El erotismo es lo propio del hombre. Al mismo tiempo, es aquello que lo abochorna. Pero nadie conoce el medio para escapar a la vergüenza que el erotismo impone. El erotismo es la ratonera donde el más prudente se deja atrapar. Quien piensa que está afuera, como si la trampa no le concerniera, desconoce el fundamento de esa vida que lo anima hasta en la muerte. Y quien piensa dominar ese horror asumiéndolo, no está menos engañado que el abstinente.

Georges Bataille. La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961 (Adriana Hidalgo editor)

Hace un tiempo escuchamos en la columna de un programa de radio bastante popular, en el que se habla de la sexualidad de parejas famosas del ámbito de la cultura, la siguiente pregunta: ¿por qué la gente esconde su cosa? Una pregunta acerca del objeto que podríamos formular así: “¿por qué la gente esconde su objeto?” Algo que el sujeto no puede develarse ni aún a sí mismo, algo inaprensible, que se encuentra al borde del secreto más grande.

Eduardo Orenstein, fundador del Museo Erótico de la Ciudad de Buenos Aires dijo: “A mí me interesa el erotismo en tanto misterio. Yo creo que el erotismo es uno de los últimos reductos misteriosos del individuo... ¿Quién puede definir lo que es el límite entre el placer y el dolor? Es una frontera muy lábil. Lo que a un individuo lo satisface o lo excita es algo muy particular, y eso para mí es el misterio que encierra lo erótico”.

Estos recortes de lo escuchado y leído en esos días, nos llevaron a recordar la película “Une liaison pornographique”, de Fréderic Fonteyne, 1999. La misma fue traducida al español como Una relación “particular” o “privada” o “pornográfica”, tres modos de intentar nombrar lo que en realidad está en juego: la condición que hace al erotismo (particular, privada, y pornográfica), como la puesta en juego del cuerpo que se ofrece y que es el nudo de lo que ahí se cuenta, porque eso es lo que “cuenta”.

Ella, la protagonista, quiere realizar una vieja fantasía: tener cierta práctica sexual con un desconocido. Para concretarlo pone un aviso en una revista pornográfica proponiendo este tipo de relación. Él responde a este llamado, y se encuentran. Aquel encuentro contingente, azaroso y en el anonimato con “cualquiera”, pasa a ser un encuentro necesario con ese cualquiera que resulta no ser cualquiera, sino alguien coincidente en lo fantasmático, en su costado de condición erótica. Ese cualquiera, con el devenir de los encuentros, se vuelve alguien necesario, que comienza a hacer falta, por ende a causar el amor. Se reconoce algo en el otro de su manera de gozar, que resuena con la propia modalidad de goce inconsciente, el signo de este sujeto puede provocar el deseo y ser el comienzo del amor que viene a velar el goce. Detrás del brillo agalmático, de ese color preferencial, está la dimensión real del amor, y por ende de la transferencia.

Dice Lacan en Radiofonía y Televisión: “De la pareja, el amor es valentía ante fatal destino”, fatal destino porque, más temprano que tarde, tiene que arreglárselas con lo real.

Orenstein señala el carácter misterioso, enigmático, podríamos decir, que conlleva la condición erótica. Al estar hecha de rasgo y por su costado en relación al goce, se hace difícil hablar de ello, incluso en un análisis.

Al intentar abordar el tema en un espacio analítico, estas cuestiones referidas al erotismo son introducidas a través de frases que suenan a confesión: “te voy a decir algo que nunca te dije”; “hoy vine decidida/o/e a hablar de algo que me cuesta mucho hablar”; “¿Sabes que es lo peor?, que aunque me hace mal, me pone en posición de mierda, igual me sigue calentando”.

En la película “Une liaison pornographique” los espectadores no llegamos nunca a saber cuál era esa fantasía, condición erótica que al principio los encuentra. Ambos “por separado”, al ser entrevistados prefieren callar ante la pregunta. La ficción pone en juego de esta manera lo que es imposible de develar o de articular por estructura: lo que sucede en la intimidad de la escena sexual es mantenido ahí, en secreto, bajo el modo de una preferencia, con la consecuencia de que sigue conservando su misterio y sosteniendo su función de velo.

El discurso epocal deja de lado el amor, rechazando al mismo al acusarlo de romántico, y le otorga a la angustia una mala prensa, pareciera que, a lo que ya la estructura tiende a evitar con sus diversos modos, se le agrega un imperativo: “no hay que angustiarse”, “no hay que dejar que los chicos se angustien”, “no hay que enamorarse, no se usa”. Pero mal que pese, sin el pasaje por la angustia o por el amor como medio y su función de anudamiento, es decir, sin el encuentro con el otro, con “lo otro”, no se pudo, no se puede, ni se podrá pasar a otra cosa.

* Versión completa en revista En el margen. Velos y desvelos.