlo en su campaña de relaciones públicas. Espero que resistirá usted la tentación de la cercanía al poder”, le digo a Gorbachov cuando me recibe en su despacho. Mijaíl Serguéuéievich suelta una risita pícara que me hace dudar sobre quién utiliza a quién. “El papel de Gorbachov es tocar todos los instrumentos”, dice, y deja bien claro que está contento de ser quien es, de estar donde está. Gorbachov lleva una polera negra que le daría un aire de existencialista francés si no fuera porque el aspecto saludable y las formas macizas de su portador parecen incompatibles con cualquier tortura mental. Su despacho en la avenida Leningrado de Moscú, en el nuevo edificio propiedad de la fundación que lleva el nombre del ex presidente, es un recinto acogedor, forrado de madera y decorado con vitrinas repletas de libros. En este espacio más cercano al confort anglosajón que a los lujos bizantinos del Kremlin, el lugar central está ocupado por un retrato al óleo de Raísa, su esposa, que falleció de leucemia en setiembre de 1999. El ex presidente tiene numerosas visitas: políticos, politólogos, ejecutivos internacionales, periodistas y los socios de sus numerosas actividades, que van desde la promoción de una red de centros de lucha contra la leucemia infantil (una actividad en la que es continuador de Raísa) hasta el apoyo a actividades culturales.
Gorbachov no debe nada al Kremlin. El ex presidente mantiene su fundación con sus propios recursos, procedentes de los derechos de sus obras y de sus intervenciones en diversos foros. La fundación tiene incluso su propio restaurante, que, ¡cómo no!, lleva por nombre Restaurante Presidente. Gorbachov no tiene ningún reparo en reconocer que se ha convertido en un hombre acomodado y parece orgulloso de su independencia material. Todavía recuerda que en 1994 su pensión de jubilado no actualizada era de 4000 rublos, lo que equivalía a menos de 40 dólares.
Con Gorbachov trabajaron algunos de sus antiguos colaboradores en el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y también su hija, Irina, que es ahora vicepresidenta de la fundación y que cada vez se parece más a su madre. Durante casi una década, Boris Yeltsin excluyó a Mijaíl Gorbachov de todos los acontecimientos significativos y del establishment político ruso; él, tan hábil para tomar posiciones en función de su jefe supremo, hizo lo propio. Gorbachov había abandonado el Kremlin el 25 de diciembre de 1991, cuando se arrió la bandera soviética, y no había vuelto a poner los pies en él hasta que el segundo presidente de Rusia, Vladimir Putin, le invitó a su ceremonia de toma de posesión.
“Es cierto que me tuvieron marginado y no me invitaban al Kremlin, pero en los últimos tiempos de Yeltsin cambiaron de actitud y comenzaron a invitarme. Y entonces fui yo el que me negué a ir”, puntualiza Mijaíl Serguéuéievich. La vuelta como invitado al santuario del poder ruso tras nueve años de ausencia no le causó ninguna emoción especial. “Lo único que me llamó la atención”, recuerda, “es cuánto dinero han derrochado para reconstruirlo”. “Es un verdadero horror”, añade. “Stalin, Kruschov, Breznev, Andropov, Chernenko y Gorbachov tuvieron despachos sencillos...”, dice Mijaíl Serguéuéievich, pasando revista a la lista de sus predecesores, sin llegar hasta Lenin. En cambio, los dirigentes rusos que vinieron después prefirieron recintos “dignos de los zares” y “suntuosos palacios imperiales”, exclama.
¿También Putin? –le pregunto.
“¿Qué va a hacer? No va a demoler ahora su despacho, ¿no?
Alguien me ha contado que Putin ha comparado el lujo del Kremlin con el Museo Hermitage de San Petersburgo. No sé si es verdad, pero se lo cuento a Gorbachov. “Podría haberlo dicho”, dice. “Putin es un hombre muy natural. Un hombre de ambiciones sanas que comprende sus responsabilidades. Yo creo que quiere dejar una huella positiva en la historia. Esto es muy importante”.
Gorbachov afirma que tiene una relación “normal y de confianza con Putin”. Sus reuniones no son regulares. A veces es Mijaíl Serguéuéievich el que llama. Otras, es Vladimir Vladimirovich. Depende de las necesidades que cada uno de ellos tenga de hablar.
“Putin tiene cualidades de ejecutivo y es metódico, pero le falta su propio programa a largo plazo y su propio equipo. Decide lo que tiene que hacer sobre la marcha, porque su nombramiento fue una sorpresa, incluso para él mismo”, comenta. El presidente de Rusia es, según Gorbachov, “una persona normal y razonable, que aprende y ha aprendido mucho”.
Gorbachov no se cansa de decir que la libertad de expresión es importante sobre todo para el mismo presidente, para que éste sepa lo que sucede en el país y rompa la barrera de burócratas que lo rodea. Sabe de lo que habla.
“Para Putin ha llegado la hora de la verdad. En el año que lleva en el poder ha puesto las bases para actuar, pero ahora debe dar un contenido concreto a su política y afrontar la pesada herencia que ha recibido”. Según Gorbachov, Putin ha puesto cierto orden, ha intentado hacer más eficaces los órganos estatales y ha conseguido que Rusia supere el régimen de agitación continua al que la tenía sometida Boris Yeltsin, pero no se puede decir que haya abordado los grandes temas pendientes: el programa socioeconómico, la lucha contra la corrupción y contra la burocracia y la reforma judicial. Gorbachov piensa que Putin tendrá que recurrir a su poder para hacer que se cumplan las leyes e insinúa que tal vez sea necesaria una cierta “dureza”. El ex presidente se ampara en comentarios de otros para explicar lo que quiere decir. “El ex primer ministro francés Raymond Barre me dijo que podía comprender que haya que recurrir a medidas severas para enderezar la situación”. “Lo importante”, agrega, “es que se mantenga el rumbo democrático, que no haya una restauración de modelos anteriores a la ‘perestroika’”. “Hay que dar una oportunidad a Putin”, concluye.
