Nunca es tarea sencilla abordar acontecimientos reales de importancia mayúscula en la historia de un país desde la ficción cinematográfica, en particular cuando los hechos tocan cuestiones dolorosas que, a pesar del paso del tiempo, siguen generando discusiones y polémicas. Ciertos espectadores esperan una fidelidad a la realidad histórica no empañada por invención alguna (una imposibilidad, por otro lado, ya que esa misma realidad varía dependiendo de quien la rememora o relata), mientras que otros se predisponen a la búsqueda de “errores” ligados a la época descripta, la caracterización física o psicológica de los protagonistas, lo que debía estar presente en el relato y no lo está o aquello otro que ocupa un lugar relevante pero podría no haberlo hecho. Argentina, 1985, quinto largometraje de Santiago Mitre luego de El estudiante, La patota, La cordillera y Pequeña flor, nuevamente escrito junto a su usual compañero de ruta Mariano Llinás, lo encuentra jugando el juego del thriller político, basándose nada menos que en el Juicio a las Juntas del tristemente autobautizado Proceso de Reorganización Militar. Un evento de magnitud que ocupó la mente, el espíritu y el cuerpo de la ciudadanía durante ocho meses del año 1985, cuando el regreso a la democracia daba sus primeros pasos y la estructura de las tres armas todavía ostentaba un poder hoy inimaginable. Se trata, sin duda, de una de las películas argentinas más esperadas de 2022, y la ruleta de las apuestas previas al comienzo de la temporadas de galardones, allá en el norte, ya la ubica como una de las favoritas en la sección de films internacionales de los premios Oscar. Luego de su estreno mundial en la competencia oficial del Festival de Venecia, puntapié inicial de un recorrido festivalero que se estima extenso y frondoso, la película protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani –como el fiscal Julio César Strassera y su fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, respectivamente– llegará a las salas de cine argentinas el próximo jueves 29 de septiembre, para desembarcar un mes después en la plataforma Amazon Prime Video.
Luego de una serie de placas introductorias, Argentina, 1985 presenta al protagonista en una situación cotidiana que, a priori, poco y nada tiene que ver con el desarrollo de los acontecimientos inminentes. Al menos así lo parece, aunque ciertos detalles de una preocupación aparentemente trivial podrían indicar lo contrario. Es que Julio César Strassera –el Strassera de la ficción, desde luego, destinado a erigirse como una de las grandes interpretaciones en la carrera de Darín– está obsesionado con el nuevo novio de su hija, y por esa razón ha enviado a su hijo menor a seguirla durante los encuentros propios del noviazgo. El hecho podría pasar por una consecuencia común y silvestre de la paternidad entendida como sinónimo de la profesión de guardabosques, pero hay algo más ocupando la mente del fiscal. ¿Acaso el joven podría estar ligado a los servicios de inteligencia y el lugar de noviecito no ser otra cosa que una fachada, una simulación creada con fines oscuros? La dictadura militar ha caído poco tiempo atrás, y muchos de los resortes del espionaje y el miedo siguen activos a pesar del fin del esquema desembozado de represión, violencia y muerte. Mitre y Llinás construyen la escena como si se tratara de la introducción a un retrato familiar convencional, y el director de La cordillera –el primero de sus largometrajes en meterse en el corazón del poder– apoya esa idea desde una puesta en escena clásica. Inyectando además sentido del humor, que estará presente en gran parte del relato, aportando aquí y allá dosis de ligereza que ayudan a descomprimir los pasajes más duros de la historia, alejando la carcoma de la solemnidad mal entendida. Siguiendo una línea de extenso linaje en el cine estadounidense, que podría definirse como fordiana, Strassera será un peón de la historia, el hombre encargado de llevar adelante –cargando gran parte del peso sobre sus hombros– la acusación de los genocidas. Pero Strassera es también un hombre de familia, un empleado del sistema judicial un tanto gris que, sin ser demasiado consciente de ello, termina aceptando –un poco a regañadientes– su transformación en pilar esencial de un momento bisagra de la historia. En otras palabas, un héroe cinematográfico.
