El Gran Movimiento

(Bolivia/Francia/Catar/Reino Unido/Suiza, 2021)

Dirección y guión: Kiro Russo.

Música: Miguel Llanque.

Fotografía: Pablo Paniagua.

Montaje: Felipe Gálvez Haberle, Pablo Paniagua, Kiro Russo.

Intérpretes: Julio César Ticona, Max Bautista Uchasara, Francisca Arce de Oro, Israel Hurtado, Gustavo Milán Ticona, Ricardo Aguilera.

Duración: 85 minutos.

Sala: El Cairo, hoy a las 22.30 (Bafici en Rosario)

9 (nueve) puntos

Entre las películas que la muestra Bafici en Rosario ofrece por estos días, destaca la posibilidad de ver El Gran Movimiento (hoy a las 22.30 en Cine El Cairo). Y no es una oportunidad cualquiera, habida cuenta de ser un film extraño, que perturba mientras indaga en sus imágenes, a las que desentraña con meticulosidad. Un trabajo admirable, que sitúa a su director, el boliviano Kiro Russo, como uno de los referentes del cine contemporáneo. Ya había llamado la atención con Viejo Calavera (2016), premiada internacionalmente y también en Bafici (Mejor Dirección, Fotografía y Premio del Jurado). Con El Gran Movimiento los laureles se renovaron y alcanzaron, entre otros festivales, al de Venecia. Pero más allá de los galardones, lo que destila el cine del director nacido en La Paz –con estudios en la Universidad de Cine de Buenos Aires– es una sensibilidad distintiva, que le permite horadar la superficie de las imágenes y encontrar preguntas, en personajes que transitan de manera sinuosa un argumento de encastres precisos.

Lo dicho para situar, básicamente, dos líneas narrativas. Una de ellas, la del grupo de mineros que viaja a La Paz en busca de la restitución de sus trabajos; Elder (Julio César Ticona), uno de ellos, enferma y respira mal, la debilidad lo aqueja y frustra las chances del trabajo diario en el mercado, entre bolsas inmensas de cebollas, cajones interminables, a deshora, mal pagados. La otra historia es la de Max (Max Bautista Uchasara), el viejo del bosque, que vive en una cueva bajo tierra, al abrigo de una naturaleza cuyas hojas secretas sabe identificar. Cuando visita el mercado, dialoga pero ya nadie le cree demasiado, sus alertas se vuelven palabrerías, motivo de risas. Él camina entre sus murmullos, cubierto de ropa amontonada y una barba desgreñada. Entre Elder y Max se teje un vínculo inesperado, en el que uno tal vez sea la respuesta del otro.

Entre ambos, destaca Mamá Pancha (Francisca Arce de Oro), quien parece ser madrina de Elder. Es vieja, de andar pausado. Elder no está seguro de ser su ahijado. Ella intercede ante el empleador para que subsane la falta de trabajo, pero también y sobre todo ante Max. Max y ella parecen ser viejos conocidos, que brindan con Coca Cola mientras riegan la Pachamama. Se bendicen en la amistad y saben recordan lo que otros ya olvidan o rechazan. Son la expresión del mundo que subyace, todavía latente, bajo las toneladas de ladrillos que Max enumera y rubrica numéricamente en un cuadernito por las noches: un movimiento de hormigas en hormigón armado que él observa. Ella y él saben de las sombras que acechan tras los árboles, de posesiones, y de la suerte que predicen las cartas. Nada que el médico de Elder pueda entender, preocupado como está por aleccionar a la vieja sabia, aferrado a exámenes físicos que sostengan el cuerpo desgastado ya no sólo de Elder, sino de la miríada de trabajadores que cavan la tierra, extraen sus riquezas, plantan edificios. En El Gran Movimiento, el saber médico es la herramienta del sistema, el engranaje que mueve a las piezas hasta su último suspiro.

Max, el viejo del bosque, encarna una de las dos líneas narrativas.

En tanto título de la película, “El Gran Movimiento” cifra bastante más. El movimiento social, laboral, de explotación, etc. Pero también el de una naturaleza que gira y se mueve más allá de todo ello, momentáneamente anestesiada –o eso parece– por la sangría que del planeta se practica (sangría que tiene un correlato preciso entre la extracción de sangre que le practican, en plano detalle, a Elder; y el ejercicio mismo de la minería). Además, el movimiento es cine. Entonces, ¿qué tiene para decir el cine sobre sí mismo?, ¿y desde un punto de vista situado en el margen? (Hay una cita, si se quiere, intra-cinematográfica y contenida en la misma La Paz, en una valla publicitaria que predica el estreno de un tanque de Hollywood).

Pero todo lo dicho aquí se vuelve insuficiente, porque de lo que se trata es de ver la película de Kiro Russo, de vivir sus imágenes. El relato surge guiado por elipsis, a través de planos de ángulos y movimientos similares, como si la cámara estuviera viendo desde una distancia prudente, hasta el logro del sostén argumental, situado en el cruce de sus personajes. Este cruce opera sin previsibles planos y contraplanos, sin músicas ni decorados de ocasión. Lo que se vive es el trajín de una ciudad abultada pero –gracia cinematográfica mediante– detenida en su vaivén, pausada en los gestos y decires de sus personajes, que pululan las venas de un asfalto bajo el cual todavía resuena algo anterior, antiguo. Que aún late. Y que la cámara de Russo indaga, al hacer actuar a personas verdaderas y desde el lugar que conocen, a partir de complicidades secretas, con quienes sabe jugar el juego del cine para, por ejemplo, encontrar un espléndido cuadro musical, de cuño ochentero, como si de las calles de Brooklyn se tratara. Una mofa extraordinaria.

Y todo esto, por si fuera poco, filmado en 16 milímetros, con el celuloide como materia donde imprimir imágenes de un collage intimista, a veces espectral, de urgencia poética: un cine bellísimo, pero no menos doloroso.

La función de esta noche contará con la presentación del crítico local Fernando Herrera. Bafici en Rosario es posible gracias a la tarea de Calanda Producciones, que integran Rubén Plataneo, Lucía Pittaro, Rocío Chavero, Leonor Reeves, Tomas Viú, y Ornelia Abadia.