Tener expectativas siempre es un arma de doble filo. La ilusión previa que puede generar una película, una obra o un recital muy esperados nos transportan a un estado de anticipación maravilloso, aunque siempre pueden conllevar el riesgo de la decepción. Por eso, quizá sea una suerte que haya pocos sucesos por año que generen una gran expectativa previa. Estrenada el viernes pasado en el Teatro Nacional Cervantes, Obra del demonio: Invocación XI Bausch es, en materia de artes escénicas, uno de esos eventos contados en los que se conjugan muchos factores que hacen imposible no entusiasmarse de antemano. Por múltiples razones, esta obra es un gran acontecimiento.
Es la primera vez que el ciclo Invocaciones –que fue la plataforma de creación de diez obras anteriores, bajo la premisa de cruzar el espíritu de grandes maestros teatrales del siglo XX con directores de la escena local–, parte de una coreógrafa y de la obra de una mujer. También es la primera vez que la sala María Guerrero, la principal del único teatro nacional argentino, abre sus puertas a una obra de danza, lo que habilita una posibilidad de expansión y despliegue que suelen tener pocos trabajos coreográficos. Y es la primera vez, además, que logra reunirse, durante poco más de un mes de funciones, a un elenco conformado por algunos de los bailarines y coreógrafos más interesantes de la escena local, un verdadero dream team que no es fácil hacer coincidir, que incluye a Margarita Molfino, a Florencia Vecino, a Celia Argüello Rena, a Iván Haidar y al actor Diego Velázquez, entre otros.
Inspirada en el legado de Pina Bausch, a Obra del demonio su nombre le calza genial en varios aspectos. La referencia más directa puede rastrearse en el programa de mano, donde se puede leer una cita de Amy Fusselman sobre el lenguaje coreográfico: “Hacemos y pensamos inmersos en las cualidades que la danza posee: ambigüedad, capas, misterio, abstracción, no- narración, insinuación sin respuesta alguna, ¡obras del demonio!”.
Ahondando un poco, sin embargo, hay muchísimas otras evocaciones posibles. Los trabajos de Pina conforman una obra que parecería estar hecha por alguien conectado con el más allá, una obra que exorciza tanto a quienes le ponen el cuerpo como a quienes tienen el privilegio de verla. Y también están las cuestiones más prácticas y materiales. Ideado en 2018 para estrenarse al año siguiente, este proyecto tuvo que postergar su estreno casi una decena de veces durante casi cuatro años, en los que el diablo pareció haber metido la cola más de una vez.
TRES ESCENAS CON PINA BAUSCH
Cuando, con el cambio de autoridades nacionales, Sebastián Blutrach asumió la conducción del Teatro Nacional Cervantes y se mostró interesado en el proyecto, el equipo de Invocaciones celebró el desembarco del ciclo y de esta obra en particular en un teatro como el Cervantes. Claro que nadie esperaba la llegada de una pandemia, la consecuente sensación de desconcierto y el corte abrupto de todas las actividades culturales, que generó un calendario de posposiciones que recién ahora parece estar normalizándose.
“¡Ahora sí, llegó el momento de desprenderme de este demonio!”, se ríe Diana Szeinblum, directora de esta puesta que, vale decirlo, cumple con todas las expectativas puestas en ella. Si había alguien en Argentina para dirigir este proyecto monumental, esa era ella, por un sinfín de motivos que incluyen pero no se ciñen a sus años de trayectoria como bailarina primero y como coreógrafa después, a la belleza y la precisión de todas las obras que dirigió: desde Secreto y Malibú, donde dirigió a Leticia Mazur y a Inés Rampoldi, hasta la maravillosa ¡Adentro!, que proponía un viaje físico por las formas que establecen las danzas folklóricas argentinas.
Diana es, muy probablemente, la coreógrafa argentina que más cerca estuvo de Bausch. La historia que la une con la coreógrafa alemana tiene tantos años que, si se convirtiese en película, se necesitarían dos o tres actrices que pudieran interpretar a las diferentes Dianas y a las diferentes Pinas a lo largo de los distintos momentos en que sus vidas se unieron por una suerte de hilo mágico y misterioso. La primera escena transcurre en el Teatro San Martín, en 1980. Diana acaba de cumplir 15, es una estudiante de secundario durante los años de la última dictadura militar argentina y viene formándose en danza hace ya un tiempo. Acompañada por su hermano, va a ver la puesta de Café Müller y La consagración de la primavera que trae por primera vez a Pina Bausch a Buenos Aires. Cuando la obra termina, sentada en una butaca de la sala Martín Coronado, Diana, atravesada por lo que acaba de pasar y con la cara empapada en llanto, le dice a su hermano: “¡Yo también quiero hacer esto!”.
