Agosto, lunes a la noche. Miguel tiene once años, siete hermanos, una mamá de cuarenta y seis. Hace frío en la noche de Minas Gerais, tiene hambre.

Su mamá también, pero disimula; debe cuidar a seis de sus ocho hijos más tres nietos de entre uno y cuatro años. Viven todos juntos en una casucha de paredes sin revoque ni puerta para trancar de noche. Si no fuera por el frío, que se cuela y duele en los brazos y las piernas como clavos, nadie entrará mientras duermen. Por lo menos nadie entrará a robar. No tienen nada más que lo puesto y una heladera vacía y desvencijada. La puerta no cierra. Un par de muebles viejos, un cochecito destartalado, ropa agujereada. Más que vivir, sobreviven.

Primero llega la sensación de estar vacío. Después el vacío real, las alucinaciones, el ruido en las tripas que se apelmazan como cañerías en desuso. Vigilante, el cerebro avisa que el cuerpo está en peligro. Pero no hay nada con qué defenderlo. Sobran las manos; el recuerdo de un pedazo de pan, si había suerte con dulce o miel, que no alcanza. Es tarde en el barrio San Cosme, municipio de Santa Luzia, vecino a Belo Horizonte.

A cuadras de la casa de Miguel, un repartidor de comida pasa con una mochila cargada. El cierre está roto, semiabierto, y el olor calentito de la mozzarella sobre la salsa se aletarga como la humedad entre las hojas de los lapachos en flor. No hace falta andar tanto, el propio entregador hace dos días que no come del todo bien. Acaba de pedir prestada una bicicleta para hacerse unos mangos, porque a la propia la empeñó por dos kilos de comida, hace semanas. Tiene tres hijos y una esposa embarazada. Siempre piensa en salir de ahí.

El olor de la salsa es mejor que el de las papas fritas que buscan varios pibes en la puerta de un Burger King como si fueran diamantes en el barro. Mendigan por un pedazo de hamburguesa tiesa abandonado entre los restos del cartón y el recibo de pago. Pero no llena y lo único que hace es provocar más y más saliva. Espesa, amarga, lo único que hay para tragar.

Adentro, la mamá de Miguel llora apretando el celular con las dos manos. Imagina, tal vez, que es un sándwich. No hay nada más para hacer que dormir. Y el sueño sobreviene a las náuseas; quizás después de esta noche los ojos no vuelvan a abrirse. ¿Ojalá?

Los hermanos y los sobrinos de Miguel también lloran, hace días que gritan porque el agujero en la panza se agranda y amenaza con desbordar sus cuerpos. Con once años, se siente viejo. Un ruido, que no es el de las tripas propias ni ajenas, lo pone en alerta. Los ojos de su madre están vencidos, las manos abiertas y el celular rebota contra el piso en el mismo instante que el aroma que se escapa desde la mochila del entregador invade, como el aire helado, las cajas en las que duerme otra familia, bajo un puente. No hay puertas, es simple entrar sin permiso y fácil es escuchar el chirrido de los frenos de la bicicleta. Alguien corre una frazada, se asoma desde la caja y alcanza a ver la espalda del hombre que pasa en bicicleta.

En la casa de Miguel no hay nada en la heladera, tampoco créditos en el celular. Lo agarra, él también finge que es un bocado que puede ser llevado a la boca. Y al revés de El joven audaz sobre el trapecio volante, de William Saroyan, que se dejó morir de hambre, Miguel pide socorro al único número al que puede llamar sin créditos. Tres dígitos. La Policía.

Tengo hambre, mi mamá está llorando porque también tiene hambre, hace días que no comemos nada, suelta, sin atisbo de vacilo alguno, a la voz anónima que atiende a su llamada. Entonces, mientras la voz hace silencio, él también llora. O cree que llora.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuenta ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca, describe en El Hambre. 1536, Manuel Mujica Láinez. El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar.

La voz policial del otro lado del teléfono no dice más. Escucha y hace. Hace que un patrullero corra hasta la casa de Miguel.

Sospechan de malos tratos. Nadie llama por hambre.

Ninguno de los 33 millones de hambrientos de Brasil, que es donde vive Miguel, lo había hecho hasta hoy, pese a que quienes duermen en la calle y no comen se multiplican en el día a día del invierno tropical en las sierras de Minas Gerais. Sol radiante de día y frío con barriga hueca a la noche.

Tres semanas han comido Miguel y sus hermanos solo agua con harina de maíz. Con azúcar al mediodía, con sal al atardecer, como para simular que es la cena.

Basta ver el pellejo sobre los huesos de los hombros para saber que el motivo de la llamada es verdadero. El hambre de Miguel existe y es real. Como es real que llamó. Uno de los policías dice que hay que ir al supermercado. Todos ayudan, todos comen. Final feliz podría ser que se salvó y que con él salvó a sus hermanos, su mamá, sus sobrinos. Dos días después un pastor presbiterano lo visita y hace que cambien la puerta para que esta noche se interponga como un guardián entre el interior de la casucha, con tejas pero sin cielorraso, y el invierno, que en Brasil se combate con mantas y en ojotas. La TV, los diarios y el whatsapp cuentan la historia con final feliz.

 

Feliz si fuera apenas puro cuento. Pero Miguel existe, vive en un lugar que alguna vez fue un barrio obrero, al lado de Belo Horizonte. Pasó, junto con su madre y sus hermanos, agosto. Quién sabe si pasarán setiembre.