"En el centro de manzana/ un silencio me acorrala/ tu olvido, la cruel razón/ la luna, como un mojón/ desde el espacio me llama." De estos versos mal escritos en mi adolescencia, los mismos que hoy duermen en cuadernos amarillentos entre coplas y sonetos, lo único que recuerdo y añoro es el silencio del centro de manzana.
Mi altillo, breve techo de un largo pasillo muy cerca de su final, era caja de resonancia de ruidos muy distintos a los de la calle. En un tablero gigante con casilleros de simétricas terrazas echesortuinas y trebejos de alambres con formas de antenas de televisión, disputaba, desde mi atalaya, interminables partidas de ajedrez contra mis fantasmas. El anónimo zumbido del adoquinado no penetraba en el túnel, risas, llantos, gritos, silbidos y gemidos balanceados por el viento, tenían nombres, apodos o apellidos.
En un edificio acostado, el resonar de pasos en el conducto se diferencia del monótono ruido del ascensor por su alteración según calzado o estado de ánimo del caminante. En el último de los departamentos vivía don Alfredo junto a su perro Boby. Mientras en el Winco de mi hermana, Bobby solo se moría de celos, no había nadie más solo en el mundo que mi vecino. Quinielero vitalicio de la zona, tan popular como anónimo el capitalista que lo avalaba, era odiado por las amas de casa, envidiado en silencio por adultos que veían en el ejercicio de su profesión ilegal, una libertad que ellos habían perdido tras las rejas de legítimos trabajos desangelados, y, particularmente, era amado por mí.
Los huérfanos de padre nunca tuvimos tiempo para criticar, juzgar y humillar al progenitor para volverlo a amar en su ausencia, siempre estuvimos muy ocupados en armar a nuestro bien perdido con recortes de distintos adultos que se nos cruzaban por el camino, seres que nunca nos enseñaron nada, más bien, nosotros aprendimos de ellos. La imagen que el pasador clandestino vendía hacia afuera era muy distinta a la que me contaba su tranco triste en cada regreso por las madrugadas. Mi cama, levitando en el silencio de la noche, era peaje del eco de sus húmedas penas.
En ocasiones, el llanto sostenido de su mascota era fiel alarma de la ausencia del inquilino. Saltando azoteas llegaba hasta el animal con sobras de comida tras la repetida advertencia de mi madre, " llevale de comer a ese pobre perro, parece que su dueño, otra vez se tomó vacaciones, seguramente, cambiaron de comisario."
Los domingos era imposible dormir hasta el mediodía, las radios encendidas en una misma emisora, potenciaban su volumen y Almacén la Candelaria retumbaba en el pasillo con la fuerza de una propaladora. Cuando la nada avanzaba sin remedio y la sobremesa se diluía en el abismo de la tristeza, mi amigo se encendía con los chuchos y el frufrú. Su ritual de felicidad a contramano de la mayoría no pasaba desapercibido. Lleno de euforia, entonaba un extraño himno mezclando estribillos de dos tangos: ”Por una cabeza” y “Tirate un lance”. En momentos en los que los habitantes del barrio acostumbraban visitar cementerios, nunca más cerca de sus muertos que un domingo por la tarde, el distinto partía hacia su templo con su binocular colgado de su cuello, como un amuleto del mal para las comadres.
De chiquilín, no sólo lo miré de afuera, una tarde entré al cafetín de hombres con pensamientos empañados, con un bollo de vueltos apretados en la mano, un número en la memoria y una mentira entre los labios. El levantador de apuestas, instalado en su oficina a pocos metros del baño, no me tomó la jugada con la excusa de mi tardanza, luego de guiñarme un ojo y antes de invitarme una gaseosa, me advirtió que le dijera a mi vieja que la próxima vez que ella deseara apostar, le pasara un papel por debajo de la puerta. No quise terminar mi excursión sin saber por qué los parroquianos se sentaban en mesas separadas cuando hablaban entre sí constantemente.
Aquella tarde, Don Alfredo me enseñó a mirar con el corazón, me leyó la imagen con estas palabras: “Pichón, esos hombres no están solos en sus mesas, están acompañados de recuerdos, que no lo puedas ver es simplemente un detalle. Si te acercás y los mirás a los ojos, verás que detrás del humo del cigarrillo, tienen, cada uno de ellos, una mujer flotando en sus pupilas, en ellas piensan mientras riegan sus gargantas con ginebra hasta quedarse dormidos, para luego, al despertarse, sentir que las han soñado."
Para un abuelo no es nada fácil encontrar un padre sustituto a disposición, pero, en ocasiones, la vida me junta con algún hermano. La semana pasada un remisero trucho me preguntó por la fecha del mes que estábamos transitando. Se me ocurrió contestarle, “hoy es 17, la desgracia”, inmediatamente recibí su numeral respuesta, “¡menos mal!, pensé que era la sangre, mi 21 me tiene 22 para que vaya al 73 a consultar con mi 92 por el asunto del 77, ¿viste?". En ese momento entendí cuál había sido su trabajo antes de remisear. El canoso chofer se tomó todo el viaje para aclararme que, en realidad, nunca había vivido del juego, demasiado lo que había sufrido en su niñez con su padre guardado en todas las fiestas de fin de año. Recordó que, para ayudarlo, lo acompañaba en su recorrida como un anotador invisible, llenaba su cabeza con cientos de números que descargaba al llegar a su casa. Visiblemente orgulloso, me comentó que nunca había dejado de ejercitar su memoria, a sus contactos, en el celular, los tiene registrados según el número de patente de sus autos, direcciones, o el final de sus documentos. También, sin soltar el volante en ningún momento ni apartar la vista del camino, reflexionó diciendo que al final de cuentas no había nada más azaroso que la vida misma, que para quien vive rebuscándose el mango diariamente en la calle, es lo mismo que vivir de sorteo en sorteo. Finalizó su monólogo con una particular visión sociológica. Afirmó que la quiniela, como tantas otras cosas, había sido negocio durante su prohibición, producto de otra sociedad, que en el presente nadie apuesta un ambos para cambiar el colchón, tapizar las sillas del comedor o pagarse un asado, todos intentan salvarse de por vida, me aseguró que la gente ya no cree tanto en dios como antes, que hoy en día es devota del sentido común, el mismo que castiga sin mostrar el lazo a todo aquel que no tenga dinero suficiente para consumir compulsivamente miles de objetos que no necesita.
Al llegar a destino, le confesé que pensábamos parecido, pero le pedí que con una mano en el corazón me dijera si no se jugaba, de tanto en tanto, algún que otro pálpito. Después de sonreírse por primera vez, me dijo que sólo lo hacía cuando se acordaba del viejo y de su eterno consejo cantado, estrofa que, por supuesto, terminamos entonando a dúo "tirate un lance/ la vida es loca/ como la boca/ de una mujer."