Exactamente una década después, en 1990, Diana, que ya es una joven y prometedora bailarina de la escena local, consigue viajar a Alemania gracias a una beca del Goethe-Institut. Va a entrenarse durante un año como artista residente al Folkwang Tanzstudio, el instituto de formación creado en 1960 por Kurt Jooss, el gran maestro de Pina. Como el resto de los alumnos de la escuela, Diana arma un pequeño solo para presentar en una muestra colectiva. Entre los asistentes de la muestra está la francesa Malou Airaudo, una de las primeras bailarinas del Tanztheater Wuppertal, el ensamble de bailarines dirigido por Bausch. Airaudo, entusiasmada con lo que acaba de mostrar la residente argentina, le dice a Diana: “Esto lo tiene que ver Pina”.
En un principio, Diana no se toma demasiado en serio esas palabras, o más bien las procesa como una forma de felicitación de Malou, una mujer efusiva y generosa, como casi todas las personas que se encontraron con su deseo y les desea lo mismo a otros. La próxima escena encuentra a Diana en Lichtburg, el cine abandonado de Wuppertal en el que Bausch ensaya con su elenco estable de bailarines del Tanztheater Wuppertal y que Diana había visto infinidad de veces en documentales. Frente a Malou y a Pina, Diana vuelve a hacer su solo, con todos los nervios del mundo, frente a la coreógrafa de danza contemporánea más conocida del mundo (o, lo que es más paralizante aún, frente a su ídola desde la adolescencia). En esa pieza corta, que lleva de título Alicia cae, Diana le inventa movimientos al momento en que el personaje de Lewis Carroll pasa del mundo ordinario al país de las maravillas. Y así es como se siente ella unas semanas después: cuando la residencia termina, Pina convoca a Diana a ser intérprete del FTS, el cuerpo de bailarines de la escuela Folkwang. Además de funcionar como un ensamble autónomo bajo la supervisión de Bausch, la FTS es una especie de semillero del Tanztheater Wuppertal.
Diana comienza a interpretar varias de las obras creadas por distintos coreógrafos invitados hasta que, tiempo después, la convocan para formar parte de La consagración de la primavera dirigida por la propia Bausch. Durante cuatro años, actúa en Wuppertal y se va de gira con esa obra, una de las más conocidas de la alemana. Esa misma pieza que en 1980 había visto en su ciudad de origen y le había hecho darse cuenta de que eso que le gustaba mucho hacer tenía forma de vocación. “Bailar La consagración fue una de las experiencias que más me atravesaron en la vida”, cuenta Diana. “Más allá de bailar en grandes escenarios, de los viajes, bailar con Pina me enseñó muchas cosas sobre la vida, sobre el trabajo, o mejor dicho: sobre el rigor del trabajo. Como bailarín, siempre tenías la sensación de que todo era profundamente riguroso, que estaba enmarcado en reglas claras, que sabías perfectamente lo que tenías que hacer. Y, a la vez, Pina te hacía entrar en estados absolutamente dionisíacos y expandidos. Bailar bajo su dirección tenía esas dos cualidades, la rigurosidad y la expansión, que estaban unidas de una manera muy única, muy justa”.
Y así, finalmente, llegamos al presente, a la última escena de nuestra película, en la que vemos a Diana en el Teatro Cervantes, trabajando para llevar a cabo su Obra del demonio, que surge de una invitación a invocar a su admirada Pina. Con curaduría y producción de Mercedes Halfon y de Carolina Martín Ferro, el ciclo Invocaciones suele lograr, en sus cruces de clásicos con contemporáneos locales, resultados extraños e interesantísimos, objetos escénicos que se despegan de lo que suele producirse en Buenos Aires. A través de sus escritos, los manifiestos, sus textos de teoría y sus biografías, los directores porteños inician un contacto con ese cuerpo de ideas para crear algo nuevo: algo que dista de ser la puesta de un texto ya existente –o en este caso, una coreografía–, y que en general cobra forma de una obra contemporánea en diálogo con un espíritu del pasado, con una tradición que pide ser retomada.
Por eso, si bien Diana y el elenco de performers (Celia Argüello Rena, Pablo Castronovo, Hernán Franco, Iván Haidar, Bárbara Hang, Josefina Imfeld, Alina Marinelli, Margarita Molfino, Andrés Molina, Quillen Mut, Rodolfo Opazo, Florencia Vecino y Diego Velázquez) hicieron mucho trabajo de mesa, leyeron, discutieron y volvieron a ver puestas de Bausch en video, la meta fue, desde el inicio, despegarse de una representación que copiara el modelo original.
