El atentado a Cristina es la prueba fehaciente de que la violencia simbólica es el ariete de la violencia física. Primero el verbo y después el acto. No es un concepto complejo, es algo que puede ser perfectamente entendido en un preescolar. Se empieza por la injuria, por la caracterización perversa, por la humillación, por la mentira, por el desprecio, por la demonización. Mucha gente quiere matar al diablo. Como los alemanes a los judíos alemanes justo antes del nazismo. O como tantas veces antes, cuando un sector de alguna sociedad se erigió en inquisidor de los demás sectores. Heine escribió “Allí donde quemen libros, se quemará a las personas”. Primero el símbolo, luego la carne.
Cuando alguien es intercambiado para la opinión pública por un clon construido en usinas políticas, cuando para la opinión publicada y sus consumidores acríticos el odio es asimilado con la crítica, la mesa está servida para la violencia física, que puede terminar en el asesinato. La crítica exige una mínima honestidad y elaboración intelectual, algo de lo que son incapaces los miembros del ejército del periodismo de guerra.
El periodismo de guerra no es periodismo: es acción psicológica. Es la peor, las más execrable de las propagandas, porque no se basa en la exaltación de alguien o de un sector, sino en la maliciosa insistencia en la maldad de alguien o de un grupo. El periodismo de guerra es la caja de resonancia del poder real, que es su mentor y el que paga la ronda.
Nos hemos pasado años viendo el encarnizamiento con Cristina de los grandes medios, cosificándola y destripándola, con fotoshops que la mostraban golpeada u orgasmando, algo que jamás hubiesen hecho con un presidente varón. Para quebrar a un presidente varón lo minimizan, lo afeminan, lo avejentan, pero hay límites de género que hacen que algunas ideas ni se les ocurran a los editores. Con una mujer se puede explotar un abanico mucho más denigrante y sórdido. Se puede herir más. Casi sin límites.
Guadalupe Vázquez, de la Nación de Macri, y Amalia Granata, dos mujeres hijas sanas del patriarcado, fueron de las primeras en adelantar el relato en ciernes por parte de terceras y cuartas líneas que seguirán fomentado el odio, argumentando que todo es un invento de la chorra. Macri firma un repudio de ocasión pero Bullrich, como las otras dos adelantadas menores, juega a tenerla más larga y sigue vomitando odio.
Yo no sé si se dan cuenta de que están colaborando con la emergencia de un mito de la historia argentina. Cristina ha emprendido grandes acciones frente a grandes adversidades. Y las grandes adversidades siempre han sido ellos.
El repartidor que la noche anterior había sacado una llave inglesa de su mochila, había ido a agredir a los que defienden a la chorra. Consultado por una periodista mientras lo esposaban, dijo que la chorra tiene la culpa de cómo está el país. Fernando Sabag Montiel, un frecuentador de móviles televisivos y un admirador de los nazis ucranianos que tienen tatuado el sol negro, gatilló dos veces para matar a Cristina. Desconocemos aún sus respuestas, pero las que sean se producen en un contexto en el que el odio político y mediático se acerca al clímax y los llamados a la muerte del enemigo tallados por mil voces sin el menor escrúpulo convierten este intento de magnicidio en un síntoma previsible.
¿Cuánto tiempo más van a fingir demencia? La línea directa de instigación al odio y sus consecuencias es hallable en absolutamente todos los hechos históricos de guerras civiles o catástrofes humanitarias.
Hay coordenadas que no por ánimo conspirativo sino por simple asociación de ideas se juntan en el punto de la locura tanática desatada en la Argentina y en el mundo. El macrismo es una consecuencia más de esa locura. Su faz más revulsiva la encarna Bullrich, pero como hemos visto desde el sábado 27, ésa es la lógica partidaria, la violencia es la vara que los hace sentir potentes. La impunidad es lo que los hace sentir poderosos. Solo por eso dejan volquetes llenos de piedras a la vista de todos y llevan balas de plomo: no saben ejercer autoridad sino a través del odio y la amenaza de muerte.
Ante esta sombra tan oscura, resplandece lo que somos y lo que queremos ser. Acá puede haber grieta, pero no hay dos demonios. Acá hay un sector que quiere eliminar al otro, y no es recíproco: aspiramos a derrotarlos electoralmente, jamás a suprimirlos. Néstor y Cristina nos devolvieron la política pura, desmilitarizada. Sembraron una cultura política pacífica y por eso mismo a veces nos preguntamos cuántas veces tendremos que poner nuestras mejillas. Pero tenemos algo claro: amar a Cristina también es amar la vida en paz.