Difícil dormir.
La mente fría es muy improbable en momentos como éstos.
El pronóstico es que así seguirá.
No supongan, ni por un segundo, que ser un comentarista profesional acerca ventajas analíticas frente a la imagen de un arma gatillada a centímetros de la cabeza de Cristina Fernández.
Recorro absorto de acá para allá, de un canal a otro. Prendo la radio. Veo las redes.
Escucho y leo que puede ser un loco suelto; que la custodia falló; que debe ser un sicario; que está todo armado por los kirchneristas; que de golpe hay una horda de expertos en pistolas, calibres y recámaras; que si pasa esto en Estados Unidos, que es un país serio, al otro día no se mueve nadie y acá el pelotudo de Alberto llama a manifestarse en las calles. Y así.
La verdad es que no escucho ni leo casi nada. Oigo y miro. Lo único que veo realmente es esa imagen de Cristina apuntada y, de inmediato, llevándose las manos a sus oídos.
Lo demás, lo que oí y miré, ya lo sabía y no esperaba otra cosa.
Me pregunto, sin embargo y en vano, cómo es posible que ese retrato estremecedor del odio no convoque a sus promotores para bajar siquiera un tono, un adjetivo, una jactancia.
Eso sí que lo vi y escuché, pero quizás me perdí algo. ¿Hubo alguien de la oposición -diría, sobre todo, de la mediática- que además del repudio y el protocolo solidario con Cristina llamara a eso de bajar un cambio, ahora que se cruzaron ¿todos? los límites?
Continuará.
Pero, por el momento, que vaya esa pregunta.