LOS ALTOS Y LOS PODEROSOS
“Soy un director de ficciones, no soy un documentalista”. La definición de Santiago Mitre es directa, diáfana, y se complementa con otra afirmación incontestable: “Todas las ideas que tengo están ligadas a la ficción”. Al mismo tiempo, se considera un guionista investigador. “De todas formas, las investigaciones tienen como destino ser la base de una ficción”. ¿Por qué hacer una película de ficción sobre el Juicio a las Juntas? Mitre no tiene una respuesta concreta a la pregunta, aunque siente que ese tránsito histórico pide una recuperación en tiempo presente. “Están por salir también un par de documentales sobre el juicio, como el dirigido por Ulises de la Orden, que utiliza exclusivamente las grabaciones de las jornadas del juicio. Supongo que hay cierto interés por la época, aunque no podría precisar la razón. Ni siquiera puedo explicar la mía. Pero el hecho es innegablemente importante para la historia argentina reciente y, en mi caso, que ya venía trabajando estos micro relatos sobre el poder, sobre diferentes formas de lo político, sobre las instituciones, me interesaba acercarme al ámbito de la justicia”. Con El estudiante, el cineasta filmó los espacios de la universidad, la UBA, y el Palacio de Tribunales, dice, le ofrecía un ámbito muy “filmable”. La investigación previa a la escritura del guion llevó algo más de un año y fue realizada con la ayuda de especialistas. “Para esta película había que desarrollar un método serio de investigación, pero cada una de las cosas que iban apareciendo iban nutriendo la construcción ficcional. Por supuesto, yo era muy consciente de quienes eran Strassera y Moreno Ocampo, pero desconocía la conformación de su equipo, y eso fue una de las cosas más estimulantes para la escritura. ¡El juicio fue sostenido por un grupo de veinteañeros que no tenían mucha experiencia judicial! Hablé con muchos de los que formaron parte de ese equipo y me contaron cómo fue la experiencia para ellos, pinches de Tribunales, para usar un término propio de su universo. En esa conjunción entre el burócrata, entre un tipo que hizo toda una carrera judicial, y esos jóvenes inexpertos me pareció que había una imagen narrativa muy potente”.
La noticia llega bajo la forma de una carta membretada, firmada y con pedido de acuse de recibo. Unos días antes, Strassera refunfuñaba frente al televisor al escuchar al Ministro del Interior Antonio Tróccoli. La posibilidad de un juicio civil a los integrantes mayores del gobierno militar parece una fantasía. O, en el mejor de los casos, una fantochada diseñada para acaparar la atención pública, sin posibilidad de terminar en condena judicial. Por eso cuando llega la carta se preocupa, se tensa, se angustia. “¿Vas a meter en cana a Videla”?, le pregunta su hijo con candor, pero el adulto sabe con certeza que esa posibilidad es remota, sino imposible. Por esa razón el texto que acaba de recibir y leer suena casi como una maldición, diseñada para acabar con su carrera y alterar su vida tal y como se la conoce hasta límites insospechados. Cuando, unos días más tarde, se le acerca un joven abogado de apellido compuesto, un muchacho que apenas si acaba de comenzar su periplo profesional, y le confirma que será fiscal adjunto durante todo el proceso previo y durante las semanas del juicio, el veterano no puede sino sonreír con sorna. Así, Argentina, 1985 les suma a los dobleces del thriller político algunas características del buddy film, las películas de parejas desparejas, aunque aquí la acción física y la aventura al aire libre es reemplazada por los vericuetos legales, la búsqueda de testigos dispuestos a declarar y el aire enviciado de humo de cigarrillo y relatos de violencias y crímenes. “Cuando empezamos a trabajar con Mariano teníamos una intuición narrativa: no entrar directamente en el juicio sino rodearlo, y que la película fuera llegando a esa instancia con el correr de los minutos. O de las páginas del guion, en ese momento. Según lo que todos nos contaban, Strassera era un personaje muy particular; algo de esa personalidad explosiva, pero también su sentido del humor, salió de las descripciones de personas que lo conocieron. El humor era para ellos una forma de protegerse del horror. Además, para él la familia era muy importante, y nos pareció que ese elemento debía tener mucha relevancia en la historia”. En ese momento, Mitre se detiene y hace una aclaración importante: como ocurre con la mayoría de las películas basadas en hechos reales, casi todas las escenas del film por fuera del juicio parten de invenciones del guion, y muchos personajes son el resultado de mezclar e hibridar varias personas de carne y hueso. “La de Argentina, 1985 es una historia sobre el horror, pero también la de un triunfo, por eso nos parecía que no debíamos centrarnos exclusivamente en la oscuridad del retrato, de todo lo que comenzó a saberse a partir de la investigación de la CONADEP”.
