¿Pueden tres cuadros convertirse en una biografía? ¿Cuatro? Poco se cuenta sobre la vida de Odette des Garets, la pintora francesa que a pesar de haber hecho -según los catálogos de arte- de la naturaleza muerta y los paisajes sus temas favoritos, pintó persuasivos retratos (solo cuatro aparecerán en este rescate) de mujeres solas en habitaciones silenciosas.

Cuatro cuadros, cuatro mujeres. Una borda, otra está desnuda sentada en un sillón, otra escribe pluma en mano y otra juega al solitario con el tapado puesto. Las cuatro son el punto panorámico de la intimidad a puertas cerradas. Juntas y cada una en su recodo significan a otras mujeres y lanzan preguntas en remolino: ¿es deseo o confinamiento?, ¿podrán las bóvedas oníricas llevarnos a la intemperie anhelada?“ Una mirada crítica sobre las tareas que hacían lasmujeres en reclusión”, dicen las apostillas que recuperan su nombre y sus obras en las muestras del siglo XXI.

¿Pueden estos cuatro cuadros con un solo vistazo decirnos de manera simple y fiable, como creía Havelock Ellis, algo sobre la visión del mundo de su autora que páginas enteras de descripción nos lo dirían de modo incierto? ¿Son esas cuatro escenas íntimas la fórmula del color que lo abarca todo? ¿Son el rojo de la alfombra de Sylvia Plath, esa alfombra que se mudaba con ella mantenida “en excelente estado” (la aspiraba y mandaba a limpiar) y que era, como ella lo decía: “parte de mi vida”? 

¿Conocen estas cuatro mujeres los desvelos de su creadora sin las limitaciones de la crítica empecinada en repetir que estaba muy influenciada por Cézanne? En la década del veinte del siglo XX, Odette fue una de las pocas artistas que frecuentaban los ateliers del Boulevard de Arago, el reducto parisino de la naciente pintura moderna francesa donde vivía Modigliani. En una carta, una de esas cartas que viento arrastra y los libros recuperan, Odette le agradece a su amigo, el pintor Marcel Mouillot, haberle encontrado un atelier en el 65bd Arago: "No puedes imaginar cómo te agradezco haber hecho todo esto por mí y por querer seguir con el proceso hasta el final”. 

Pero no fue esa mudanza de oleos y bastidores entelados a tierra prometida el único aire de pertenencia, también lo fue haber sido una de las pocas pintoras (junto a Suzanne Valadon, Emilie Charmy y Marie Laurencin) que expuso en la galería de Berthe Weill, la marchante estrella del mercado de arte contemporáneo. Después, silencio. Quedó atrás el tiempo de la veneración y el de las menciones bibliográficas y hasta se escribieron crónicas que decían desconocer el destino de sus obras y desconfiaban de la veracidad de su muerte en Boulogne-Billancourt (Altos del Sena) en 1967.

Algunas subastas -la litografía de una mujer desmoronada entre una silla y una mesa, el óleo de dos mujeres desnudas con los pelos al viento sobre un fondo de colores primarios donde predomina el azul- y algunos rescates de su obra en Lyon y en el Centre Pompidou Málaga, la suben a escena resignificando mundos privados (nadie olvida a Vermeer) mientras se despegan las pestañas de su propia intimidad.