Hay un duelo que no fue y que sin embargo sigue haciendo agua en los ojos y las gargantas, sigue obligando a apretar las pestañas para no ver lo que podría haber sido. La vicepresidenta, la mujer, la líder de masas, está sonriendo, tiene un gesto de ternura hacia alguien que está enfrente suyo. En ese momento aparece el arma. Su cara podría haber sido destrozada, ese gesto que conmueve a quienes la siguen con amor popular, aniquilado. La conjugación en potencial nos salva de la locura, el mensaje, de todos modos, quedó inscripto en el cuerpo colectivo de este pueblo que somos, en ese espasmo que sigue sucediendo en cada repetición -hasta el vómito- del hecho de muerte fallida. El magnicidio que no fue. El femicidio no fue.
Haría falta un vocablo nuevo para conjugar esas dos palabras, porque las condiciones de posibilidad para apuntar y disparar a la cara de una líder política, una capaz de amenazar a los poderes concentrados por las multitudes que puede convocar a las calles están cimentadas sobre su cuerpo de mujer. Un femicidio que no fue, un magnicidio que no fue; pero que podría haber sido, porque el mensaje es que hay algunos cuerpos, algunas existencias, que no sólo pueden ser asesinadas, sino que sus cuerpos, los rasgos que los identifican, pueden y deben ser ajusticiados.
Rita Segato describió ese mensaje en su investigación sobre los femicidios en Ciudad Juarez, ese territorio donde el neoliberalismo salvaje, el extractivismo y las economías ilegales inscriben en los cuerpos femeninos una crueldad que sella un pacto de supremacía entre las masculinidades, aun enfrentadas. Cuerpos como objetos de uso y descarte, cuerpos como botines de guerra, cuerpos abyectos por disponibles e indisciplinados; asesinables. Lo saben las personas trans y travestis. Las 46 puñaladas en el cuerpo de la militante trans Alejandra Ironici hace algunas semanas. Las marcas en el cuerpo de Diana Sacayán que gritaron que fue travesticidio. Para calificar un femicidio o feminicidio, las heridas en la cara, en los genitales, el cuerpo desnudo, por supuesto la agresión sexual, son indicadores suficientes.
Cristina Fernández es una mujer poderosa, no se la puede comparar con Micaela García, por ejemplo, la joven militante víctima de femicidio cuyo nombre se convirtió en ley para imponer una formación obligatoria en cuestiones de género a quienes trabajan o tienen responsabilidades en el Estado. Para que se entienda por qué casi todos los días se asesina a una mujer o a una travesti: porque la defensa de los privilegios que otorga el patriarcado, aun como fantasía última de poder dentro de las casas o en la calle, crea las condiciones de posibilidad para que algunos ejecutores pasen al acto de eliminar. Casi todos los días en este territorio.
No se la puede comparar, pero si CFK no fuera una mujer no hubiera sido convertida en yegua, ni en puta, bruja o loca; así como fue retratada a lo largo de los años en la revista Noticias, por ejemplo. O en esas manifestaciones donde se la representó ahorcada o en una bolsa fúnebre, donde se la deseó exiliada o presa de por vida.
Vaya si sabemos los feminismos y transfeminismos cómo operan los discursos de odio, los discursos sociales que culpabilizan a las víctimas, la naturalización de que portamos cuerpos descartables. Es un sentido que venimos construyendo desde las calles, que nos ha costado décadas, pero ya no es gratis ni sencillo minimizar un femicidio porque la víctima es una fanática de los boliches que dejó la secundaria (diario Clarín dixit).
Nosotres no odiamos así ¿no?
La pregunta es a mitad de camino entre la ironía y la constatación. “Lo peor que le dijimos a Macri fue ‘gato’”, continuó la amiga que la formuló en estos días en que no podemos ni queremos hablar de otra cosa. Y no, no se puede odiar así porque ese odio tan mentando no es otra cosa que una vocación de eliminación a cualquiera que amenace al poder, al sistema de acumulación capitalista, extractivista y financiero que también está en crisis. Y que por eso mismo se vuelve más cruel.
Ese sistema neoliberal no es sólo una economía monetaria, es una administración deliberada de cuerpos, emociones y afectos necesaria para sostenerse, cuyo principal veneno que inocula a diario es el miedo. El miedo al pibe de gorra que podría robarte lo que lograste comprar, el miedo a la puta que podría quedarse con tu marido, el miedo a que se caiga esa misma casa que te oprime, pero qué sería sin el techo de los valores heterosexuales y blancos, patriarcales y monoteístas, qué sería de la vida sin la ilusión de la meritocracia individual y consumista.
Es ese miedo, ese terror el que activa también las condiciones de posibilidad para que se gatille sobre la cara de quien ya ha sido des- subjetivada. Como se les dispara a los pibes en las villas, como se disparó contra Rafael Nahuel en la Patagonia, como se mata a las travas que con sus cuerpos abyectos ponen en riesgo las ideas de feminidad que construye el poder. Ese terror del estatus quo cuando las calles desbordan de transfeminismos populares y también se apunta como se apuntó contra esa multitud. Odia el poder a quien lo pone en riesgo y copian ese odio quienes creen que sosteniéndolo podrían salvarse de ese terror que es inoculado a diario.
La pregunta que queda, en todo caso, frente al espanto que sigue produciendo ese femi-magnicidio que no fue y frente al espanto de las reacciones de quienes pretenden minimizarlo o peor, convertirlo en mercancía del terror cotidiano es quiénes somos nosotres, nosotros. Con que alianzas vamos a enfrentar el terror, con que cuerpos hacemos cuerpo colectivo. Cómo vamos a seguir desbordando las calles, que es el principal poder que tenemos. Qué estamos dispuestes a perder de las pobres seguridades que tenemos para poner un límite al poder extractivista de nuestros cuerpos, territorios y emociones. Para que todo algún día sea como lo soñamos. Como todavía no nos atrevemos a soñarlo.