Cuando parecía que los chamanes se encontraban en proceso de extinción, en la noche del viernes apareció sobre el escenario del Teatro Vorterix el nuevo “Juan Matus” de la canción. Si es que alguna vez hubo otro. Así como el personaje que inmortalizó Carlos Castaneda en su célebre libro Las enseñanzas de Don Juan, nació en México y es brujo. Uno muy efectivo, por cierto, a pesar de su juventud. Pero no es de la etnia yaqui ni tampoco de Sonora, sino de por ahí cerca. De la vecina Chihuahua, hogar de la raza canina más antigua del continente americano. Más específicamente de la apacible localidad de Delicias. Su apellido tiene fuerte conexiones con uno de los orgullos de la escudería Ford, aunque Tom Cruise lo adoptó para su personaje en Top Gun. Si bien suele usar el apócope de Ed para presentarse, la gente no paró de arengar fuertemente su nombre de pila: Eduardo.

Casi al final de su debut porteño, el joven alquimista tuvo el desliz de pedir disculpas por no haber hablado a lo largo de su ritual. La realidad es que no había nada para decir. Durante una hora y media, Ed Maverick mantuvo hechizado al público con un repertorio con sabor a desierto y ayahuasca. Aunque su yagé no tenía dejo a cereza amarga. Al menos desde la vuelta de los recitales a Buenos Aires, muy pocas veces se sintió el silencio en una sala como en esa ocasión. No hubo botellas sonando en las barras ni susurros. Nada. Todos los que estaban ahí parecían hechizados con esas canciones devenidas en mantras. Tanto así que no paraban de repetirlas. Tras introducirse ante la audiencia, escoltado por sus tres cómplices, el juglar de 21 años comenzó a cantar y no paró. Ni siquiera el constante cambio de guitarras consiguió desconectar el entramado de su repertorio.

Seguramente la pantalla que los músicos tenían a sus espaldas causó sugestión. O estimuló más el trip. Desde ahí aparecían desdoblamientos, constelaciones, noches estrelladas e imágenes remojadas en lisergia. Sólo faltaban los coyotes. Lo cierto es que potenció los cuelgues, al igual que esos temas con impronta campechana que, pese a que fueron paridos en un contexto agreste, cautivan a la juventud urbana. Y sí. También a los que les gusta el trap. Ed Maverick llegó a Buenos Aires con la chapa de enfant terrible de la escena musical de su país, y para presentar su más reciente disco, llamado igual que él: Eduardo (2021). Le preceden otro álbum y el EP Mix pa’ llorar en tu cuarto (2018), que lo instaló entre sus compatriotas y del que destaca el hit “Acurrucar”, compuesto para una ex novia. C. Tangana lo escuchó en un after en el DF, y no dudó hacerle un lugar en su disco El madrileño, acrecentando el mito.

Maverick (su nombre real es Eduardo Hernández Saucedo) levantó el telón de su show con algo de su nuevo álbum: el onírico “Ensenada”, en el que hizo gala de una voz robusta y dolorida. En contraste con su grácil figura. Siguió con otro puñal hecho canción, “Gracias”, incluido asimismo en Eduardo. Ahí navegó solo con su guitarra, sostenido por bucles penumbrosos y ecos fantasmales. Repitió la estructura acústica, no así el estado anímico (esta vez más jovial), en “Fuentes de Ortiz”, uno de los primeros temas que dio a conocer. Al que le secundó otro de Mix pa’ llorar en tu cuarto, el melancólico “Del río”. Si ese single versa sobre el amor no correspondido y la ausencia, desde el punto de vista adolscente, “Gente” aborda la crítica social: “Toda esa gente se cree diferente. Pero no se siente, juegan con sus mentes”. Y lo cantó como si varios Ed lo ayudaran a hacerlo.

Los orígenes de este chihuahuense con su guitarra lo encuentran en la música norteña, la misma de la tercera temporada de la serie Narcos y de Los Tigres del Norte. Pero luego el indie llegó a su vida, junto con su lectura del country y del folk. Todo bien fronterizo. Y esa influencia, al igual que esa transición, se percibe en este tramo de su performance. Lo más cercano a una entidad sonora así que haya pisado el Río de la Plata fue el cantautor Juan Cirerol (idolatrado tanto por Maverick como por Calamaro), cuya mezcla de corridos y oda a la metanfetamina es de lo más punk que mandó Mexico para acá. Sin embargo, lo de Ed está más próximo a la introspección. Eso lo evdiencian las dos partes de su canción “Mantra”, mientras que en “Ralento” pide respuestas que sabe que aún no puede recibir, sumergido en una cadencia narcótica. Aunque en “Nadie va a pensar en ti mejor que yo” y “Acurrucar” revisitan el amor.

Al mismo tiempo que se debate entre esos tópicos, avanza el show, que tiene en la conjunción de “Vete ya” y “Todo lo que miras” el clímax de la performance. Y también el momento Pink Floyd. A Maverick un disco como Artaud, de Spinetta, le cambió su manera de entender la psicodelia. Eso lo dejó patente en “Días azules”, donde su banda se ratifica (literalmente) como de “acompañamiento”, a partir de la funcionalidad de sus instrumentos para ensalzar a la figura del trovador. El teclado dibuja paisajes, y la guitarra eléctrica crea colchones. Pero de pronto el baterista se levanta, toma otra viola y se suma a la cruzada constructura de texturas. Para el cierre hacen “Nos queda mucho dolor para recorrer”, por si faltaba la cuota de existencialismo, y tras agradecer al público por el cariño, invita a su paisana Bretty (tocó previamente) para cantar “Ropa de bazar”. Flamante himno del escapismo.