Desconozco qué importancia puede tener, pero me acuerdo dónde estaba en el momento en que escuché ciertas canciones por primera vez. Digo, ese lugar común que relaciona memoria con hecho trágico (¿dónde estabas cuando ocurrió el atentado a las Torres gemelas?), también se cumple con momentos felices. No son tantas tampoco, tres o cuatro canciones que cada vez que escucho vienen con una foto en sepia adosada. Prófugos de Soda Stéreo: doce años, en la casa de Fernando, un amigo, en pleno verano, con los ombligos al aire y tirados como iguanas al sol. Todavía puedo sentir el impacto de esa introducción (que no envejece), como quien de pronto descubre un lugar en el que se siente a gusto y al que siempre querrá volver. No, fue mucho más que eso: un deslumbramiento, la fascinación de estar escuchando algo nuevo y poderoso por primera vez. Y aún más: algo que uno siente propio y se lo queda. Lullaby de The Cure: quince años, en el campo donde trabajaban los padres de Gustavo, otro amigo, en un grabador que se caía a pedazos, y en un TDK grabado y regrabado con otras canciones que cayeron rápidamente en el olvido, uno de esos compilados radiales que armábamos, con las canciones interrumpidas por la voz del locutor, o cortadas medio minuto antes para evitar precisamente esa catástrofe. El cassette era de Miguel, un amigo que murió hace unos años. Le pedí que me lo prestara porque quería escuchar esa canción muchas veces, todas las que fuera posible. Es una canción extrañísima y genial, con la voz de Robert Smith susurrada y unos arreglos de violines que me siguen maravillando y que en ese momento escuchaba con la luz apagada para sentir miedo.
En ese mundo, el mundo del que yo vengo, para escuchar música teníamos que desplazarnos. La música no estaba donde estábamos nosotros, había que ir a buscarla. Y ocupaba un lugar físico, la vendían en un local llamado disquería. Y en mi caso, que vivía en un pequeño pueblo en el que no había disquería, para acceder a la música tenía que desplazarme hasta otra ciudad; a Paraná, por ejemplo. En ese caso, la música estaba a cien kilómetros de distancia. Además, no era accesible al bolsillo de cualquiera. Había que ahorrar para comprar un disco o, mejor dicho, un cassette. Los que nacimos en la década del 70 y fuimos adolescentes en los 80, somos la generación del cassette: un momento breve y olvidable en la evolución de los dispositivos para almacenar música. Nadie tiene nostalgia de ese formato. O sí, pero es una nostalgia boba porque el casstete era una calamidad indefendible: se cortaba la cinta o se desmagnetizaba, se le salían las rueditas y los tornillos a la carcasa, se ponían como en cámara lenta porque se pegaba la cinta y había que sacudirlos para volverlos al ruedo. Pero esa es otra cuestión. La cuestión es que yo tenía quince años y después de escuchar esa canción de The Cure quería comprarme el álbum, Disintegration. No me acuerdo cómo junté la plata, supongo que se la pedí a mi mamá y ella me dijo que era mucho y entonces yo insistí hasta que la harté y ella terminó cediendo. O no cedió y se la birlé de algún cajón. Seguramente pasó esto último.
Un amigo me acompañó; fuimos a dedo desde Hernández hasta Crespo. Estábamos de vacaciones, así que nos tomamos el día: paseamos por el centro, revolvimos todas las bateas de la disquería, compramos el casete (yo estaba feliz, era mi primer casete original). Todavía lo tengo. Y todavía escucho (bastante seguido, por cierto) ese álbum, aunque ya no desde el casete, por suerte.
Lo mismo podría decir de los libros. No sólo que la biblioteca es parte indisociable de mi historia personal (por modesta que sea no deja de ser una historia), y no digo de todos porque sería una exageración y una mentira pero de gran parte de esos libros podría decir dónde, cuándo y en qué condiciones y situación estaba cuando los compré. En qué librería de saldo, o acompañado por quién, en la costa o en otra provincia, en fin, la prehistoria de cada libro. Y luego el lugar en el que los leí: ciertas lecturas remiten a momentos, a épocas, así como otras las definen. Hay una época Herman Hesse, una época Borges, una época existencialismo francés, una de cuentistas norteamericanos. Todo esto, soy consciente, es algo que sólo me puede importar a mí, pero de eso se trata, de la construcción de una historia personal, por pequeña que sea.
La tecnología barrió de un plumazo estas experiencias y las catapultó al pleistoceno. Para mi hija de ocho años la compra de un casete y el vuelo de un velocirraptor coinciden en el tiempo. No pretendo idealizar una época ni fetichizar nada, pero cuando pienso en los formatos digitales no puedo evitar pensar que hay toda una zona de la experiencia que se diluye, una serie de posibilidades latentes que el formato físico deparaba que hoy ya no están. Uno de los últimos libros que compré en una librería de saldos de Avenida de Mayo, uno de esos hallazgos cada vez más difíciles de encontrar porque todo migró a Mercado Libre y a precios delirantes, fue un ensayo de Milan Kundera, Los testamentos traicionados. Cuando bajé al subte para volver a casa y abrí el libro, descubrí entre sus páginas una carta escrita a mano en un idioma que deduzco debe ser checo (o a mí me gusta creer que es checo), firmada y fechada en septiembre de 2005. Desde entonces esa carta que no sé qué dice ni quién olvidó allí, es inseparable de la experiencia de lectura de Los testamentos traicionados. Un pequeño milagro oculto e inesperado que “un favorable azar me ha deparado”, diría el maestro.
Pero retomo lo de la memoria. Y voy a algo que escribió Camus en El primer hombre, una verdad triste y gigante como el mar: “La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte”. Estaba hablando de Proust, claro, y también les hablaba a los intelectuales de la burguesía francesa, pero sobre todo hablaba de sí mismo. Él era un argelino hijo de trabajadores vitivinícolas, nunca dejó de serlo, y si llegó a tener una memoria más extensa que aquella a la que estaba predestinado, fue en gran parte gracias a los libros. Los libros fueron la extensión de su memoria, una prótesis existencial que él supo anexar a las experiencias que la vida (y el sistema que la rige) le habían negado. Puede sonar romántico e idealizado; no lo es: es real.