Desde Barcelona

UNO Cada vez que surge el tema/pregunta --y surge seguido-- en sobremesa poblada o sobrecama a solas, Rodríguez responde sin dudar. La cuestión/enigma a develar, en público y en privado, es quién te gustaría ser de no ser quién eres.

Y Rodríguez no duda: la primera opción es "casi cualquiera que no sea yo".

La segunda opción es Ringo Starr, a quien Rodríguez (además de reconocerle un gran talento y simpatía de sólo haber necesitado un único y breve y perfecto solo de batería de apenas trece compases y más o menos quince segundos) considera el tipo más afortunado de la historia de la humanidad.

La tercera es Ripley.

DOS Y cuando Rodríguez dice Ripley no se refiere a ese explorador un tanto payasesco del ¡Aunque usted no lo crea! Tampoco fantasea cambio de sexo y salir a pelear contra aliens como empoderada Ellen Louise Ripley (además falta mucho para que nazca). No: Rodríguez se refiere al por siempre impune Tom Ripley. Criatura y creación de Patricia Highsmith y, seguro, uno de los personajes más influyentes de la literatura. Ripley --querible y detestable a partes iguales pero, finalmente y casi desde el principio admirado-- es uno de los primeros malos-buenos de la ficción e iniciático en la puesta en práctica de aquella teoría de que tan sólo una fina línea separa a un hombre honesto amateur del más profesional de los criminales. Ripley quien, a su manera, desciende directamente de esos testigos activos que son el Ishmael fascinado por la pasión del Ahab de Herman Melville o del Nick Carroway seducido por la fantasía del Jay Gatsby de Francis Scott Fitzgerald (porque necesita, siempre, que alguien lo active y lo movilice y lo convierta en el más vampirizado de los vampiros) y sin quien no podrían existir los posteriores Hannibal Lecter o Patrick Bateman o Walter White o todos esos simpáticos sicarios en, por citar apenas unos pocos, Grosse Pointe Black, Matador o Barry. Y de no ser por él, tampoco querríamos tanto a Bill Murray o a Christopher Walken. ¿Y qué es lo que hace a Tom Ripley ser más Tom Ripley que nadie? Fácil y volviendo a lo del principio: la necesidad incontenible de no ser Tom Ripley para, así, poder serlo. Así, lo conocemos (y Rodríguez se reconoció en él) cuando leyó la primera de sus aventuras, hasta entonces más conocida como A pleno sol. Aunque, en el original y desde 1955 (nada es casual, el mismo año en que Vladimir Nabokov lanza al camino a ese exquisito perverso que es el Humbert Humbert de Lolita), titulada The Talented Mr. Ripley. Y sí, atención, cuidado: ya desde el título se elogia a un asesino. Y es que de eso trata la novela: del talentoso Tom Ripley cuyo talento --ejecutándose entre el frío cálculo y la caliente improvisación-- es el de demostrar una y otra vez que el crimen no solo paga sino que paga muy bien y en efectivo.

TRES Y así Rodríguez volvió a las cinco novelas del hermoso monstruo y empezó por el principio. Y, claro, se acordaba bien de tramas y del personaje; pero no del grand style de Highsmith (a quien recordaba, apenas, como magistral narradora) para iluminar sus claroscuros, contradicciones, dudas ocasionales y certezas absolutas. Y superado enseguida un mínimo reparo moral (que, seguro, hoy lo vuelve inaceptable para hipersensibles millenials) celebrar y envidiar su absoluta felicidad de bon vivant y su apreciación por todo lo que es bello y por lo tanto deseable en mujeres y en hombres.

Y, sí, de tanto en tanto, alguien viene a complicarle su vida. Y a Ripley no le queda otra que volver a simplificarla y salir a salirse con la suya con una muerte o dos. Y después, claro, retornar a su chateau Belle Ombre, casado con rica heredera quien tiene la impresión de que su marido no le cuenta todo lo que hace, pero tampoco parece importarle demasiado el saberlo, y mejor así y dejarlo que se dedique a sus cositas y la deje en paz.

