El recuerdo es el idioma de los sentimientos. La periodista argentina Gabriela Selser no quiere que su pasado como alfabetizadora de la revolución y corresponsal de guerra en Nicaragua sea como remotas fotos color sepia extraviadas por el agujero negro del silencio y la nostalgia. “Éramos tan jóvenes entonces, con esa juventud que no necesita apellidos. Sobraba futuro porque estábamos llenos de vida. Obstinados, invencibles. Hasta proféticos, podría decirse. Había tanto por hacer y el mundo cabía en la palabra compañero. Bueno, nuestro mundo, porque un día le dije compañero a un taxista y me contestó ‘compañeros son mis huevos’”, revela Selser al inicio del libro de memorias Banderas y harapos. Relatos de la revolución en Nicaragua, prologado por Sergio Ramírez, que se presentará hoy por partida doble: a las 11 en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata (Aula 23, en Diagonal 113 número 291) y a las 18.30 en el Centro Cultural Caras y Caretas (Venezuela 330). La autora dialogará con los periodistas Stella Calloni y Julio Abel Ferrer, y la escritora María Josefina Cerruti. “Uno se pregunta quién se robó la historia y nos dejó el cinismo. Quiénes apagaron la memoria. Qué se perdió para siempre y qué nos queda hoy. Donde está lo que fuimos…”, agrega la periodista, hija del periodista e historiador Gregorio Selser, que es corresponsal en Managua de la Agencia Alemana de Prensa (Dpa).
Luego de la larga lucha sostenida contra la dictadura de Anastasio Somoza, los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) establecieron un gobierno revolucionario en 1979. Una sofocante Managua le dio la bienvenida a Selser el 11 de febrero de 1980, que viajó desde México, adonde se había exiliado su familia tras el inicio de la dictadura cívico-militar argentina. Al día siguiente se presentó en las oficinas de la Cruzada Nacional de Alfabetización: “Vengo a alfabetizar”, le anunció sin dejar de mascar chicle a la secretaria del sacerdote jesuita Fernando Cardenal, coordinador de la Cruzada y hermano del famoso poeta Ernesto Cardenal, que en la década del 70 fundó una comunidad de artistas campesinos en la isla de Solentiname. El destino de la joven fue San José de las Casquitas, una comunidad de unas cuarenta casas de adobe y madera “que semejaban cajas de fósforos esparcidas al azar junto a los riachuelos, sobre las colinas, desperdigadas entre los recovecos de aquellos cerros donde el mundo parecía acabarse”. “Durante seis meses movilizaron a 100 mil jóvenes nicaragüenses para alfabetizar a medio millón de campesinos –cuenta Selser a PáginaI12–. Yo llegué a Nicaragua en el 80 porque había tenido vinculación con el grupo de solidaridad de la revolución, había oído hablar de Sandino desde que nací por los libros de mi papá. Entonces cuando triunfó la revolución, le dije a mi papá: ‘Me voy a Nicaragua’. Primero no me quería dejar ir porque yo tenía 18 años y no había ido sola más que al cine. ‘Dame un argumento que me convenza’, me dijo. ‘Vos hiciste la teoría, ahora dejame a mí hacer la práctica’. ‘Me convenciste’, me dijo. Y me pagó el pasaje”.
Selser pronto decidió que se quedaría en Nicaragua. Mientras estudiaba periodismo empezó a trabajar en la Agencia Nueva Nicaragua (ANN), la única agencia de noticias de la revolución. Allí tuvo como maestros a Juan Gelman, Stella Calloni, el boliviano Antonio Peredo y el chileno Renato Julio, entre otros. “La experiencia de la alfabetización me permitió movilizarme a la montaña a trabajar como corresponsal de guerra cuando comenzaron los ‘contras’, grupos militares armados apoyados por Estados Unidos, que incursionaron por la frontera norte para atacar escuelas, centros de salud y cooperativas sandinistas. Así comenzó la guerra de los ‘contras’ que duró más de nueve años. Las primeras coberturas de guerra las hice a los veintidós años, en 1982. Viajábamos en buses que iban hasta el norte, pero teníamos que vestirnos de militar para que nos recibieran en el batallón de guardafronteras. Si íbamos de civil, no nos recibían; era una cosa medio loca porque no teníamos entrenamiento militar, pero teníamos un fusil a la espalda. Como un soldado”, compara Selser que cubrió esa guerra siete años consecutivos: dos en ANN y a partir de 1984 en el diario Barricada, el diario oficial sandinista.
