Era el último martes de junio del '17, nadie festejaba nada en el Monumento, anochecía con desgano en Rosario. Había ido a la salida del Normal 2 a buscar a Tomás, mi hijo menor. Cruzamos en diagonal la plaza San Martín y llegamos a tiempo a la escuela de España y Santa Fe. Sus clases de teatro terminaban a las 8. Dos horas, tenía ese espacio para leer y un libro reencontrado en el desorden de mi biblioteca. Así que había caminado otras dos cuadras, entrado al bar Victoria y como siempre, había buscado una mesa lejos de la puerta, abierto con cariño el libro y pedido un café mediano.
El libro era uno de tantos que había comprado con desesperación durante la dictadura y, como tantos otros, no había podido leer durante mi exilio interior. La primera edición de El hombre precario y la literatura de André Malraux realizada por la Editorial Sur. Una edición argentina salida a pocos meses de la original hecha en París por Gallimard. Siglo pasado. La moza trajo el café. El libro fue ofreciendo sus palabras sobre el papel amarillento. Sin apartarme de la página, abrí el sobrecito de edulcorante y lo derramé en el pocillo. Con el primer sorbo, ya no pude desprenderme de una imagen de Victoria Ocampo, su elegancia natural y su cabello blanco ceniza. Toda ella caminando sola con un galgo por una calle empedrada de Buenos Aires. La fotografía había sido tomada a sus espaldas, publicada en un semanario acompañando la nota de su muerte y se me aparecía cada vez que hojeaba ese libro.
El imperialismo de la palabra simula eternidad.
De a poco, el espacio de los años y los detalles del siglo, me habían ayudado a ir superando el conflicto que mantenía con la literatura; había asumido que nunca generaría plusvalía como escritor, que lo poco aprendido del oficio no era suficiente para entrar en la burbuja del mercado editorial. Disfrutaba de la vida lejos de la impotente batalla de la escritura y los rigores legitimizantes del "ambiente literario" en una ciudad donde hay más poetas que habitantes. Decidí pagar las deudas atrasadas con mi biblioteca, ordenarla, mantenerla lejos del polvo, vender los libros inútiles, leer los pendientes, los indispensables. Escribir nada, poco, lo menos posible. Como si fuera un sauce.
Ese atardecer había logrado desligarme de casi toda la atmósfera cotidiana, me dejaba llevar por las palabras traducidas, pensando que era casi imposible que Malraux no hubiera leído algo o mucho de Guy Debord y los situacionistas para aplicar algunos de sus conceptos en su "precario" ensayo sobre la literatura francesa. Tal vez esas ideas "se respiraban" en el aire parisino de los '60 y todos estaban tan empapados por ellas que no necesitaban citarlas. ¿Godard cita a Debord en alguno de sus films?
"La creación trastorna más que perfecciona", estaba subrayando con lápiz la frase, cuando empecé a sentir una fuerte presencia. Me pasa, me sucederá muchas veces, lo siento, no sé bien qué puede ser, si energías o paranoia, hay acontecimientos que parecieran mandarme mensajes de texto a la piel. Dejé el lápiz a un costado y por un par de minutos no pude juntar valor para levantar la mirada de la página 8. "Desde Villon a Verlaine. Ya el conflicto entre los valores oficiales y los de los escritores desaparecía ante el imperialismo provocador de toda historia de la literatura".
Empecé a transpirar. Empantanado en el instante, me parecía que toda la gente del bar y hasta los poetas que pasaban por la vereda, me señalaban con desaprobación por no atreverme a alzar los ojos del libro y enfrentar la realidad anunciada.
Mezcla de bochorno, intriga y placer. No sólo percibía que alguien me miraba, sino que quien lo estaba haciendo era una mujer, su mirada: una caricia. Y más, era diferente, me miraba "en italiano". ¿La escuchaba? Y había más que eso, pero lo desconocía.
"Entonces/ahora/después."
No sé cómo, pero al fin lo logré. Dejé el libro a un costado, dejé que Malraux siguiera con su mirada firme y autoritaria en la foto de la tapa, busqué ayuda en el pocillo de café, levanté la cabeza y entonces la vi. Era ella, no había dudas, la Vitti, Mónica Vitti. Atemporal. Una chica de unos 40 años estaba hablando en italiano con un móvil en la mesa más cercana, había inclinado su silla hacia el pasillo como para que nadie pudiera dejar de mirarla. Se sonreía, la juventud se resistía a abandonarle la piel, miraba hacia un costado suponiendo interlocutor, el cabello rubio le tapaba medio rostro. Tenía el más hermoso par de piernas que nunca hubiera soñado desear, salían de una ajustada falda blanca y estaban cruzadas. Dejaba de hablar y su sonrisa ponía al universo en stand by. Hablaba y todos los deseos se confirmaban, ella giraba suavemente usando el taco aguja de su zapato derecho como eje. O punto de contacto terrenal.
El tesoro que no ves. Dos piernas no son un bosque.
En la pantalla del bar apareció Genesis y su "I can't dance". Sin sonido, algo me hacía escuchar la música, la melodía en los poros, tuve muchas ganas de invitarla a bailar. Todos los instantes de mi vida en que me habían arrebatado deseos de bailar, brotaron, se concentraron en aquel momento, hicieron ronda alrededor de aquella mesa. Piernas.
Para hacer el amor, hay que saber bailar.