En los libros de Virginia Woolf se comen lenguados salpicados por una salsa a la que se llama “moteada como la piel de un gamo”. Las coles son rizadas “como la cabeza de una dama peinada a la croquignol”, y las patatas “tan doradas como el anillo del rey”. Katherine Mansfield escribe que dos llamaradas son “como la cornamenta de un ciervo encantado”. Colette habla de una araña que baja por un hilo a beber de una taza de chocolate “como si se tratara de atrapar la delicadeza de una monja leyendo a la luz de una lámpara votiva”. Natalie Barney dijo que “Janet Flaner era brillante como un botón pero ¿a quién le importa un botón?”

Ahora me pregunto: ¿dónde fueron a parar estas simpáticas comparaciones menos atentas al principio de semejanza que a la imaginación? Exageradas, caprichosas, irrumpían en nuestra lectura haciéndonos sonreír. Los textos del presente parecen exigir cada vez más el ahorro, el derecho viejo. ¿A quién le importa ahora que Voltaire haya dicho: “el primero que comparó a una mujer con una flor fue un poeta, el segundo, un idiota.” Lo que importa no es la originalidad sino la velocidad - Isabel Allende, otrora adicta a las frases largas y henchidas de adjetivos, declaró hace poco en un canal de Miami que podía reconocer las cartas de los latinoamericanos por su volumen. En cambio las que le llegaban de EEUU ¡qué síntesis! Declara que renuncia a las tradiciones barrocas en aras de un lenguaje sencillo y popular. Olvidados Lezama, Sarduy y Arenas, termina por recomendar para América una lengua literaria que fuera por poco una traducción del inglés.

Sin embargo, desde el principio, nosotros escribimos más largo. Los géneros de la conquista de nuestras tierras fueron, según Carlos Monsiváis, la crónica y el teatro misionero de evangelización. Y la figura retórica insistente: la comparación, la que se dirige a un lector que, se sabe, difícilmente accederá al objeto que el cronista describe, el nuevo mundo. Por eso el cronista de Indias suele comparar aquello que descubre – extraño, a veces amenazante –y que desea transmitir, con lo que el lector conoce. “Ellos los Indios se ponen una piedra redonda y azul del tamaño de una ficha de dama” escribe Ulrico Schmidel en Viaje al Río de la Plata. Esa debe haber sido la primera comparación escrita en nuestra tierra, pero no fue en español sino en alemán. Mil quinientos hombres habían llegado en los bergantines de Mendoza. El hambre, las pestes y las flechas los habían reducido a quinientos. Ulrico, robusto y bávaro, ni adelantado ni analfabeto, deseaba una modesta posteridad y lo logró con sus imágenes exageradas y su etnografía de entrecasa.

Ya en el siglo XX José Martí describía el elevador de Gable, un pueblo de Long Island, como más alto que la torre de la Trinidad de Nueva York y “dos veces más alto que la torre de nuestra Catedral a cuya cima suben los viajeros suspendidos en una diminuta y frágil jaula a una altura que da vértigos”. Estas comparaciones son utilitarias, pedestres como una señal de tránsito. Su falta de poesía contrasta con las llamaradas en las que Katherine Mansfield veía la cornamenta de un ciervo encantado, y Virginia Woolf, la cabellera de una dama peinada a la croquignol, imágenes voladas que apenas enlazan miméticamente un elemento con otro.

En el presente el reality show, el documental falso y el arte de inmersión hacen que todas las cosas parezcan como. La tecnología crea imágenes al parecer sin límite aunque tengan un monocorde formato previo como el monotemático bosque de las series de Netflix. Y Google maps nos muestra el elevador de Gable sin necesidad de comparaciones.

¿Será por eso que hubo una época en que el como fue una muletilla que se metió en nuestra habla cotidiana. “Es como que ya no tengo tiempo para mí”, ”es como que estoy enamorada”, ”es como que me hace gorda”.

Intervalo didáctico: cuando los elementos comparados carecen del nexo como uno de ellos sustituye al otro como cando decimos “el sueño eterno” en lugar de “la muerte”

Ya no se leen sonoras comparaciones que llegaban escandalosamente a la gordofobia como cuando Virginia Woolf dijo que leer La Ninfa constante de Margaret Kennedy era tan pesado ”como una gorda en un pantano”. Pero algunas comparaciones deberán tener un manual de uso que evite su exageración en busca de un desdichado impacto: en los comienzos del gobierno democrático tres internos de la cárcel de Devoto que participaban de un homenaje a Foucault compartían un escenario en el Centro Cultural Ricardo Rojas. A la hora de la participación del público, un joven alumno de la UBA levantó la mano y dijo: la universidad es como una cárcel. Los internos de Devoto guardaron un respetuoso silencio. Uno de ellos, tal vez para empezar a señalar las diferencias, descubrió pedagógicamente su pecho y mostró las marcas de torturas y balazos recibidos durante la última dictadura militar. Es que hay acontecimientos que son incomparables. No hay nada como Auschwitz, no hay como el secuestro y desaparición de personas. Quizás podamos dar impertinentemente una vuelta a la sentencia de Adorno de que no se puede escribir poesía después de Auschwitz: no se puede escribir poesía con Auschwitz porque no se admiten las metáforas de esa experiencia salvo para los sobrevivientes como aquellos que creyeron ver llamas saliendo de los altos hornos lo cual era imposible porque éstos eran ignífugos. ¿Mentían? No, eran poetas y tal vez acababan de acuñar la única metáfora para Auschwitz: el infierno. Estos días se hicieron muchas comparaciones, las más simplistas, llenas de mala fe, del fiscal Nisman con el fiscal Luciani, del fiscal

 

Luciani con el fiscal Strassera, la corrupción con un cáncer y el número de víctimas de la pandemia con dos holocaustos. Pero no se trata de simples números, un sistema industrial de muerte no es un sistema de medidas. Así como nada es como Auschwitz nada es como un holocausto o dos.