Y Rodríguez, de nuevo, fue feliz siendo Ripley una vez más.

Y hay que decirlo: con cada una de las novelas que siguieron a la primera, sus tramas resultan cada vez más improbables; pero, al mismo tiempo, Ripley es cada vez más verosímil y auténtico y, claro, envidiable y deseable y Ripley.

CUATRO Y, claro, queriendo ser Ripley, queda elegir cuál de todos los Ripley conocidos se quiere ser. A Rodríguez nunca le convenció el de Alain Delon (a quien, además, atrapan al final cambiado de la película); el de Dennis Hopper le pareció más Hopper que Ripley; y el de Matt Damon, un tanto demasiado frágil. Su favorito (aunque, claro, ya un poco contaminado por su Valmont en Las amistades peligrosas y su Gilbert Osmond en Retrato de una dama) es el que jugó John Malkovich en Ripley's Game. Ahora, dentro de poco y en formato serie, Ripley volverá con el rostro de Andrew Scott (bien elegido en principio: porque fue tanto el Moriarty de Sherlock como el amoroso sacerdote aterrorizado por los zorros de Fleabag).

Ya veremos, hay tiempo, se dice Rodríguez.

Además, aunque Rodríguez se parezca tanto a Philip Seymour Hoffman (quien en la versión de The Talented Mr. Ripley de Anthony Minghella tuvo el rol del desagradable Freddie Miles a quien Tom Ripley despacha sin demora), lo bueno de desear ser Ripley es que parte de su talento pasa por tener el rostro de cualquiera y que cualquiera se le parezca. Sólo hay que cruzar esa fina línea para ser como él.

CINCO Y así Rodríguez siguió siendo, por ósmosis lectora, tan talentoso cuando días atrás (colándose en la rueda de prensa de Anagrama) Rodríguez se... uh... agenció muy en plan Ripley flamante edición del Diarios y cuadernos 1941-1995 de Patricia Highsmith. Y, claro, allí está todo. La joven trepadora y depredadora sexual llegando a Manhattan. La posesiva poseída con un mismo rostro contemplándose en espejo deformante de la pupila de los demás a quienes manejar y reescribir desde, muchas veces, el extranjero geográfico o psicológico. La creadora de héroes y heroínas (el libro favorito de Rodríguez entre todos los suyos es El temblor de la falsificación) confundidos pero a la vez reconociendo y reconociendo la anormalidad de lo normal o la normalidad de lo anormal. La genial y convencida de que "La mayoría de la gente no puede apañárselas con la sesera que le ha sido concedida" y de que "El mundo está lleno de gente que no puede dominarlo, ni afrontarlo". La Patricia Highsmith, a lo largo y ancho de toda su vida, jugando a ser muchas Patricias Highsmith sin jamás dejar de ser ella y, durante las campanadas del el 31/12/47, alza su copa y proclama: "Mi brindis de Año Nuevo: por todos los demonios, lujurias, pasiones, codicias, envidias, odios, extraños deseos, enemigos espectrales y reales, el ejército de recuerdos, con los que batallo; ojalá nunca me den tregua".

Y Rodríguez, conmovido, lo hizo a un lado.

 

Fue entonces cuando un perro mordió el libro y se zambulló en la piscina del club y lo soltó para que se hundiese en el fondo azul claro y cloro. Y Rodríguez (en un momento tan ripleyesco) contempló ahí abajo el rostro de Patricia Highsmith, sosteniendo un gato, sonriéndole desde el fondo de las abisales profundidades de su talento, y habiendo resuelto aquel viejo y podrido y principesco dilema del ser o no ser. Respuesta: ser, pero sabiendo ser ese otro. Ese esencial y definitivo y acaso insospechado y sospechoso pero, al final, culpablemente inocente o inocentemente culpable uno mismo.