Era importante para mí comenzar este libro mostrando cómo se desoyen las quejas o los modos en que no nos oyen cuando nos oyen como si nos estuviéramos quejando. Mi objetivo aquí es contrapesar esta historia dándole a la queja una audiencia, un lugar, una escucha. Una historia puede volverse rutina; una historia puede ser cómo aquellas personas que se quejan son desestimadas o consideradas poco creíbles. Creo que mi método en este proyecto se trata de escuchar, de prestar mi oído o devenir un oído feminista. Presenté por primera vez la idea de un oído feminista en mi libro Vivir una vida feminista. Estaba describiendo una escena de la película feminista El silencio de Christine M. (A Question of Silence, dirigida por Marlene Gorris en 1982). En la escena, una secretaria está sentada en una mesa. Hace una sugerencia. Los varones de la mesa no dicen nada. Es como si ella no hubiera dicho nada. Un hombre en la mesa, luego, hace la misma sugerencia. Todos se lanzan a felicitarlo por su gran idea.

Ella se queda sentada en silencio. Una cuestión de silencio: puede oír cómo no la oyeron; sabe cómo y por qué la pasaron por alto. Es una simple secretaria: es la única mujer en una mesa de hombres. No se supone que tenga ideas propias; se supone que escribe las ideas de ellos. Oír con un oído feminista es oír a quien no es oída, oír cómo no nos oyen. Si nos enseñan a silenciar a algunas personas, un oído feminista es un logro. Nos volvemos amplificadoras de aquellas voces que han sido silenciadas, y así podemos ser ellas, lo que significa que levantar la voz por nosotras mismas también puede ser un logro. Cuando observamos quiénes son escuchados aprendemos quiénes son considerados importantes, o de quiénes se piensa que hacen un “trabajo importante”, para volver al afilado análisis del feminismo negro de Cary. Aprendemos que algunas ideas solo pueden ser escuchadas si vienen de las personas correctas; “correctas” puede significar “blancas”.

¿Qué dirías o qué harías si fueras la persona que es pasada por alto? ¿Qué dirías o qué harías si tus ideas fueran oídas como si provinieran de otra persona? ¿Te quejarías?¿Dirías algo, expresarías algo? La cuestión de la queja está íntimamente vinculada a la de la escucha, a la pregunta sobre cómo nos expresamos teniendo en cuenta qué o quiénes son pasados por alto.

Escuchar la queja es ponerse a tono con las distintas maneras en que puede ser expresada. Podemos hacer aquí una pausa y considerar los distintos sentidos de la palabra queja. Una queja puede ser una expresión de pena, dolor o insatisfacción, algo que es causa de protesta o reclamo, un malestar del cuerpo o una denuncia formal. Mi investigación sobre la queja empieza por esta última acepción. Sin embargo, como mostraré a lo largo de este libro, el sentido de la queja como denuncia formal trae a colación otros sentidos, más afectivos y más encarnados. Fue un oído feminista el que me trajo hasta aquí; aquello que escuché en la queja o desde la queja me condujo a este proyecto. Lo que me inspiró fue mi participación en una serie de investigaciones sobre acoso sexual y conductas sexuales inapropiadas impulsada por una denuncia colectiva radicada por un grupo de alumnas. Otra forma de decir lo mismo: el proyecto fue inspirado por las estudiantes. Si mi tarea en estas páginas es escuchar quejas, oírlas, trabajar con ellas y a través de ellas, este libro es una continuación de una tarea que empecé con las estudiantes.

Importa dónde oímos la queja; importa cuándo oímos la queja. Todavía recuerdo el día en que escuché por primera vez algo sobre las alumnas que habían presentado una denuncia colectiva. Habían pedido una reunión. Me solicitaron asistir en mi calidad de académica feminista perteneciente a otro departamento. Las estudiantes habían requerido esta reunión porque una investigación sobre un caso de acoso sexual que había ocurrido en el verano no encontró suficiente evidencia, o evidencia pre- sentada correctamente, para que la denuncia avanzara. Las alumnas que conocí ese día ya habían conformado un colectivo para escribir una queja. Por ellas supe cómo y por qué habían creado ese colectivo. (...) Además, me enteré de que habían tenido lugar varias investigaciones anteriores, impulsadas por denuncias previas. Desde entonces he comprobado que esto es muy común: cuando una se involucra en una denuncia, se termina enterando de denuncias previas. Una llega a escuchar algo que antes no conocía.