PERDER EL JUICIO
“No lo sabíamos pero lo cierto es que, entre 1976 y 1980, nuestras Fuerzas Armadas, las Fuerzas Armadas de la Argentina, ejecutaron en todo el territorio nacional una operación militar de carácter secreto dirigida contra miles de ciudadanos argentinos”, escribió Luis Moreno Ocampo en el prólogo original de su libro Cuando el juicio perdió el poder, que acaba de ser reeditado por Capital Intelectual - Siglo XXI Editores a 37 años de su publicación original. “Yo trabajaba en la Procuración General de la Nación, y por decisión de mi superior directo Jorge Medici, tuve el privilegio de ser designado para asistir al fiscal Julio Strassera. Me hice cargo de liderar su equipo de investigación. Nuestra tarea era probar la responsabilidad penal de los miembros de las Juntas Militares. Todo era excepcional. Teníamos que demostrar fuera de toda duda la responsabilidad individual de nueve excomandantes en jefe, tres de los cuales se habían desempeñado como presidentes de la Nación. No teníamos pruebas de que ellos hubieran torturado a alguien con sus propias manos o hubiesen participado en los secuestros. En lugar de investigar un homicidio debíamos aclarar lo ocurrido con miles de personas que, se decía, habían sido secuestradas, torturadas y ‘desaparecidas’. En la mayoría de las denuncias no se sabía quiénes habían sido los secuestradores o torturadores. Creíamos que los ‘desaparecidos’ habían sido ejecutados pero no teníamos evidencia para probar cada caso individual”.
Argentina, 1985 regresa a un período del país en el cual para muchos ciudadanos las profundidades del terror ejecutado por el estado comenzaban a iluminarse en toda su infernal magnitud. Para aquellos que conocían los detalles de algunos hechos, que tal vez consideraban aislados o anecdóticos, aparecía con claridad la cualidad sistemática de la estructura de secuestros, torturas y muertes que había atravesado el territorio nacional durante esos siete años, sumadas a la deshonra de la vejación, la rapiña y la inmoralidad. Finalmente, para los sobrevivientes surgía la posibilidad de dar a conocer la dolorosa verdad. Pero las horas diurnas y nocturnas del juicio, que comenzó en abril de 1985 y se extendió hasta diciembre de ese mismo año, no fueron transmitidas en vivo. Apenas tres minutos se exhibían en la televisión pública cada día a modo de resumen, sin sonido y con la silueta de los testigos de espaldas a la cámara. Juicio que Mitre reconstruye durante el tercer acto de la película, utilizando estrategias formales que imitan la tecnología de la época y otras que son de creación exclusiva.
“Hay una pregunta respecto de la puesta en escena que me hizo el director de fotografía, Javier Juliá, antes del comienzo del rodaje. ¿Cómo queríamos ver en pantalla el año 1985? ¿Con cierta distancia o, por el contrario, estar inmersos en esa época? La decisión fue intentar que se percibiera el 85 como si estuviéramos viviéndolo, filmando con una cercanía que nos obligaba a esquivar el artificio. A trabajar cierta naturalidad en la luz, en la puesta de cámara, en la caracterización de los personajes y la época. En cuanto a las escenas del juicio, llevamos una cámara U-matic similar a la usada en aquel momento por la televisión como complemento, y en el montaje entrecruzamos ambos registros con algunos planos tomados durante las grabaciones originales. Por esa razón en ciertos momentos pasamos de nuestro registro de ficción a esa cámara U-matic, que a su vez nos habilitaba a incluir los testimonios de archivo. Es un paso de texturas que queda un poco oculto. Durante el alegato final, hay momentos tan potentes que los reprodujimos usando los mismos gestos y ángulos, pero también cruzados con planos de archivo y de falso archivo”. En un reparto que incluye en papeles importantes a Carlos Portaluppi, Norman Briski, Alejo García Pintos y Alejandra Flechner, Laura Paredes (re) construye frente a la cámara de Mitre el testimonio de Adriana Calvo de Laborde, secuestrada en febrero de 1977 en su casa de Tolosa cuando cursaba un embarazo avanzado. Su parto en el asiento trasero de un automóvil se convirtió en símbolo de la magnitud del horror durante los años de la dictadura, y en el guion de Mitre-Llinás se impone como una de las