“Ser madre es la forma más primitiva y totalizante de poder que tienen las mujeres”, dice la escritora Paula Puebla, autora de El cuerpo es quien recuerda (Tusquets), una novela sobre la subrogación de vientres que despliega preguntas incómodas acerca de la maternidad, el trabajo, las formas de explotación y las desigualdades económicas y sociales. Desmantelar la corrección política podría ser el trasfondo o “paisaje” intelectual de esta ficción en la que se cruzan tres voces de mujeres: la hija Rita, una joven argentina que nació en Ucrania el 20 de diciembre de 2001; la madre de crianza Victoria, exmodelo que estuvo casada con un poderoso empresario en los años 90; y Nadiya, la madre gestante, una ucraniana que se gana la vida pariendo bebés y deviene guerrillera.

Rita quiere conocer a la gestante ucraniana, una información que Victoria le niega, y en esa búsqueda atravesada por la identidad --un tema medular en la historia política reciente-- llega hasta una agencia para hacerse pasar por una mujer interesada en el alquiler de vientres. Nadiya le escribe cartas a Victoria, en las que de manera más amable al comienzo y luego con un tono más amenazante reclama verdad y justicia. “La clase trabajadora no solo suda, también sangra: el color rojo signa nuestras vidas”, escribe Nadiya, desplegando la indómita potencia de su conciencia de clase. Puebla (Buenos Aires, 1984) mete el dedo en las llagas de las diferencias para dinamitar el andamiaje de certezas políticas y expandir las paradojas y contradicciones que anidan en el sentido común. Su escritura es como un aguijón que perturba y molesta; la literatura trabaja con lo inquietante y lo incómodo, intentando ensanchar los límites, propone la autora de la novela Una vida en presente (2018) y el ensayo Maldita tú eres (2019), ambos publicados por la editorial 17grises.

Una forma de explotación

-Hay una frase en la novela, “lo que no se dice es el veneno en el que se macera una familia”, que también puede ser aplicada a las tres protagonistas: Rita, Nadiya y Victoria. ¿Cómo impacta lo que no se dice en estas mujeres?

-Creo que las atraviesa mucho y en múltiples niveles. Los secretos, eso que no se dice, lo que se escamotea, las constituye, las hace ser quiénes son. El silencio, en cierto sentido, es lo que las mantiene unidas y le da a cada una un propósito: a Rita nada más ni nada menos que la búsqueda de su identidad. A Nadiya una causa política y una hermandad. A Victoria un pretexto para mantenerse en el centro de la escena. La novela explota lo no dicho porque la historia se tracciona ahí, en los efectos directos que tiene sobre sus cuerpos, sus entornos, sus vidas. Confieso que me cuesta imaginar a las tres protagonistas, en una misma habitación, poniendo de manifiesto todo lo que las une. Porque la búsqueda de una verdad te puede llevar a la muerte, pero también puede ser la respiración artificial que te mantiene con vida.

-¿Cuál es el poder o alcance que tiene en el siglo XXI una ficción sobre la subrogación de vientre?

-A la luz de los hechos de los últimos años del siglo XXI, creo que los bordes entre el fake y la verdad están muy acuarelados. Sobre todo después de los últimos dos años de pandemia, en los que prendíamos la tele para ver noticias rayanas en la ciencia ficción. Creo que escribir en cuarentena tuvo algún efecto sobre la historia que se me había armado en la cabeza antes del encierro, del conteo de muertos, del colapso. Por otro lado, me fascina la ficción que aparece para mojarle la oreja a la realidad, para rasgar un tejido, para generar una crisis, por más pequeña que sea. El alquiler de vientres es una industria que existe y está regulada en países desde hace años y, sin embargo, está muy poco nombrada, incluso en tiempos de mayor vigor de los feminismos, que coincide con un auge neoliberal y el giro global hacia las derechas. Hay algo de la subrogación que definitivamente angustia y me parece que hay que hablar de eso. El otro día leí un fragmento de Ver como feminista, en el que Nivedita Menon dice que aún no estamos “en posición de comprender” la subrogación comercial en tanto las mujeres que se dedican a eso no están organizadas y, por motivos expresamente ligados al trabajo, no comparten su experiencia. Me parece indulgente con el mercado pensar que no estamos preparados para discutir este trabajo o esta forma de explotación, si es que hoy son términos distintos. Lo que se interpone es que implicaría desacralizar la maternidad —y la filiación natural— y hacernos la pregunta de hasta dónde somos capaces de llevar y dejarnos llevar por nuestro deseo.

El campo de batalla

-¿Coincidís con Rita cuando dice que “la literatura es un aire que entra en los pulmones de algunos pocos. No hay democracia posible en ese reparto”?

-Sí, coincido. Pienso que el talento y la belleza son bienes antidemocráticos, y que no se pueden comprar. Los paradigmas de la época nos instan a pensar todo en términos de igualdad quizás para compensar, mediante retóricas y expresiones de deseo, una realidad cada vez más injusta y desigual. Por eso perforan tanto los discursos sobre la meritocracia, donde la responsabilidad sobre el éxito o el fracaso es asignada al individuo, y no al contexto donde este se desarrolla. Por eso hay tantas personas aferradas a los lenguajes inclusivos. Por eso la corrección política es dominante. Nadie quiere recordar ese núcleo traumático que es la diferencia y la desigualdad. Es más cómodo pasarlo por alto. Pero está a la vista de todos que las políticas de la buena voluntad no modifican las condiciones materiales de existencia de las mayorías. La cosa es querer mirar ahí.