La hipótesis de trabajo fue partir de ciertos métodos que la coreógrafa alemana utilizaba con sus performers y pasarlos por sus cuerpos, cuerpos de este siglo y de un contexto muy distinto al de Wuppertal. Lo explica Diana: “Lo que decidimos fue tomar ciertos dispositivos que ella utilizaba y llevarlos a nuestra manera de ser y de hacer, teniendo siempre en cuenta quiénes somos nosotros hoy, con nuestras ideas y desde nuestras prácticas. En ese sentido, para mí era importantísimo trabajar con un elenco de artistas que, además de bailarines, fueran coreógrafos, que tuvieran la práctica de crear”.
INVOCACIÓN Y CONSAGRACIÓN
Quizá valga la pena explicar brevemente el método de trabajo de Bausch para que el ejercicio propuesto por Szeinblum se entienda mejor: en los ensayos, Pina solía interrogar a sus bailarines sobre sus vidas, que desde el escenario respondían con el cuerpo y con todos los elementos y los gestos que tuvieran a mano. Es por eso que en sus coreografías los bailarines no solamente hacen eso que se supone que deben hacer (bailar), sino que corren, gritan e interactúan con objetos y con sus compañeros de escena, logrando esa conjunción tan especial entre movimientos rigurosos, digitados de antemano, y un estado de experiencia pura. “Si bien yo no hice preguntas de forma directa, la intención era entender cómo estos doce creadores entendían o podían traspasar, a partir de su propia vivencia, el dispositivo de Pina, que buscaba entrar en relación con tu propia subjetividad, con tus nociones sobre quién sos, tus propias vivencias, tu historia, tu archivo. Y después, poner todo eso en comunión con tus compañeros. A partir de esa premisa fue surgiendo lo demás”.
Pero, a pesar de esa autonomía construida a lo largo de meses de estudio y ensayos, quienes conozcan el universo de Pina Bausch y vayan a buscar sus resonancias en Obra del demonio, también van a encontrarlas. En una escena, por ejemplo, el elenco completo se sienta a mirar una coreografía de Café Müller y luego se pone a jugar a partir de esa inspiración. En muchos otros momentos, los vestuarios también se vinculan directamente con las obras nacidas en Wuppertal: los varones llevan en escena vestidos de mujer, igual que en el díptico Die sieben Todsünden der Kleinbürger/Fürchtet Euch nicht, donde Pina dialogaba con la obra de Bertolt Brecht y Kurt Weill y se reía de los clichés vinculados a lo masculino y lo femenino.
También está todo el universo visual creado por el artista Eduardo Basualdo que, si bien se impone en escena con una impronta muy propia, ofrece múltiples aristas para conectar con los universos escénicos de Bausch. La presencia del foil –un material con el que Basualdo trabaja hace tiempo, creado con láminas de alumnio pintadas de negro mate, y que iluminado en escena parece materia volcánica o los restos de un meteorito– es uno de los componentes más presentes en la puesta, que evoca los elementos de la naturaleza con los que Pina trabajaba de forma constante, poniendo a interactuar a sus bailarines con tierra, pasto, arena o agua. “El proyecto incorporó algunas de mis obras anteriores de manera literal, como si fueran citas; en otros casos, solo algunas partes. También produje obras nuevas especialmente para la escena”, cuenta Eduardo. “Pero creo que el gran desafío en relación a mi trabajo fue sumar la figura humana, la manipulación en vivo de las obras. Eso, para mí, fue algo absolutamente novedoso. Mi investigación introdujo la acción de los cuerpos sobre el foil, que en Obra del demonio aparece en forma de escenografía, de vestuarios, de calcos y de prótesis”.
En esa mixtura de gestos, que por momentos parece rendir honores y en muchos otros crear un lenguaje nuevo, se despliega este conjunto de artistas durante dos horas y media de pura entrega física. “Invocar a Pina en Argentina es fuerte, fuertísimo, porque ella cambió la manera de hacer danza en este país. Cuando la vi por primera vez, sentadita en la Martín Cordonado, entendí que estaba frente a un acontecimiento único. Y vi cómo a partir de ahí la danza que se hacía acá cambió categóricamente”, dice Diana. “Por lo tanto, vos le decís ‘Pina’ a cualquier bailarín y es imposible que no se sienta interpelado, que no tenga alguna imagen o anécdota para compartir”. Por eso no sorprende que, apenas se empezaron a correr rumores sobre la gestación de este proyecto, la directora empezara a recibir llamados y mensajes de personas que querían formar parte. Ella jura que nunca antes le había pasado algo así: “La sola idea de invocarla generaba muchísimo entusiasmo”.
