En la pantalla la silueta de un niño mira el cielo estrellado. Su bufanda baila suave con el viento. A su lado la silueta inconfundible de su amigo, el zorro. En noviembre de 2021 el Movistar Arena resplandece: se enciende después de casi dos años de silencio. Lo que está por suceder cautiva la atención de las cinco mil personas que se encuentran allí, cubriendo el límite de lo permitido por el protocolo sanitario. El niño y el zorro miran las letras que anuncian El principito sifónico. Bajo la dirección general de Omar Zambrano, pianista e ideólogo de este show “digno de Broadway” —dirá—, la orquesta Latin Vox Machine, compuesta por más de 120 artistas de diferentes nacionalidades, comienza a tocar. Y en el escenario, amanece.
Nadie sospecharía al ver el espectáculo que los artífices de todo ese montaje fueron los mismos artistas en escena. Que el saxofonista se ocupó del backstage, que el director general estaba atento a la iluminación y hasta el vestuario había sido ideado por ellos. Nadie sospecharía que muchos de los músicos de la orquesta también eran artistas callejeros.
—La gente del Movistar Arena no comprendía: “¿Y dónde está su productora?”. Ahí tocan las grandes, grandes ligas. A la semana siguiente se presentaba Michael Bublé y después estábamos nosotros, los migrantes que vienen del subte, “cómo demonios llegaron al Movistar Arena”— ironiza Zambrano.
Tomar la decisión de migrar
Omar Zambrano, músico venezolano y realizador audiovisual, llegó a la Argentina en 2016 luego de vender hasta su piano para reunir el dinero para el pasaje. Tenía 34 años, nunca antes había pisado el país pero sus amigos que ya habían migrado le habían hablado de la importante oferta cultural y artística que tenía.
En Venezuela Zambrano trabajaba en el área audiovisual del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles, un programa estatal de educación musical fundado en 1975 con el objetivo de sistematizar la enseñanza y la práctica de la música, tomando a las orquestas sinfónicas y a los coros como herramientas de organización social y desarrollo personal —allí se formaron artistas del tamaño de Gustavo Dudamel que hoy dirige la Filarmónica de Los Ángeles—. Y también hacía algunas tareas para el ACNUR: documentaba en imágenes la integración al Sistema de Orquestas de niños y niñas de familias colombianas que habían llegado a Venezuela. “Uno nunca sabe de qué lado de la barrera va a estar”, dice ahora.
A pesar de que tenía logros y reconocimientos, la situación económica, política y social volvía todo muy difícil. “Me resistí por muchos años a salir de Venezuela pero las cuentas no daban. Ni con los trabajos que tenía podía cubrir las cuestiones más básicas. Entonces tuve que tomar la decisión, como millones de venezolanos que salieron buscando nuevas oportunidades”, cuenta.
Una melodía conocida en el subte
Durante un año buscó trabajo, tomó algunos proyectos que aparecían y trató de descubrir su propósito aquí. En eso estaba cuando viajando en el subte B llegó a la estación Pueyrredón y una melodía lo cautivó. “Se abrieron las puertas y escuché un corno venezolano. Se cerraron y me quedé buscando la música. A la siguiente parada me bajé, cambié de carril y regresé”. Cuando volvió encontró lo que imaginaba: junto al corno venezolano, un trombón, una caja española: artistas de alto nivel ofreciendo un show. Los contempló hasta que terminaron y se acercó a charlar. “La tonada nos identificó de inmediato y ahí surgió la idea de ‘qué tal si’”: qué tal si reunían a los músicos venezolanos que habían migrado y estaban tocando en la calle.
Cuatro meses después, gracias a las redes sociales, los grupos de Facebook de venezolanos en Argentina y los contactos de los mismos músicos, 35 artistas llegaban con las partituras que habían recibido de manera virtual al Salón Dorado de la Casa de la Cultura “a ver qué pasaba”. Lo que sucedió los sacudió: reencuentros inesperados, abrazos, lágrimas “y esa sensación de volver a estar donde estábamos: tocando en una orquesta”, dice Zambrano. “Fue tan poderosa la energía de ese primer encuentro que pidieron hacer de eso algo permanente. ‘Y qué tal si los devolvemos a los escenarios donde solían estar’, pensé. No tenía ni la menor idea de en qué me estaba metiendo”.