El congreso del Partido Socialdemócrata unificado Ruso, que Gorbachov dirige, ha apoyado públicamente a Putin. Gorbachov, sin embargo, se expresa con sumo tacto, cuando le pregunto directamente si sería correcto considerar al presidente, un antiguo oficial del Comité de Seguridad del Estado (KGB), como un portador de los valores de la “perestroika”. “Se puede decir que la “perestroika” constituye una lección histórica que Putin tiene en cuenta, pero decir que él es el portador de esos valores... Para eso habría que haber vivido la “perestroika”, y en esa época él estaba fuera de la gran política”. Durante la “perestroika”, Putin representaba al KGB en la ciudad de Dresde, en la República Democrática Alemana.
“Putin no debe orientarse hacia ninguna obligación verbal o escrita con los anteriores dirigentes, porque desde el momento en que ha sido elegido por el pueblo, todos los acuerdos y contratos han quedado invalidados por la misma votación popular”, afirma Gorbachov. Sus palabras parecen un mensaje subliminal a Putin para que muestre su propia voluntad y se libere de cualquier posible obligación respecto de Yeltsin, su familia y los funcionarios que siguen dominando la administración presidencial.
Gorbachov cree que la desintegración de la Unión Soviética ha dificultado las reformas y es capaz de hacerse una autocrítica a este respecto. “No puedo olvidar que no conseguí llevar la ‘perestroika’ hasta el final”, dice. Su voz baja de tono se hace más pausada, como si quisiera reflejar su pesar por el derrumbamiento del Estado. Le pregunto si siente responsabilidad por la desintegración de la URSS. “Pues claro que la siento, pues claro...”, exclama. Y, de repente, como movido por un resorte, puntualiza: “Pero no por haber destruido la URSS, sino por haber perdido el control de la situación”.
En su opinión, las responsabilidades por la desintegración de la URSS han de ser compartidas por los comunistas y Boris Yeltsin. “Marcharon al mismo ritmo. Los comunistas estaban a favor del mantenimiento de la URSS en agosto de 1991, pero en diciembre votaron en un 85 por ciento por el acuerdo que supuso la desintegración de la URSS y hasta ahora no han explicado de quién querían ser independientes, porque hasta ahora no han comprendido que la URSS era la Gran Rusia”. “A los comunistas les importaba un bledo el destino del país, porque lo que querían era su porción de torta, un pesebre donde alimentarse, cargos y privilegios; por eso buscaban un lugar donde integrarse. Ahora son la respetable oposiciónen la Duma”. Según Gorbachov, tras el cañoneo del Parlamento por Boris Yeltsin en 1993, los comunistas y el presidente ruso cerraron un trato: a los golpistas los soltaron de la cárcel y a los enemigos de Yeltsin los amnistiaron, y de esta forma se evitaron embarazosos juicios.
La “perestroika”, opina Gorbachov, era un proceso que debía haber durado diez o quince años. “El hecho de haber recibido la libertad no supone que uno sea libre. Hay que tener en cuenta la historia de esta nación. Después de la Rusia de Kiev, vino la Horda de Oro con todas sus consecuencias que arrastramos hasta hoy y no todas negativas, desde el punto de vista de la influencia internacional. Luego, comenzando en el siglo XVII y hasta el siglo XIX, tuvimos un régimen feudal, y pocas décadas después de abolirlo, vinieron las revoluciones, una detrás de otra, la victoria de los bolcheviques, la dictadura comunista y, de nuevo, el régimen feudal en forma de monopolio del partido, sustentado por una ideología que no era más que un decorado, detrás del cual había una sociedad totalitaria. Y la gente que estaba sometida a aquellas condiciones recibió la libertad desde arriba, no la conquistó. Por eso, todavía debe aprender a conquistarla, a luchar, a sentirse como ciudadanos, y no como eslabones de un engranaje o un rebaño en busca de pastor”.
Cuando nos entrevistamos, Gorbachov acaba de volver de Italia, donde ha participado en el lanzamiento de un nuevo foro internacional, que se inspira en Davos, pero con un signo más democrático, en el que se planteen problemas que afectan no sólo a las élites del capitalismo mundial. “La política se ha quedado rezagada respecto al mundo en que vivimos y es necesario que se ponga a la altura de los cambios en la realidad”, señala. Gorbi, como se le llama cariñosamente, no comparte el pesimismo sobre las relaciones de Rusia con Estados Unidos ni con Europa. Washington se verá obligado a reconocer que el mundo es multipolar y Europa necesita a Rusia. Además, las tendencias integradoras europeas pueden venir incluso de la misma Rusia, si Europa no consigue saber lo que quiere.
El ex presidente está convencido de que la socialdemocracia se encuentra ante una gran oportunidad en Rusia, porque “coincide con el sentido común ruso y porque la ideología liberal a ultranza, que la sofocó durante la década de Yeltsin, está ahora en revisión como un bolchevismo de otro signo”.
Gorbachov ha madurado. Tras la muerte de Raísa, la mujer con la que compartía su vida desde la adolescencia, se ha volcado en el trabajo y en su familia, su hija y sus dos nietas, Xenia, de 21 años, y Nastia, de 14, que viven ahora con él en su dacha de las afueras de Moscú. “A pesar del dramatismo de mi biografía política, he tenido un destino afortunado”, concluye. Y estamos de acuerdo.