A mediados de 1992, un joven de 24 años llamado Chris McCandless fue encontrado muerto dentro de un ómnibus abandonado junto al río Sushana, en el interior de Alaska. Lo halló una partida de cazadores: el cuerpo estaba en estado de descomposición, dentro de una bolsa de dormir y rodeado de libros: de Tolstoi, de Gogol, de Pasternak, de Thoreau.
Dos años antes, McCandless había desaparecido después de graduarse en la Universidad Emory de Atlanta: donó el dinero que tenía en su cuenta de banco, quemó el que llevaba encima, abandonó su auto, cortó comunicación con su familia, y se lanzó a las rutas de América del Norte para vivir como un vagabundo.
McCandless era muy joven y tenía la cabeza llena de ideas románticas, a veces contradictorias: un absolutismo moral severo tomado de sus lecturas de escritores rusos del siglo XIX; un rechazo de plano a la sociedad de consumo y a cualquier forma de autoridad (en esta repulsa entraba la intervención estatal, lo que paradójicamente convertía a McCandless en un simpatizante del Partido Republicano); el convencimiento de que el nomadismo, la aventura y la vida en la naturaleza eran fundamentales para alcanzar la plenitud humana y la “revolución espiritual”.
McCandless era, además, muy arrogante o muy confiado: durante su vagabundeo de dos años se había puesto en riesgo varias veces, y había salido ileso. Pero Alaska era –es– otra cosa. Y él se internó en el bosque sin provisiones suficientes y sin un mapa. Quería que su aventura transcurriera en terra incognita. Sólo que hoy ya no existen lugares completamente inexplorados y mucho menos en Estados Unidos.
Entonces decidió no tener orientación, decidió que su porción de Alaska fuera salvaje por simple ignorancia del terreno. De haber tenido mapa, quizá se hubiera salvado, porque estaba muy cerca de varias cabañas, puestos de control, cruces de río y otras maneras de volver a ambientes menos hostiles. McCandless no pudo vencer a los elementos y tuvo una lenta y espantosa agonía por hambre.
La breve aventura y la muerte solitaria de Chris McCandless se dieron a conocer en la revista de viajes, deportes extremos y aventura Outside y la escribió Jon Krakauer, periodista y montañista norteamericano, conocido hasta entonces por sus artículos sobre alpinismo.
La crónica resultó ser la más exitosa de la historia de la revista, y dividió fanáticamente las opiniones sobre McCandless: los lectores que lo consideraron un irresponsable o un suicida, los que sintieron desprecio por su falta de previsión, los que lo admiraron por elegir una vida sin cadenas, los que lo veneraron por considerarlo un peregrino antisistema (esos mismos que hasta hoy siguen visitando el ómnibus donde murió, en viajes casi devocionales).
Poco después Krakauer amplió y profundizó la investigación, y publicó el libro Into The Wild (1996), que acaba de ser traducido al castellano como Hacia rutas salvajes, de la mano del éxito de la película dirigida por Sean Penn basada en el libro.
¿Por qué resulta relevante Hacia rutas salvajes varios años después de su primera edición? En primer lugar, porque más allá del tema, Jon Krakauer –autor de En el nombre del cielo y Mal de altura– es un cronista extraordinario, de gran dominio narrativo, que siente evidente simpatía por su protagonista pero es lo suficientemente honesto como para anotar cada complejidad, tanto las simpáticas como las crueles y desagradables, dejando abierto el juego todo lo posible para que cada quien arme su propio McCandless.
Además, a partir de la corta e inquieta vida narrada, Krakauer reflexiona sin pomposidad sobre esa forma de reclusión que es la atracción por los grandes espacios y la exigencia física, sobre la petulancia inherente a la juventud, sobre la soledad de toda radicalización y sobre la profunda insatisfacción que anida en los ciudadanos díscolos del país más poderoso del mundo.
También, casi al margen pero con igual fuerza, Krakauer sigue a McCandless y tras él descubre un Estados Unidos que resulta inquietante y desconocido: el de los desheredados y los errantes por elección o por exclusión. Así cuenta acerca de Los Bloques, una base de la marina olvidada en el desierto, donde cada noviembre “unos 5000 trotamundos, vagabundos y gente sin domicilio fijo se congregan para beneficiarse de un clima más benigno... funciona como la capital estacional de una abigarrada sociedad nómada”, o la comunidad hippie-lumpen, ya desbaratada, del desierto de Anza-Borrego en California, donde cientos de personas se juntaban cada verano al lado de fuentes termales, durmiendo a la intemperie.
El viaje de McCandless parece así menos excepcional y por eso mismo más interesante, un eslabón de una utopía en movimiento donde algunos vagabundos guiados a la distancia por Kerouac, Thoreau o Jack London dejan rastros de sus extrañas vidas por los desiertos, rutas y bosques de Estados Unidos en un camino hacia ninguna parte.
*Nota publicada originalmente el 18/4/2010