Fui a la reunión de las estudiantes junto con otra académica. Antes del encuentro, le escribí para decirle que me habían “enfatizado” que “la voluntad institucional es que cualquier denuncia formal presentada por escrito tenga consecuencias inmediatas”. Transmití este énfasis antes de la reunión, pero las alumnas me enseñaron a ponerlo en cuestión. Al insistir en que las estudiantes pre- sentaran individualmente quejas formales por escrito, la universidad les estaba pidiendo que renunciaran a su anonimato, que se hicieran incluso más vulnerables de lo que ya lo habían hecho. Al día siguiente volví a escribirle a la colega con la que había ido a la reunión para manifestarle que si la posición oficial era que necesitábamos quejas formales por escrito firmadas por personas individuales para reabrir las investigaciones, quizá nos convendría “estratégicamente” intentar “conseguir esa evidencia”; pero también estuvimos de acuerdo en la necesidad de hacer un esfuerzo por modificar esa posición. Nos dimos cuenta de que nuestra tarea no debía ser la de convencer a las estudiantes de presentar denuncias por escrito, sino la de convencer a la universidad de que escuchara las quejas que ya se habían presentado.

Escribimos un informe detallando lo que las estudiantes habían compartido con nosotras. Citamos a una autoridad en derecho que nos confirmó que una declaración formal presentada por escrito no debería ser necesaria para establecer “el balance de probabilidad” de que el acoso hubiera sucedido, que era lo único que hacía falta establecer en términos legales. Cerramos el informe con la afirmación de que quienes habían sido víctimas de acoso “no deberían ser las responsables de buscar su reparación”. Al escuchar a las estudiantes, habíamos comprendido cuánto trabajo, tiempo y energía habían invertido ya en identificar y documentar el problema. Como exploraré a lo largo de este libro, presentar una queja nunca consiste en una única acción: muchas veces requiere que trabajes más y más. Es agotador, en especial teniendo en cuenta que las razones por las que nos quejamos ya son agotadoras.

El informe que escribimos después de la reunión produjo más intercambios entre académicos y autoridades, la reapertura de la investigación, y luego más investigaciones. Podemos identificar un problema en esta secuencia de eventos. Para que la denuncia de las alumnas fuera oída, o para que fuera oída con un compromiso más fuerte de actuar, debía ser presentada por docentes. Las denuncias, parece, llegan más lejos en la medida en que aquellas personas con mejores posiciones en la organización deciden expresarlas o apoyarlas. El camino que sigue una A queja, adónde y cuán lejos llega, nos enseña algo sobre el funcionamiento de las instituciones, lo que en la primera parte de este libro llamo la mecánica institucional. No debería ser necesario el apoyo de personas más reconocidas para que una queja se haga oír. Pero cuando efectivamente es así, ese apoyo puede ser vital para evitar que una denuncia se estanque.

Trabajar en una denuncia se trata a menudo de entender cómo se estanca una denuncia. Fue a partir de la indefinición en el curso del proceso que llegamos a una solución de consenso: los y las estudiantes podrían presentar denuncias anónimas. Una vez que los requisitos formales para denunciar se flexibilizaron, aparecieron muchos más estudiantes para testificar en las investigaciones. Este proceso no tuvo nada de automático; las quejas no nos inundaron como el agua de una cañería recién desobstruida. Las estudiantes tuvieron que hacer un esfuerzo consciente y colectivo para presentar quejas que fueran, en sus términos, “legibles para la universidad”. No es so- lamente que una denuncia no se completa con una única acción; muchas veces hay que hacer las mismas denuncias de maneras diferentes antes de que sean oídas o para que sean oídas. Muchas de las alumnas que testificaron en estas investigaciones compartieron sus historias conmigo. Esas historias siguen siendo suyas. No las relato aquí; pero he escrito ¡Denuncia! con ellas en mente. Las escucho junto con otras que he recogido para escribir este libro. Volverse un oído feminista es oír las quejas todas juntas.