“Esos años fueron muy intensos; yo perdí amigos, conocidos, vecinos y un ex novio en la guerra. Vi morir mucha gente al lado mío; vivíamos situaciones de angustia muy grandes y en medio de todo eso estaba el bloqueo y no había comida, pasta de dientes, papel higiénico; una situación super crítica que vivió el país. Sin embargo, tenías que vivir en eso porque lo otro era decir no quiero seguir adelante y te ibas con los ‘contras’ o te ibas del país. Nosotros convertimos la revolución en un proyecto de vida, habíamos apostado todo, incluso no nos importaba morirnos -reconoce la periodista-. Cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones en 1990 con Violeta Chamorro, fue como si se nos acabara la vida. Yo me desperté al día siguiente y me pregunté: ¿qué voy a hacer? ¿cómo voy a vivir sin esto? Igual que mucha otra gente, le puse una lápida a ese pasado; no vamos a recordar nada de lo que pasó. Desde entonces prácticamente no se volvió a hablar de la revolución”.
La derrota moral
El pasado nunca pasa y no se puede renunciar a él. “Ahora, por alguna razón que desconozco, toda esa memoria se está despertando. Hay un hueco de desmemoria en el país, donde mucha gente se resignó o se afrentó de lo vivido porque en 1990 una parte de la dirigencia del Frente Sandinista se corrompió; estuvo el episodio de ‘La Piñata’ en el que se repartieron mansiones, fábricas, grandes haciendas. Para los que habíamos apostado todo por el proyecto de la revolución de pronto nos dio vergüenza, lo vivimos como una derrota moral, y hubo un período de silencio prolongado. Yo continué trabajando y volví a México después de la muerte de mi papá, del 92 al 95. Mi esposo estaba estudiando un doctorado en la Universidad Nacional de México y pensé que era un buen momento para acompañar a mi mamá y tomar distancia de Nicaragua. En el 95 regresé a Nicaragua como corresponsal de Dpa, agencia en la que sigo trabajando”, resume Selser las idas y vueltas de su vida.
A finales de los 90, Selser tenía pesadillas recurrentes sobre combates y gente muerta. “Me atormentaba de tal manera que me levantaba a media noche porque no podía seguir durmiendo. Un día dije: ‘voy a escribir lo que estoy soñando’. Me di cuenta de que en los sueños veía lugares que eran vivencias que había tenido. Entonces fui a buscar los archivos del diario Barricada y recurrí a mi Diario de campo, un diario que teníamos los alfabetizadores, donde contábamos todo. Empecé a escribir los sueños como relatos cortos a ver qué salía. La idea era sacarlos de adentro. Fotocopié mis artículos del diario Barricada y comencé a recrear esas crónicas, muchas eran de agitación y propaganda, poniendo el toque humano.
–¿En qué consiste “el toque humano”?
–Yo veía el reportaje sobre una cooperativa que habían destruido los “contras” en la montaña. La crónica decía que la contrarrevolución atacó, que había tantos muertos y destruyeron esto y lo otro y entrevistaba a tres o cuatro personas. Yo traté de volver al lugar mentalmente para recordar lo que sentía en ese momento, la expresión que tenía la gente con la que hablaba. Me suelen preguntar en qué momento esa crónica periodística se convierte en literaria y creo que fue cuando volqué toda la emoción de lo que sentía en ese momento, que no podía hacer como periodista porque teníamos que buscar el dato preciso, riguroso. Las crónicas me sirvieron para el dato preciso y riguroso de la fecha y al lugar adonde viajé y cómo fue el ataque y qué fue lo que pasó. Pero la emotividad se la puse después.