-En las cartas de Nadiya es interesante ver cómo al principio ella escribe desde su individualidad como mujer y madre gestante de trece niños y niñas y luego se politiza y se transforma en líder de una organización clandestina. ¿Nadiya se politiza desde el feminismo o desde la escritura?

-Como muchas otras mujeres, creo que Nadiya se politiza desde el campo de batalla que es su cuerpo. Porque, antes de gestar y parir, cría a sus hermanos, que es otra odisea donde el cuerpo se pone a disposición de otros. Y no es una disposición solo afectiva, sino una que incluso puede medirse en horas-reloj, como cualquier tarea de cuidado. Y la ucraniana sabe desde pequeña que maternar es un trabajo. En la organización con sus pares, Nadiya encuentra una causa política, quizás porque a lo largo de sus trece embarazos se da cuenta de que por las particularidades de su trabajo ella tiene más derechos de los que la industria le concede. La voz de Nadiya es revolucionaria no solo porque aparece como líder de la guerrilla de Madres Hermanas sino porque corre los límites de lo que es una madre, de dónde empieza y dónde termina una madre. Es una impugnación al mater semper certa est (la madre es siempre conocida).

-Las mujeres que alquilan sus vientres, ¿lo hacen por elección o por coerción? Esta pregunta que atraviesa tu novela también está presente en “El cuento de la criada” de Margaret Atwood. ¿Con qué otros textos dialoga tu novela?

-El cuento de la criada no lo leí, pese a las insistentes recomendaciones. Cuando escribo, trato de ser cuidadosa con lo que leo porque me da miedo “contaminar” ese universo tan frágil con imaginarios ajenos. No le da el piné para dialogar pero la novela tiene restos diurnos de mi lectura rabiosa de Houellebecq. Por otro lado, creo que las mujeres que alquilan su vientre lo hacen por una necesidad que compartimos todos, que es la necesidad económica. Lo que lo hace un trabajo distinto, lo que empasta la elección y la coerción, es que en muchos casos el margen de elección es muy estrecho por las condiciones en las que esas mujeres viven y el sistema de desigualdades en el que están insertas. La libertad, lo que entendemos como libertad, queda absolutamente trastrocada. Porque no sé si podemos llamar libre elección el hecho de que para alimentar a tu hijo, de que para garantizarte el pago de un alquiler por seis meses para vos y tu familia, tengas que gestar y parir un bebé para otros. Me parece que Nadiya, aunque Victoria en otra medida, aparece también en la historia para preguntar qué es un trabajo.

Ser madre

-“La clase trabajadora no solo suda, también sangra: el color rojo signa nuestras vidas”, dice Nadiya. En general, la gran ausente de los relatos y novelas contemporáneos suele ser esa clase trabajadora. ¿Cómo fue la experiencia de escribir desde una mujer que suda y sangra?

-Sí, coincido con esa lectura de grandes ausentes. Y me apena. Creo que fue el personaje que me gustó más construir y el que me presentó mayores dificultades. Si bien es una mujer lejana, por geografía, por historia y por lengua, Nadiya creció literariamente con la influencia de las guerrilleras argentinas. Es, de algún modo, un homenaje a ellas. A las que con panza de seis meses de embarazo, no dudaron en jugársela, en pasar a la clandestinidad, en agarrar un fusil por las ideas en las que creían. Cuando comenzó la guerra entre Ucrania y Rusia, con el libro ya cerrado, y empezaron a aparecer las fotos de las mujeres ucranianas que se enlistan para combatir, vi a Nadiya ahí. Al frente. Esas imágenes me revelaban algo de la sangre y el sudor también. Vengo de una familia cuya lengua común fue y es el trabajo, con un padre izquierdista y una madre que fue primera en su familia en completar los tres niveles de estudio. Me enseñaron la ética del trabajo, su dignidad, su poder formativo y emancipatorio. Es mi lenguaje y, más allá de los libros, sobre los que también trabajo mucho, me considero una laburante que corre detrás del mango.

-“Puede una ser madre sin tener hijos propios, puede una ser madre de tantas maneras que usted no es capaz de imaginar”, dice Nadiya. ¿Qué es ser madre hoy para vos?

-Esta es una de las grandes preguntas que formula la novela. Me gusta mucho lo que escribió Ariana Harwicz en Matate, amor, esa mamá que dice “es imposible hacer otra cosa que ser madre”. Me parece interesante porque ser y hacer pueden superponerse pero también escindirse. Muchas mujeres maternamos a los hijos de nuestras parejas, muchas abuelas a sus nietos cuando falta la madre biológica, muchas empleadas domésticas a los hijos e hijas de sus patronas. Las mujeres que alquilan sus vientres vienen a sumar una capa de complejidad a estas concepciones. No sé qué es “ser” madre, porque no lo soy, y es una experiencia que de momento nunca me interpeló. Pero me parece que ser madre es la forma más primitiva y totalizante de poder que tienen las mujeres.