El recuerdo que Mariano Camps Pargas tiene del secuestro de su mamá son una serie de escenas entrecortadas: una bicicleta tirada en el asfalto y él, de tres años, consciente de que allí, en medio de la calle, no podía seguir; él llegando hasta el cordón de la vereda; él dándose vuelta y viendo como una persona salta sobre la panza de su mamá, que seguía tendida al lado de la bici.
“Recuerdo la sensación de absurdo”, describió este martes durante su testimonio en el juicio por los crímenes de los centros clandestinos que funcionaron en las brigadas policiales de Quilmes, Banfield y Lanús. Muchos años después pudo encontrarle una explicación: Rosa María Pargas, su mamá, se había tomado una pastilla de cianuro para evitar el secuestro y la tortura que, sabía, le esperaba aquel 16 de agosto de 1977, cuando una patota la interceptó en la esquina de la casa que compartía con su hijo, con María Raquel, su beba de 11 meses, y su compañero, Alberto Camps. No lo logró: la patota la cargó en el baúl de un auto y se la llevó a Vesubio. Por testimonios de sobrevivientes, sus hijes reconstruyeron que también estuvo unos días en el Pozo de Quilmes. Aquel día de agosto la patota baleó la casa familiar e hirió de muerte a Camps, sobreviviente de la masacre de Trelew, que antes de la balacera llegó a resguardar en el baño a María Raquel, que también testimonió en el debate.
El lado más conocido de la historia de la familia Camps Pargas es el que contó el recorrido de Alberto Miguel Camps, militante de FAR, preso político durante la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse, trasladado a la cárcel de Rawson, fusilado en Trelew el 22 de agosto de 1972, sobreviviente. Ambos impulsaron el juicio que se llevó a cabo en la Patagonia sobre aquellos hechos, hace una década, y también el que culminó recientemente en Florida, Estados Unidos, con una condena civil a Roberto Bravo, el fusilador que hasta entonces permanecía impune y continúa prófugo de la justicia argentina.
Sin embargo, “luego de la de Trelew hubo varias masacres más en agosto”, contó María Raquel, la primera en testimoniar ante el Tribunal Oral Federal de La Plata, con el foco puesto en el recorrido que hizo su mamá. En rigor, es la segunda vez que ambos declaran ante la Justicia sobre los crímenes de lesa humanidad que sufrió Rosa María, una audiencia que coincidió con el Día Internacional del Detenide Desaparecide, y que fue transmitida por los medios La Retaguardia y Pulso Noticias. La primera vez fue el año pasado, en el marco del tercer tramo del juicio oral y público por los hechos de Vesubio, en donde la joven –tenía 28 años cuando fue secuestrada– pasó la mayor parte de su cautiverio.
El rompecabezas
Recién alrededor de sus 20 años, María Raquel supo “más o menos” la historia de sus padres. Ella y su hermano fueron criades por sus abueles paternos, “una familia totalmente destrozada”, aclaró. Un rato después, Mariano añadió al sufrimiento la persecución, “las amenazas, los autos estacionados en la puerta, los seguimientos a mis tíos”. “No vivimos con el relato de la historia, ni siquiera había fotos de mis padres” en la casa de les Camps, quienes les explicaban a les chiques que Alberto y Rosa María “habían muerto en un accidente de tránsito, algo que muchos de los hijos escuchamos en el relato de los familiares que nos criaron”, apuntó María Raquel. En la adolescencia empezó a “querer saber”, así que de a poco fue avanzando: le robaba cartas y fotos a su abuela, “le robaba historia”; y cuando creció comenzó a verse con compañeres de militancia de sus padres, que le regalaron “retazos de recuerdos”. “Así reconstruí ese gran rompecabezas para saber que mis padres fueron militantes, fueron seres humanos, fueron felices y querían seguir siéndolo, querían un mundo mejor”.
Mariano mostró una foto durante su declaración. Allí se ve a Rosa María con él, a upa, y a Alberto cargando a María Raquel, una bebita. Están en una playa. Hay sol. “Con la amnistía de Cámpora –en mayo de 1973– tuvieron su primavera, pudieron formar una familia”, relató. Rosa María y Alberto se conocieron “a través de un hueco entre el piso de los hombres y el de las mujeres” en la cárcel de Rawson, mientras preparaban la fuga de 1972. Ella docente y estudiante de sociología; él estudiante de medicina, ambos militantes de las FAR.
Tras la amnistía de Cámpora se casaron y continuaron militando juntes ya en Montoneros. Pero fueron nuevamente detenides en 1974. Mariano nació en la maternidad Sardá y pasó varios meses con Rosa María en Devoto. María Raquel detalló en su testimonio que en aquellos tiempos les dieron la opción de exiliarse, así que “de Devoto los llevaron al aeropuerto de Ezeiza”: pasaron por Perú, México y Europa. Y regresaron al país en 1976, clandestinos. Se instalaron en una casa en Lomas de Zamora, en Beltrán 451. Allí nació ella, “en algún momento de 1976”, y allí los fueron a buscar los genocidas. Su abuelo paterno fijó como su fecha de nacimiento el 5 de septiembre de aquel año, el día en el que la retiró a ella y a Mariano del hogar El Alba, donde la patota los había depositado tras el secuestro de su mamá y el asesinato de su papá.
El operativo
Aquel 16 de agosto de 1977, las fuerzas de seguridad “rodean la manzana” de Beltrán y Sixto Fernández, en Lomas de Zamora. Rosa María es interceptada llegando a la esquina de Fernández, iba en bicicleta con Mariano. Los tiran al piso. Se toma la pastilla de cianuro, pero a fuerza de saltos sobre su estómago, la patota logra que la vomite. “Todo pasa muy rápido”, recuerda Mariano, que vio todo con sus ojos de deambulador. “Alguien me agarra y me lleva a un auto y me sube al asiento de atrás”, contó. De sus recuerdos también rescató que escuchó golpes en baúl, el momento en el que introducen a su mamá, y también “el pasto crecido a la vera de una ruta”. Anduvieron horas. La patota lo dejó a él en el Hogar El Alba, que está ubicado “en el capo”, en el partido de Ministro Rivadavia, más al sur del conurbano.
Allí se encontró con su hermana, bebita de menos de un año, a quien la patota debió haber trasladado hacia allí, pues lo que pudo reconstruir María Raquel es que su papá la dejó en el baño de la casa familiar, al resguardo de la balacera que se desató aquel 16 de agosto y que le costó la vida, muy a pesar de los represores. “Lo querían vivo. Lo sacan en una camilla (de la casa) y lo llevan a un hospital (al Gandulfo de esa localidad). A punta de pistola (apuntando a la médica de guardia que recibió a Camps) lo intentan revivir. Finalmente no pueden. Piden un traslado a otro hospital, pero no llega. Es enterrado en una fosa común”, relató la mujer. A principios de 2000 el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos, inhumados como NN en el Cementerio de Lomas de Zamora. Rosa María estuvo secuestrada durante un año. Mayormente en Vesubio, pero pasó los últimos días en Pozo de Quilmes. “Posiblemente su destino haya sido un vuelo de la muerte”, concluyó Mariano.