Puede interpretarse que no hay ninguna novedad.
Que, aunque advirtiendo que las escalas de violencia son diferentes, nada varió en lo sustantivo desde el surgimiento del peronismo. Durante la Resistencia. En el genocidio. En el 2008, a favor o en contra de “el campo”. O la oportunidad que se escoja.
También puede entenderse que no es lo mismo porque, esta vez, ya no sería cuestión prioritaria de dos grandes bloques enfrentados (el “pueblo” contra el resto), sino de un desparramo donde, además de esos agrupamientos convertidos en primeras minorías intensas, hay demasiada gente desorientada e indiferente. Y jóvenes -muchos, o tantos como para alarmarse- que adhieren a discursos de ultraderecha.
Cualquiera sea la opción elegida, acaba de producirse un atentado escalofriante contra la líder sustancial de este país. Aquella en derredor de la cual gira el centro de toda la escena política. Debe decidirse qué se hace con eso, muy por fuera de lo que se pruebe sobre la “soledad” o acompañamientos de quien empuñó y gatilló el arma.
No es un profesional, por lo pronto.
Pero debe tenerse enorme cuidado con la palabra “loquito”, como se previene desde varios referentes del campo académico.
El sociólogo Pablo Alabarces (ver la excelente nota de María Daniela Yaccar en Página/12 del sábado, sobre “El camino que va de la palabra a la acción) recuerda la ¿obviedad? de que “(…) por supuesto, hay sujetos con ciertas situaciones patológicas. Pero (…) las acciones de los seres humanos tienen explicaciones socioculturales. No existen los violentos, sino sujetos que actúan violentamente en contextos determinados por razones determinadas. El fulano piensa que en determinado contexto su acción es legítima. Participa de cierto marco que la explica, y que le dice que tan mal no está matar a Cristina”.
Jorge Alemán (en Marca de Radio, también este sábado) refuerza que “la agenda mediática de la ultraderecha puso toda una batería de herramientas para que esto suceda: ‘el loco’ apareció”.
Así, lo que importa es qué hacemos, quiénes, con este episodio terrible, al margen de si la custodia fue un espanto y de que se suman aspectos tenebrosos o inconcebibles, como lo anticipado por Raúl Kollmann en torno de que podría haberse borrado la prueba clave sobre la información del celular de Fernando Sabag.
El detalle de quiénes callan, y el de cómo se dice, es más fuerte que el relativo a quiénes vociferan.
Para reiterar una advertencia ya expuesta por el firmante en columna de este diario: ninguna de las muestras opositoras, de rechazo al atentado, supera el protocolo básico de solidaridad forzada con CFK.
A virtualmente nadie se le ocurrió pedir, ni apenas para disimular, que se baje un cambio en la intensidad enloquecida de la confrontación política.
Patricia Bullrich, sin ir más lejos y agregado a que como dirigente fundamental del Pro ni se dignó a condenar el hecho, dijo que la cadena nacional del Presidente fue propia de un especulador que quiere sacar ventaja de victimización.
Pudo haber opinado, visto el incendio de las circunstancias, que no estaba de acuerdo con Alberto Fernández, ni con el feriado del viernes, ni con llamar a manifestarse en las calles, porque el momento era dramático y se requería algo de tranquilidad.
Pero no podía ni puede hacer eso porque responde al marketing del odio que le asegura(ría) votos a su espacio. Un espacio muy amplio.
Ese es un punto que, en general, los sectores progres tienden a eludir porque es más confortable adjudicar culpas exclusivas a los partidos Mediático y Judicial.
Error: el odio político constituye a una parte enorme o muy significativa de esta sociedad. Es aquello que usa el gorilaje cuando señala que la mejor creación del peronismo es el antiperonismo.
Por eso, más allá de que los vociferantes son políticamente incorrectos para el tamaño suceso de una intentona de magnicidio, y de que su estatura intelectual no supera mínimos indispensables (Amalia Granata, Guadalupe Vázquez, Florencia Arietto, Martín Tetaz, Yamil Santoro; y operadores periodísticos capaces de decir, en medio del arma gatillada, que esto beneficiaría a Cristina 2023), no hay que engañarse.
No existe la unidad “pueblo”, cual si fuese un sujeto unívoco al que apelar contra la oligarquía.
Con todo respeto emocional por quienes continúan empleando tan gigantesca palabra, pueblo, para trazar diferencias de necesidades (que no de intereses), eso es romanticismo inconducente. Vetustez ideológica.
Ellos -el enemigo que la corrección política obliga a denominar como adversarios- también representan al pueblo, cada vez más desperdigado. Hay pueblo mayoritario y/o silencioso que sufre las consecuencias de una inflación descomunal, más tarifazo al caer. Y una de cuyas secciones, simultáneamente, además debe dedicarse -y vaya si lo hace, con un entusiasmo impactante- a defender la democracia. O a defenderse a secas contra quienes han llegado al extremo de la pasividad, frente a una tentativa de asesinato institucional.
Lo que le pasa a Cristina excede al horror de la imagen en la noche del jueves.
Ninguno de los errores que haya cometido y en que continúe incurriendo, como gestora e integrante decisiva del Frente de Todos, impide registrar lo siguiente.
¿Quién es la que viene llamando a un acuerdo nacional para reconstruir un esquema capitalista de mayor justicia distributiva?
¿Quién es la que, hace rato, insiste con que debe corregirse una cultura bimonetaria devastadora?
¿Quién les recuerda a los grupos concentrados y a la tilinguería empresarial que nunca les fue mejor que con el kirchnerismo?
¿Quién alienta, en todos sus discursos nodales, que la cuestión es reflotar una burguesía ligada al mercado interno y de proyección regional, sin otra pretensión revolucionaria que impedir que la plata se la lleven cuatro vivos?
Ella.
¿Se merece que le digan que es la promotora del rencor?
Hagamos una concesión. Pongámosle que su defensa ante la causa judicial que la involucra se excedió de decibeles. Supongamos o aceptemos que, en lugar de un fiscal impresentable e incapaz de exhibir una sola documentación solvente, hay fundadas sospechas de corrupción.
Como dijeron quienes judicializaron y condenaron a Lula: no tenemos pruebas, sino convicciones íntimas.
Muy bien.
¿Esas impresiones o presunciones quedan por delante de que la Cristina a tener en cuenta es quien llama a superar antagonismos, para modelar un esquema productivo de articulación entre Estado y mercado?
Sí. Quedan por delante.
Es más voraz el odio visceral transmitido de generación en generación.
Eso también es “el pueblo” y, en principio, no cabe abrigar absolutamente ninguna expectativa de que se modifique.
¿Cómo se hace para edificar un puente con energúmenos que no quieren vencer al peronismo, sino extirparlo?
Ojalá nos llevemos la sorpresa de que el atentado paró al odio “operativo”, así fuere parcialmente.
Las manifestaciones del viernes, que fueron impresionantes en casi todo el país y no sólo en la Plaza de Mayo, volvieron a demostrar, con contundencia pacífica y sin agresiones, que ese odio es de ellos.
No de nosotros.