Más allá de la posibilidad de poner el cuerpo en contacto con la obra de esa figura emblemática, había algo más: un gusto a conquista. Para la danza, un sector que se siente históricamente relegado respecto del teatro (con menos presupuesto y menos espacios donde ser mostrada), estrenar en la sala María Guerrero implicaba también una suerte de redención. No sólo porque eso significa contar con presupuesto para grandes escenografías o varios cambios de vestuario, o porque habilita la posibilidad de convocar a un artista visual como Basualdo para trabajar junto a Cecilia Zuvialde en la escenografía, o sumar a Ulises Conti para que componga música original y tocarla en escena junto a Ismael Pinkler (que también opera el sonido en vivo), sino porque un escenario grande también supone la eventualidad de convocar a un elenco numeroso. “La danza suele estar restringida a espacios no estatales, donde las producciones son por lo general mucho más pequeñas, simples, con la menor cantidad de intérpretes posible. Siempre doy un ejemplo para que se entienda lo que eso significa: en los más de veinte años que llevo como coreógrafa, sentí casi siempre que no podía terminar de ver mis obras, de entender cómo son verdaderamente, hasta que tuve la posibilidad de hacerlas en otros países”, explica la directora. “Cuando viajo y me invitan a teatros con buenas luces, con talleres propios, con un gran escenario, con buenas plateas, ahí en general tengo una dimensión más acabada de cómo es la obra que hice, en el sentido de cómo me la había imaginado. Me parece que esto da cuenta de la situación de nuestro sector: no tenemos Ley de danza, tampoco tenemos una institución como el Instituto Nacional del Teatro, y el presupuesto que tenemos asignado para subsidios es muchísimo menor”.
Por último, pero no menos importante, está la oportunidad de llegar a nuevos públicos que brinda el estreno en un teatro público, con entradas sumamente accesibles. Quizá, en un acto de justicia poética, la María Guerrero se llene semana a semana de adolescentes que, como Diana, salgan del teatro con una convicción: “¡Yo también quiero hacer esto!”.
Obra del demonio puede verse hasta el 16 de octubre. De jueves a domingo, en el Teatro Nacional Cervantes, a las 20.
> Pina Bausch (1940-2009)
Destino e inconsciente
Nació en 1940 en Solingen, una ciudad chica del cordón industrial de una Alemania tomada por el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Después de sus primeras experiencias en el Ballet infantil de su ciudad natal, Philippine “Pina” Bausch empezó su formación de danza en el Instituto de Artes de Folkwang, bajo la supervisión de Kurt Jooss. Por esos años, Jooss era uno de los representantes más destacados de la modernización de la danza contemporánea alemana, que había empezado a recorrer un camino de emancipación respecto del ballet clásico. Una de las marcas de la formación en Folkwang era el vínculo estrecho con otras artes: el contacto con la ópera, la música, el teatro, la pintura, la fotografía y el diseño, entre otras disciplinas, formaban parte de la educación estética y sentimental de los alumnos. Esa marca de origen acompañaría a Pina durante toda su vida. “Hasta hoy no concibo una danza divorciada del resto de las expresiones artísticas”, dijo y escribió más de una vez. Como prueba fehaciente de que se tomaba en serio esa declaración de principios estaban sus obras, donde todos los lenguajes estaban puestos al servicio de narrar el destino y el inconsciente de sus intérpretes.
A fines de los cincuenta pasó dos años en Nueva York; la ciudad que, con la renovación que había impulsado George Balanchine, se había convertido en la meca de la danza contemporánea. Pudo seguir formándose con maestros como Antony Tudor, José Limón y algunos discípulos de Marta Graham. Pero Jooss le pidió que volviera a Essen, donde se estaba por crear el Tanzstudio Folkwang, una institución autónoma del instituto en el que se habían conocido. Fue por entonces que Pina, hasta entonces únicamente preocupada por bailar, comenzó a volcarse también a la coreografía. Una década después de su regreso a Alemania se hizo cargo del ensamble de la ciudad de Wuppertal. La refundación de ese espacio comenzó por el nombre: lo bautizó “Tanztheater (danza-teatro) Wuppertal”, grabando a fuego la hibridación de danza y teatro que le interesaba explorar. Siguió por la búsqueda de un lenguaje que volverían a Pina y a Wuppertal –hasta entonces, una ciudad intrascendente en el mapa artístico– una marca registrada a nivel mundial. Hacia la década del ochenta, Pina había terminado de sistematizar su método de creación: durante los ensayos, les hacía preguntas sobre sus vidas a los bailarines, que desde el escenario respondían con el cuerpo y con todos los elementos y los gestos que tuvieran a mano. Los intérpretes de Wuppertal no solamente bailaban en el escenario: corrían, se trepaban, caminaban, gritaban, lloraban, se reían y dialogaban en escena. Pina murió el 30 de junio de 2009. Sus coreografías más emblemáticas siguen siendo representadas por los bailarines del Tanztheater y los ecos de su obra, resonando en las creaciones coreográficas de todos los rincones del mundo.