instancias más potentes del último tercio de la película. “Leer las crónicas con el detalle de las cosas que habían ocurrido, eso fue lo tremendo en ese momento. Por supuesto que mucha gente había hecho denuncias durante la dictadura y luego estuvo la investigación de la CONADEP y la publicación del Nunca más. Pero esos meses, día a día, con las crónicas en primera persona en todos los diarios, la radio y la televisión, fueron una caja de resonancia de lo que había sucedido. Por eso las secuencias de los testimonios incluyen mucho ‘periodismo’, por llamarlo de alguna manera, con planos de diarios y televisores encendidos. Fue un momento en el cual el método de exterminio se hizo evidente en toda su magnitud y para todo el mundo. La anécdota del cambio de idea de la madre de Luis Moreno Ocampo la cuenta él mismo en su libro, que venía de una familia tradicional muy ligada a lo militar, y ya forma parte del folclore de la narración del juicio. Por eso no podíamos excluirla, además de que expone de forma cabal la contradicción de clase del personaje. Esa escena sirve además para mostrar cómo funcionó el juicio para el resto de la sociedad, incluso para los más despolitizados. Las audiencias iniciaron una política de enjuiciamiento a los actos de la dictadura que continúa hasta el día de hoy, y eso es algo sobre lo cual todos deberíamos estar orgullosos”.
VIEJA ESCUELA EN 2022
“El juicio pasando a una instancia civil, la conformación del equipo de investigación, una Justicia que no quería participar de ese juicio. Esos son los elementos que nos permitieron abrirnos al thriller y, al mismo tiempo, evitar el riesgo de la solemnidad”, detalla Mitre. “No queríamos hacer una película que remitiera a un cine de otra época, a una cosa baja-línea. Aunque hay ejemplos muy buenos en ese sentido, no creo que esa sea la manera ideal para contar esta historia en el año 2022. A pesar de todo eso, creo que Argentina, 1985 es una película muy old school, en el mejor sentido de la expresión. Hay tópicos muy caros al cine clásico: el héroe que lo es a su pesar, la alianza entre personajes de orígenes muy diversos. Son herramientas que sirven para contar este hecho histórico puntual. Al mismo tiempo, la idea era usar la Historia para contar una ficción, y no al revés”.
En cuanto a los diálogos, más allá de aquellas líneas tomadas directamente de la transcripción de las jornadas del juicio real, el director de La patota afirma que con Llinás ya tienen un método bastante aceitado para no caer en vicios, excesos o todo lo contrario. A pesar de considerarse un director muy apegado al respeto del guion, “no soy un talibán, y siempre permito que el actor desarrolle sus líneas cuando estamos filmando. Ricardo es muy del guion también, no es la clase de actor que sale a escena a ver qué siente en ese momento. Le gusta el trabajo de mesa, no tanto el ensayo, pero sí el poder leer las escenas y probar diferentes maneras. A Peter Lanzani no lo conocía y es un actor más ‘expresivo’, por decirlo de alguna forma, y quiso probar muchas posibilidades de composición. Finalmente, optamos por la forma más despojada y sobria posible. Por ejemplo, decidimos que Ricardo no tenía que parecerse necesariamente a Strassera, sino evocarlo. Lo mismo con Peter respecto de Moreno Ocampo. Es una película en la cual teníamos que ser muy cuidadosos y cualquier exceso podía llegar a distraer al espectador. La película presenta a un Strassera de ficción, que no está presente desde luego en el alegato que todos hemos visto, entre otras instancias iconográficas de su vida pública. Miramos muchas entrevistas y probamos a imitar ciertos gestos, el tono de voz o la manera de fumar, por ejemplo, pero el resultado era que esa cercanía que intentábamos lograr se desvanecía un poco. Un día estábamos filmando en la sala de audiencias y Ricardo estaba ubicado en la silla donde se sentaba Strassera. Como en el resto del edificio las cosas seguían su curso normal, había empleados dando vueltas. En un momento, un hombre que afirmó que había conocido al fiscal se le acercó a Ricardo, que estaba caracterizado, y le dijo ‘no te parecés en nada a Strassera, pero sos igual. Nos puso muy contentos, porque esa era exactamente la idea, lo que queríamos lograr”.