Un oído feminista puede pensarse como una táctica institucional. Para oír las quejas hay que desarmar las barreras que nos impiden oírlas, y cuando digo barreras me refiero a barreras institucionales: las puertas y las paredes que hacen que mucho de lo que se dice y se hace se vuelva invisible e inaudible. Si para oír las quejas tenemos que desmantelar las barreras, oír las quejas nos hará más conscientes de esas barreras. En otras palabras, oír las quejas puede ser también el modo en que aprendemos cómo son desoídas esas quejas.

Oír las quejas implica trabajo, porque hace falta trabajo para que otras personas te contacten. Devenir un oído feminista no se trató solamente de escuchar las denuncias de las estudiantes; fue también una cuestión de compartir el trabajo. Implicó también hacerse parte de su colectivo. Su colectivo se volvió nuestro. Pienso en ese nuestro como la promesa de los feminismos, un nosotras que más que una posesión es una invitación, una apertura, una combinación de fuerzas. Trabajamos juntas para confrontar más directamente a la institución que desde su rol habilitaba y reproducía una cultura del acoso. Cuanto más difícil de atravesar, más cosas hay que hacer. En la medida en que más intentábamos confrontar el problema del acoso sexual como problema institucional, más nos negábamos a aceptar declaraciones endebles sobre lo que la universidad se comprometía a hacer; cuanto más cuestionábamos el modo en que la universidad modificaba sus políticas sin comunicarle a nadie las razones de esos cambios más resistencia encontrábamos.

Denunciar: el camino más resistido. La institución se convierte en aquello que hay que enfrentar. En algunos momentos parecía que estábamos llegando a alguna parte; en otros, la pared se derrumbaba y descubríamos que no importaba cuán lejos intentase ir la institución, porque nunca llegaría lo suficientemente lejos. Ni siquiera conseguimos que las autoridades reconocieran públicamente que las investigaciones existían. Era como si nunca hubieran sucedido. Escuchar la queja puede ser escuchar ese silencio: lo que no se dice, lo que no se hace, lo que no se resuelve. Fue en una de esas ocasiones, con los muros colapsando (el sonido del silencio puede ser el de paredes derrumbándose), que decidí que quería investigar sobre la experiencia de otras personas en relación con las denuncias. Mi propia experiencia trabajando con las estudiantes condujo a este proyecto. Gran parte de lo que hacemos, el trabajo, la lucha, sucede a puertas cerradas: nadie lo sabe, nadie debe saberlo. Mi deseo de realizar esta investigación surgió de un sentimiento de frustración, la sensación de hacer mucho y lograr poco. La frustración puede ser un registro feminista. Mi deseo provenía también de mi propia convicción de que preguntándoles a las personas que denuncian por su experiencia, podemos aprender mucho sobre las instituciones y el poder: la queja como pedagogía feminista. Sí, la frustración puede ser un registro feminista. Otra forma de decir lo mismo: cuídense, tenemos los datos.

El conocimiento que adquirimos por estar en una situación a veces puede requerir que abandonemos esa situación. Lo que aprendí acerca de las instituciones a partir de apoyar una denuncia me impulsó a irme; en ese momento no lo sentí como una elección sino como lo que tenía que hacer. Vuelvo mentalmente a esa sala en la que escuché a las estudiantes por primera vez. Cuando estás involucrada en una denuncia, todavía estás en el trabajo; todavía estás haciendo tu trabajo. Entraba a esa sala una y otra vez, la misma en la que habíamos tenido la reunión. Era la sala de reuniones del departamento al que yo pertenecía, un lugar muy concurrido. Hubo otros encuentros allí, encuentros académicos, papeleo, personas y páginas que había que organizar. Era la misma sala, pero bien podría haber sido otra; quizá de hecho fuera otra. Estaba llena de recuerdos, ocupada por una historia que se sentía tan tangible como las paredes. Lo que una escucha en una habitación termina llenando esa habitación. Sencillamente ya no podía aparecer en esas mismas reuniones, ni hacer las cosas de siempre.