Zambrano no era director de música pero la experiencia que le había dado su trabajo al haber seguido con una cámara las gestiones de las orquestas en Venezuela le había permitido aprender algunas cosas y pensó que tal vez podía hacerlo como en su país: crear una orquesta en la que además de la excelencia musical se valorara la integración cultural, el compañerismo, la convergencia. “No teníamos dinero ni para las partituras, no teníamos nada. Pero el entusiasmo de la gente fue más grande. Hubo muchísima colaboración y empezaron a aparecer impresoras, atriles, personas dispuestas a apoyar”.
De lavar copas a tocar en grandes escenarios
Desde octubre de 2017 la orquesta que se bautizaría como Latin Vox Machine comenzó a reunirse todos los domingos. Durante la semana los músicos y músicas tocaban en el subte, lavaban copas, cuidaban niños y tenían todo tipo de trabajos para vivir. El fin de semana se reencontraban con sus pares y volvían a su esencia.
“Latin Vox es un centro de contención, es trabajo, es estudio, es aprendizaje, es una familia”, define Israel Portillo, músico principal en la fila de las violas. Llegó a la Argentina en 2017, el mismo año que nacía la orquesta. Tenía 27 y buscaba oportunidades que le permitieran crecer como artista. “El proceso migratorio fue difícil pero mucha gente me ayudó. Toqué mucho tiempo en la calle con una receptividad increíble”, cuenta.
Portillo conoció a la Latin Vox Machine cuando un amigo en común con Zambrano le preguntó si quería acercarse al Salón Dorado a hacer un repertorio. “Fue una excelentísima experiencia porque llevaba un buen tiempo sin tocar en orquestas sinfónicas ni participar en este tipo de montajes. Y es sumamente alentador, como migrante, llegar a un lugar y tener esa experiencia”.
Como Portillo, quienes llegaban a la orquesta traían a cuestas historias difíciles: chicas que habían sufrido abusos en las fronteras, músicos con depresión severa por el desarraigo o con padecimientos físicos que, sin conocer el sistema de salud local, no sabían cómo enfrentar. “Allí fue que nos dimos cuenta: la música era la excusa. Había mucho que hacer. Y nos convertimos, sobre todo al inicio, en esa comunidad de acogida. La gente esperaba el encuentro para compartir experiencias que en otros espacios no podía. Yo creo que ahí estaba lo poderoso”, sostiene Zambrano.
Mucho más que una orquesta
“Definitivamente Latin Vox Machine se convirtió en ese muro de contención, en ese desahogo que necesitábamos todos”, adhiere Isa Ramos Correa, cantante. “El día que conocí la orquesta, hasta el olor me llevó a mi casa”.
Correa llegó a la Argentina en 2016, con 29 años y un proyecto: fundar una sede de la academia de música en la que trabajaba, creada por su tío que migró con ella. Vino pese a que estaba absolutamente convencida de que jamás se iría de su país. “Era desesperante la situación. Y tantas cosas cambian luego, en ese tránsito, es un poco de lo que se trata migrar”, dice ahora.
El proyecto no prosperó y comenzó a entregar folletos, a tocar timbres. Dio clases de canto a domicilio, ofreció sesiones de musicoterapia y lo complementó con cuidar niños, lo que se convirtió en su trabajo principal hasta que logró echar raíces y dedicarse solo a las actividades vinculadas con la música. “Era complicado y emocionalmente me afectaba un montón. Pero la receptividad del argentino ha sido maravillosa”, asegura.
Se unió a la Latin Vox en 2018, cuando la orquesta preparaba un concierto por su primer aniversario. Iba a participar cantando solo una canción, “Regresa pronto”, compuesta por Lucía Montanari Mura, una cantante venezolana radicada en Italia, especialmente para ese evento, pero esa primera experiencia la atravesó de tal forma que ya no se iría. “Hoy, Latin Vox Machine forma parte hasta de mi apellido, estoy casada con el proyecto, en las buenas y en las malas”.