>El film documental de Ulises de la Orden basado en el material audiovisual del Juicio a las Juntas.
Las imágenes reales del Juicio a las Juntas que se entrelazan imperceptiblemente en Argentina, 1985 son la materia prima exclusiva y excluyente de El juicio, documental que Ulises de la Orden se encuentra terminando por estos días. La del director de Río Arriba y Desierto verde fue una tarea titánica: visionar las más de quinientas horas de material original, registradas diariamente por las cámaras de Argentina Televisora Color (ATC) durante el tiempo que duraron las audiencias, y transformarlas en una narración coherente, sin perder en el camino cuestiones relevantes o detalles de interés. Sin fecha de estreno aún, las tres horas de El juicio, divididas en dieciocho segmentos identificados con un título particular, como si se tratara de capítulos de un libro, se imponen como un potente retrato de un momento histórico único e irrepetible. Para Ulises de la Orden, el Juicio a las Juntas fue “un evento que tiene una importancia gigantesca. Si bien durante estos últimos años se lo ha comenzado a revalorizar, no deja de ser cierto que ha estado un poco soslayado, ‘tapado’. Por eso creo que es tan importante el material de archivo, esos 530 cassettes U-matic que, si bien no son exactamente inéditos, al menos en su totalidad, han sido muy poco vistos. En 1986, el dramaturgo Carlos Somigliana, que era colaborador de Strassera, armó una edición de doce horas, que permanece inédita y circuló sin tener una versión final. Somigliana trabajó con las desgrabaciones en papel y a partir de ellas utilizó algunas de las cintas. Durante muchos años se pensó que esas doce horas eran todo el archivo existente, pero no era cierto. Una vez que obtuvimos las autorizaciones de rigor, comenzó el desafío como documentalista de ver todas esas horas, un proceso que nos llevó nueve meses. A partir de allí, comenzamos a catalogar, a planillar y a pensar qué forma iba a tener El juicio”.
Siguiendo las enseñanzas de otros documentalistas que utilizan el material de archivo como herramienta central de la creación documental, como el ucraniano Sergei Loznitsa, de la Orden no altera el material original con voces en off didácticas ni entrecruza entrevistas actuales con los protagonistas que aún están vivos. De esa manera, mediante la práctica de un proceso inherente al arte cinematográfico, el montaje, el realizador construye una narración directa, sin intermediarios, en la cual los fragmentos elegidos y su orden son los que terminan estructurando la película. “Hubo varios guiones previos y fue allí donde comenzó a aparecer la forma final. En cierto momento hicimos un experimento: probar qué pasaba si traíamos el tiempo presente y lo conjugábamos con el archivo. Archivo que aún no teníamos en nuestras manos, porque todavía estábamos en una etapa previa. Strassera dice en el alegato final que para aquellos que transitaron el juicio fue como un descenso a los infiernos. Para nosotros fue algo parecido. Supongo que cualquier cosa ligada a un juicio por crímenes de lesa humanidad son fuertes, pero esto puntualmente es tremendo. La visualización, el hecho de trabajar tanto tiempo con el material, me dejó la sensación de que no había nada que pudiese mejorar ese archivo desde el presente. Me refiero a entrevistar a sobrevivientes, a los jueces que aún viven o a Luis Moreno Ocampo. La sensación fue que el material de archivo debía hablar por sí mismo, y en esa dirección comenzamos a trabajar. El primer corte de El juicio duraba ocho horas, y ya en ese momento teníamos mucho material que nos resultaba difícil sacar; es como si cada minuto que sacábamos equivalía a dejar de contar algo. La otra dificultad estaba ligada a la idea de que no queríamos que la película fuera una sucesión de casos, sino un relato dividido en capítulos, donde cada uno de ellos abordara un tema puntual. Ese fue el norte y así llegamos a esta versión final de tres horas, que esperamos presentar en algún festival importante durante los próximos meses, antes de su estreno comercial”.