Tren Bala es una novela difícil de clasificar porque apela muchísimo a los géneros populares cinematográficos y literarios, sobre todo el policial y el terror, pero los mezcla, los usa, los supera. Tal vez podría decirse que es una novela de aventuras cruentas en un tren bala japonés medio vacío, en el que viajan ladrones y asesinos a sueldo y algún solitario “civil” sin relación directa con la violencia. El ritmo de acción es incesante (pasa de todo) pero hay muchas conversaciones en las que se tocan temas filosóficos y sociales como la prohibición de matar, la lectura, los libros versus las historietas, el capitalismo explotador y otros. Como la película del mismo nombre (un blockbuster con Brad Pitt y bastantes cambios con respecto al argumento original), el relato de Kotaro Isaka pasa constantemente del horror al humor a la prosa filosófica, todo a la velocidad del tren del título.

Tiene protagonista pero no es una historia de un único héroe: la voz narradora en tercera persona va pasando de un personaje a otro y el nombre o alias del personaje que se sigue en cada momento es el encabezado de cada capítulo. Así, hay escenas que se cuentan dos o tres veces, desde varios puntos de vista; la repetición aumenta la tensión porque la segunda vez que se cuenta lo mismo, los lectores ya saben lo que está por ocurrir y el personaje no y ese es uno de los mecanismos preferidos del autor. Debajo del nombre del personaje principal de cada capítulo aparece siempre un esquema del tren en el que se señalan con sombreado los vagones involucrados en la escena que sigue. Así, la historia recorre el tren ida y vuelta varias veces a través de muchas miradas. Hay un único personaje, Campanilla Morada, que no viaja en el tren (en sus capítulos, el esquema del tren está en blanco). La relación de Campanilla con la historia se revela solo al final. Ese es uno de los enigmas a descubrir pero Isaka maneja muchos al mismo tiempo como un tahúr que juega con las cartas. En realidad, el primero es la pregunta “¿Quién va a sobrevivir?” porque lo que se cuenta es una carnicería. Pero además, hay objetos que aparecen y desaparecen: la valija que todos están buscando, una serpiente venenosa, una pistola preparada para estallar si alguien la dispara y tres personajes que se nombran varias veces y cuya identidad conocemos solo al final: alguien que se enfurece si lo despiertan, alguien que mata con veneno y alguien que dice siempre “Buenas y malas noticias”.

En ese remolino frenético, hay un segundo tema además de la violencia: la suerte, buena y mala. Las reflexiones al respecto son permanentes porque Nanao, el protagonista, tiene muy mala suerte y, en cambio, el Príncipe, un chico muy sádico de quince años, es muy afortunado. Tal vez sea la falta de suerte de Nanao y cierta decencia y humanidad nada común entre los que lo rodean lo que lo hace “querible” a pesar de que le rompe el cuello a más de uno.

La novela no tiene a la política en el centro pero todo es político. Aquí, por ejemplo, en algún momento, un personaje da por sentado que los humanos con sangre grupo A (mayormente europeos) son más inteligentes que los del grupo B (otros continentes); se afirma que la economía no funciona sin propiedad privada y que la gran mayoría de “las personas” (en el mundo entero; no dice “los japoneses”) apoya la pena de muerte. Por otra parte, esa tendencia a universalizar ideas que no son universales es lógica en el Japón posterior a la Segunda Guerra: el mundo que se muestra está inundado de lo “occidental”. En ese sentido, el tren es un “no lugar”: salvo algunas comidas, algunos detalles y algunos nombres como Kimura o Nanao, la historia podría darse en cualquier país. Quizá por eso fue tan fácil para los guionistas de la película cambiar la identidad de Nanao (un japonés) y convertirlo en un hampón con la cara de Brad Pitt. Y es que en el libro, la mirada japonesa y la estadounidense se unen muchas veces: entre otros ejemplos, la descripción de las muchedumbres manipulables se parece muchísimo a la que hace William Faulkner (a quien se nombra en los primeros capítulos) de las turbas decididas a linchar en el Sur del siglo xx.

Isaka se preocupa por dejar sentado que no hay ninguna relación entre clase social o nivel educativo y crueldad: la maldad está en todas partes. El más cruel de los personajes, el Príncipe, es alumno modelo en la escuela, y lee mucho, lo mismo que Mandarina y Nanao, que leen novelas del canon occidental. En el otro extremo, Limón habla solamente de Thomas y sus amigos, una historia infantil sobre trenes con nombre y personalidad. Todas esas lecturas ayudan a los personajes a moverse en su mundo, porque palabra y mundo están en relación. Pero todos matan, todos son crueles.

Y aquí, el mal tiene características apabullantes. La humanidad es una fuerza terriblemente negativa. La de Isaka es una mirada conservadora parecida a la de William Golding en El señor de las moscas. Por eso, el chico de quince años que disfruta con el sufrimiento de los demás es el más terrorífico de todos. Y por eso, el único momento de verdadera paz no es humano: la descripción de una vaquita de San Antonio (en la traducción, “mariquita”). Campanilla Morada, el único personaje que no va en el tren y tiene capítulos con su nombre, la ve subir a una rama y echar a volar y “quiere pensar que cualquiera que presenciara algo así debería sentir cómo su tristeza se diluye”. En ese momento, experimenta “una sensación de bienestar se extiende por todo su ser”, seguramente porque la vaquita es “lo opuesto” de su trabajo de asesino (eso dice). En cambio, la única esperanza para la humanidad misma es cierta esperanza en las generaciones posteriores, esperanza en la que (como la suerte) tal vez no sea muy lógico confiar.

Kotaro Isaka sabe lo que hace: seguramente esta historia espantosa sobre un tren lleno de cadáveres y asientos vacíos sería imposible de leer sin la aventura frenética, sin el humor, sin la sorpresa permanente, sin los tropezones de cine mudo del protagonista, perseguido por su mala suerte. Todo eso hace que haya muchas formas de leer Tren Bala: entre otras, por el mero placer del argumento, el “¿qué va a pasar ahora?”, como en la película; o al contrario, por algún intento de interpretación. Pero lo que dice la historia es tan terrorífico como los puntos oscuros de la vaquita de San Antonio, “esa pequeña criatura que lleva a cuestas la tristeza del mundo”. Aquí, el humor y la aventura son sin duda las vaquitas de la novela.