Una escalada de conciertos
Una vez fundada y con nombre propio, la Latin Vox tuvo su primer concierto. Fue en 2017, en el Teatro del Globo, a sala llena, con un repertorio mixto venezolano y argentino.
“Recuerdo el estrés que tenía —ríe Zambrano— el corre corre por no tener la experiencia de hacer algo así y querer que saliera bien. Estaba peleando con los técnicos, con la iluminación, como un malabarista. Pero hubo un momento en que me detuve a escuchar lo que estaba sucediendo. Y el corazón se me quebró en mil pedazos. Ahí dije: ¡Guau!, sí se puede hacer”.
Al primer concierto le siguieron otros, en salas modestas. Hasta que la Latin Vox Machine llegó a oídos de la prensa que se sintió tan atraída por su historia que comenzó a convocarla. Casi sin tiempo para procesarlo pasaron a copar las portadas de los mayores suplementos culturales del país. La voz siguió corriendo y llegaron también medios internacionales. Y para 2019, los artistas que se habían despojado de todo para llegar, que no tenían ni camisas, ni zapatos para subir a escena, ya tenían un documental sobre su historia que había ganado un Martín Fierro.
El ruido mediático hizo que llegaran también los organismos internacionales: agencias de la ONU como el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) les brindaron apoyo cada vez que se presentó la posibilidad y los convocaron para grandes eventos, como el Día de los Derechos Humanos de 2018 donde ofrecieron “un megaconcierto” ante un teatro Coliseo repleto. “Éramos para ACNUR y para OIM un ejemplo de resiliencia”, apunta Zambrano.
En poco más de dos años la orquesta se multiplicó y diversificó, añadió un coro y esos 35 artistas del comienzo —prácticamente todos venezolanos con un par de argentinos casi de relleno— pasaron a ser 120 entre instrumentos y voces y 20 personas más en el equipo de producción. Si bien continúan siendo mayoría venezolanos integraron peruanos, colombianos, argentinos, uruguayos, bolivianos, chilenos, volviéndose un crisol de sonidos latinoamericanos.
El principito sinfónico, la historia de otro migrante
Cuando la Latin Vox Machine comenzaba a sonar fuerte, el mundo se paralizó por la pandemia. El grupo decidió capitalizar el tiempo congelado. “Siempre había querido hacer El principito y de pronto teníamos compositores, músicos, productores mirando el techo. Lo empezamos a preparar con música original inspirada en el texto de Saint-Exupéry y grabamos un disco hermosísimo de 14 temas sinfónicos”, cuenta Zambrano.
La virtualidad y las restricciones les permitió a los músicos desarrollar con minucia la obra como la deseaban y, cuando se podía, reunirse en grupos pequeños a tocar. La escenografía para la grabación del disco fue, como lo es cada domingo, la casa de Zambrano. “En internet parece un estudio muy bien decorado pero movías un poco la cámara y estaban las ollas. Los elementos de sonido fueron patrocinados por las agencias de la ONU y algunos concursos que ganamos y así hicimos un disco sinfónico en una cocina”.
Cuando las restricciones cesaron comenzaron a buscar dónde presentar la obra. Consiguieron hacerlo en el Movistar Arena, con el apoyo de organismos internacionales. “Más allá del impacto diplomático que se generó, para mí lo más valioso fue el agradecimiento de los músicos cuando bajaron del escenario. Estuvimos dos años encerrados y pudimos volver de esa manera, fue una locura que arraigó más el sentido de pertenencia de la orquesta”.
Zambrano quería montar El principito “porque él también es un migrante”. “La música original se hizo con extremo amor y compromiso con nuestra filosofía. El resultado se puede ver en el concierto”, dice. El resultado, fue un Movistar Arena ovacionando de pie a una orquesta que mostró que, en la selva, una boa puede comerse a un elefante.