Cuando se persigue la desaparición política de una expresidenta elegida dos veces por el voto popular, vice en la actualidad y líder de un movimiento histórico de masas, se viaja por un camino sin retorno. Ésa, su desaparición física en el plano simbólico, acompañada del pedido fiscal de cárcel e inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos, equivale a la bala que no salió de la recámara del arma que portaba el brasileño con DNI argentino Fernando Andrés Sabag Montiel. Una bala que le apunta al corazón de la propia democracia. No la mata, aunque sí la empuja hacia un abismo de incertidumbres y peligros. Prefigura un escenario distópico.
El intento de magnicidio es la consecuencia inmediata de una preparación calculada del patíbulo. Montado por la oposición crispada de la derecha que ahora es destituyente y cuyos padres fundadores fueron golpistas o cómplices de la dictadura genocida. La maquinaria judicial se encargó de afilar con esmero la guillotina del lawfare desde su trinchera en Comodoro Py. Esa doctrina continental inoculada desde Estados Unidos con sus cursos para jueces, aunque nació en los cuarteles gracias a un ensayo del general de división retirado Charles Dunlap – un hecho no demasiado difundido - y recién después fue asimilada en el plano político-judicial. El cuadro de patibularios lo completa el colosal aparato multimedia que escoge a las víctimas y oculta a los victimarios con indisimulado cinismo y beneficios dinerarios. Ergo, generosa pauta publicitaria. Es el productor de sentido y redactor de una sentencia previa que convalidará la ejecución socialmente.
La Triple Alianza política, mediática y judicial busca derrocamientos cruentos o incruentos y procesos de estigmatización con su clásica retórica contra el populismo. Como si no existieran expresiones de ese signo en la derecha. Siempre intentó borrar del escenario electoral propuestas que no estuvieran alineadas con el Consenso de Washington. En otras palabras: la letra que dictan el FMI, el Banco Mundial y el BID, los principales organismos que condicionan o aplastan la capacidad de respuesta de nuestros países en Latinoamérica.
Las ideas que se oponen a esa fuerza operativa o task force, peregrinas para el poder político, corporativo y hegemónico de EE.UU en el hemisferio occidental son, con matices, aquellas que no le rinden pleitesía al nuevo orden neoliberal. Más dóciles cuando se trata de negociar o muy confrontadoras, de modo genérico son estigmatizadas como populistas, cuando no comunistas, y hasta por decantación natural izquierdistas. Como si hubiéramos regresado en un vuelo rasante a la Guerra Fría. Una tendencia típica a uniformizar del fascismo.
Aquellas ideas las encarnaron presidentes y presidentas que terminaron destituidos/as o zafaron por un pelo. Faena que se completó después con una persecución jurídica sistemática que buscaba su rendición incondicional o su ostracismo político. La lista es extensa: Hugo Chávez en Venezuela, Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay, Dilma Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula otra vez en Brasil y Cristina Kirchner hoy en la Argentina.
La guerra jurídica y mediática necesita significantes de carne y hueso para señalar que la corrupción endémica, intrínseca al sistema capitalista, es socia congénita del populismo y no del liberalismo. El lawfare hizo escuela para acorralar líderes democráticos que podrán o no gustar, que pudieron o no defeccionar, pero que ganaron elecciones inobjetables. Lula soportó 580 días en prisión por una causa que armó el exjuez Sergio Moro, premiado después con el Ministerio de Justicia por el actual presidente Jair Bolsonaro. Cristina pudo ser asesinada si su ejecutor no hubiera mostrado impericia en el manejo de su pistola Bersa. Hoy estaríamos hablando de otro país. De un magnicidio que por azar solo quedó en un intento.