El pibe -no tan pibe ya- avanzaba con su moto y su caja de Rappi pero se topó de pronto con un doble obstáculo: por Diagonal Sur venía una nutrida columna sindical; las calles laterales estaban cortadas con vallas. Después de preguntar con buena onda: "¿Sabés por dónde se puede agarrar?" ("vas a tener que ir hasta Tacuarí, creo...", fue la respuesta de este cronista) el pibe le añadió un marco político a su dificultad práctica para salir de ahí: "yo sabía que había vagos en la Argentina, ¡pero no pensé que fueran tantos!"
Los "vagos" que marchaban por Cristina, por la democracia, en esa columna que se dirigía a la Plaza de Mayo eran, en su mayoría, trabajadores registrados, sindicalizados y organizados. Los avalaba, los cobijaba, los empujaba a la acción un sistema de protección social en retirada, pero aún vigente.
El viernes fue feriado nacional. El pibe de Rappi tenía que trabajar igual, porque de otro modo no cobraba ni comisiones ni propinas, el equivalente 2.0 de lo que en otros períodos de la explotación capitalista se conoció como "jornal".
Como miles de estudiantes, profesionales, militantes de organizaciones sociales e intelectuales, esa columna obrera se movilizaba por Cristina y -también- en defensa propia; para el pibe de Rappi la marcha era un obstáculo. Así debe percibir a "la política" en términos generales. Así se lo enseñaron durante años.
Si Sabag Montiel es un "loco suelto", si fue el brazo ejecutor de una conspiración criminal, se dirimirá a través de la investigación judicial, en el mejor de los casos. Lo que casi nunca se discute es la responsabilidad del sistema. El neoliberalismo en su etapa actual es una máquina generadora de supuestos "lobos solitarios", que en rigor no son producto de una excepcionalidad patológica sino un desgarramiento lógico del tejido social. Seres arrojados a la intemperie con la esperanza inducida de una salvación individual que casi nunca llega.
La inmensa mayoría, por supuesto, no sale a matar. Algunos tramitan en soledad las frustraciones de una pelea desigual que no se termina de identificar como tal, porque se corre permanentemente el eje del conflicto. Otros se caen y se vuelven a levantar, arengados por una ilusión cada vez más difusa, sostenida por historias del tipo "dejó su empleo en blanco, se puso a cocinar empanadas gourmet y ahora triunfa en Amsterdam con un restaurant propio y 20 empleados". Muchos se resignan a la incertidumbre y viven un poco mejor o un poco peor en sintonía con variables macroeconómicas y de inclusión social que se disputan la hegemonía dentro del sistema.
Una ínfima minoría tramita mal la derrota que no se termina de reconocer. Una derrota algorítmicamente inevitable, pero inconcebible para quienes fueron empoderados como futuros -siempre futuros- triunfadores. La ideología de la salvación individual genera la sensación de que el éxito no es una utopía; de que está al alcance de la mano. Si la zanahoria se acerca o se aleja no depende de la volatilidad intrínseca del sistema sino de la injerencia perniciosa de elementos extraños. Ese elemento extraño que se interpone entre Uno y el Exito es, siempre, La Política, en sus múltiples formas.
Al mismo tiempo que el neoliberalismo impone un sueño, inocula el veneno para defenderse de quien -supuestamente- lo obstruye.
En tiempos de hiperconectividad, cuando el trabajo se convierte en performance --el filósofo y semiólogo italiano Paolo Virno ha reflexionado sobre eso-- y los resultados no son satisfactorios, el resentimiento deja de ser una autointoxicación que supura en soledad. Contagia y es contagiado. Se articula una extraña sinergia entre la gente que ya perdió pero no lo acepta, porque le habían hecho creer que la pelea era pareja, uno contra uno, con el mercado como testigo neutral. La búsqueda de los culpables de esa postergación indefinida funciona como guía de acción.
Los que ganan de verdad, los que siempre ganaron y ni siquiera necesitaron competir, jamás están en esa lista de los culpables porque son ellos quienes arman la lista.
Hace unos meses, en el furgón de un tren de la línea Mitre, un muchacho comentaba con otro hombre cómo veía el país: "acá los políticos destruyeron a la clase media. Te matan a impuestos". Entre las estaciones Ballester y Bancalari también le contó que vivía de hacer changas de jardinería. Que cada tanto lo llamaban para hacer algún trabajo en Pacheco o en Escobar. Antes vendía café en las estaciones de tren de la zona norte y había querido ofrecer ese servicio con delivery en los countries, pero no funcionó. "Te ponen trabas", agregó, sin mayores especificaciones. En la jerga criolla tradicional el muchacho sería caracterizado como un "busca". Para otros sería un "cuentapropista". La izquierda lo catalogaría como un "trabajador de la economía popular" y la derecha como un "emprendedor". Pero es el mismo tipo.
Con los pocos elementos de que disponemos (una charla en el furgón de un tren escuchada al pasar) es probable que sea esta última etiqueta la que se ajuste mejor a su autopercepción. Asumirse como "trabajador de la economía popular" le implicaría, quizás, aceptar su fragilidad, la necesidad de estrechar vínculos con otros vulnerables, un emparejamiento (manejado por la política) que le impediría asomar la cabeza. Constituirse como "emprendedor", en cambio, le permitiría inscribirse desde abajo en una carrera prácticamente empresarial.
Si algo falla, no saldrá a matar, pero tendrá bien identificados a los culpables. Cuando esté agotada la lista de chivos expiatorios, el sistema le dirá, finalmente: "no te esforzaste lo suficiente".
Es un signo de época. La democracia de los copos de azúcar (con la derecha instigadora y ejecutora, con gobiernos populares impotentes) ni es justa ni es libre.