Banderas y harapos, a ocho meses de su publicación, va por su tercera edición, lleva vendidos más de 3.000 ejemplares y es documento de estudio en tres universidades de Nicaragua. “Si uno no escribe ahora, ¿quién lo va a hacer? Yo escribí el libro en el 2000 y se lo llevé a Sergio Ramírez, que escribió un prólogo precioso. Pero me dio terror publicarlo y lo guardé. No porque tuviera nada malo, sino porque me revivía otra vez aquellos años –aclara Selser–. Traté de publicarlo dos, tres veces, y me volvía a deprimir. Yo perdí a mi hermana Claudia, que murió en 2013 en Buenos Aires, por un cáncer, y en 2015 murió mi mamá. Ante el sentimiento de pérdidas tan cercanas, me invitaron a hablar en la universidad sobre los corresponsales de guerra y viví el interés que había de los muchachos por saber, por conocer; jóvenes de 18 años que no tienen idea de lo que pasó en Nicaragua porque los libros de historia no hablan de la revolución…”
–¿De dónde viene el título “Banderas y harapos”?
–El título alude al poema de una poeta y actriz costarricense, Virginia Grütter. Ella escribió un poema que se llama “Bandera de harapos”, que eran las banderas de Sandino, porque él tenía un ejército de campesinos y harapientos. Es un poema bellísimo que Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, íconos de la música de Nicaragua, musicalizaron. Yo quise tomar la idea de esa canción para hacer un paralelismo en el que pudiera reflejar lo que fue la época de la revolución, los sueños, la utopía, las banderas… Los harapos es la realidad actual de Nicaragua, que sigue estando con sus metas sociales y económicas por cumplir. Los propósitos, los objetivos de la revolución, quedaron pendientes. Nicaragua sigue siendo el segundo país más pobre de América Latina, sigue teniendo la calidad de educación más deficiente de Centro América. Uno se pregunta también qué pasó con todos esos sueños y por qué murió tanta gente, ¿no?
–¿Qué análisis puede hacer de lo que pasó?
–Yo creo que todo estaba por hacer… La Revolución se acabó en el 90. Una parte del Frente Sandinista se enriqueció en nombre del pueblo. Los sueños todavía están pendientes. Este libro trata de dos cosas: recuperar esa memoria, darle voz a esos protagonistas que quedaron silenciados con la derrota electoral en el 90 y con el fin de la revolución. Recuperar la memoria también como una forma de sanar. Y por otro lado, honrar el pasado. No fue una vergüenza lo que vivimos, no fue algo que no valió la pena. Los estudiantes dicen: “nosotros ahora somos apáticos a involucrarnos en cuestiones políticas porque nuestros padres nos han dicho que no nos metamos en eso porque a ellos les fue mal”. El mensaje que se ha dado a la juventud es “no se metan en nada que sea entregar la vida por un proyecto político porque en Nicaragua fracasó”. El libro trata de honrar ese pasado: sí valió la pena porque la gente aprendió a leer, a escribir, porque hubo una defensa del país, porque las mujeres y los hombres también aprendieron a reclamar por sus derechos, los trabajadores pueden salir a la calle y hay movimientos sociales fuertes, opositores incluso al gobierno.
–¿Por qué decidió dedicar un capítulo del libro a una de las tantas visitas de Cortázar a Nicaragua?
–Cortázar estuvo muchas veces en Nicaragua, incluso estuvo, como cuento en el libro, en una vigilia de paz que se hizo en la frontera con Honduras, en el norte, en un poblado que se llama Bismuna, una aldea de indígenas misquitos que había sido arrasada por los “contras”. Me tocó cubrir esa visita con Cortázar y otro grupo de intelectuales que llegaron a hacer presencia pacífica. Pero estábamos a cien metros de la frontera y de los “contras”, o sea una locura, ¿no? Cortázar cavó refugios y trincheras junto con los soldados, como uno más. No solo Cortázar, también estuvo Eduardo Galeano, monstruos de la literatura, pero nosotros como periodistas estábamos en la vorágine del trabajo cotidiano y no teníamos conciencia de la importancia de los que nos visitaban. Yo entrevisté en Cuba a Fidel Castro y era como uno más para mí…
–¿Cómo vivió la muerte de Fidel?
–Lo que pasa es que a la vuelta de los años uno pierde mucho el romanticismo, ¿no? Yo admiré a Fidel Castro, le reconozco sus dotes de líder y que América Latina tiene un antes y un después a partir de Fidel. Pero la política de apoyo a los países, a la salud, a la educación, al envió de maestros, no se corresponde con las restricciones que su gobierno tenía hacia la gente de Cuba. Está bien que preparen a la gente, que estudien, que sepan leer, que sean grandes profesionales, que tengan la mejor salud de América Latina, pero si no hay libertad, me parece que todo un proyecto se puede poner en duda.