Cuando llegué, me pareció hacerlo al paraíso terrenal; todo ayudaba, el gran frente vidriado, y esa entrada que se abría en un parque y una piscina al fondo; pero también los macizos que Isabel arreglaba con tan buen tino, ese olor a primavera, y mis treinta años y los ocho de cárcel. Era como salir del infierno y entrar al paraíso, a esa democracia, a esa primavera, a mi pareja y a esa familia que se me abría como una flor.

Entrar por ese camino arbolado y llegar al quincho donde un asado chirriaba, y Ramiro me extendía el antebrazo mientras acomodaba unas brasas, era delicioso.

Burguesía, proletariado, no importaba, era mi familia. Allí, mis sobrinos, mis hijos y la pileta chapoteando. Y después del asado, armábamos un partido de fútbol con cuatro prendas como arco y un jardín grande para disfrutar. Y algún pelotazo mal dirigido daba al trasto un vaso o hacía volar de espanto a una tía vieja. Sí, porque por entonces vivían los abuelos sentados en un rincón, hablando de viejas historias de la Guerra Civil Española, de Mussolini, de Perón, o de una aldea escondida entre las inmensas planicies de Lugo.

Y así se fueron armando los recuerdos, corporeizando, salidos de una lámpara, la historia de los Fonseca.

Venidos de España antes o después de la guerra, ubicados en casas de familias para las tareas domésticas, o costurera de algún que otro apellido de la próspera ciudad portuaria.

Pues por aquella época en Rosario no se conocían villas de emergencia, todo era próspero, incluso para la clase media alta que extendía sus palacetes a lo largo de Boulevard Oroño y educaban a sus hijos en los colegios pagos de la ciudad, y pasaban sus vacaciones un mes en Mar del Plata y otro en Mendoza, o incluso, en el tanque australiano de la estancia.

Eran cuatro hermanas, la Julia, la Carmiña, la Zulema y la Jimena. Cuatro hermanas de un total de ocho y un hermano. Cuatro hermanas echadas al azar después de un largo viaje en barco.

La primera que llegó, traída por una tía, fue la Julia. A los dieciocho años ya había protagonizado varios escándalos en la aldea.

Su amor había sido Tristán, y al partir hacia la guerra había quedado embarazada, cosa de murmuraciones y malos cuchicheos en una aldea de pocos pobladores; ella lo quería tener, pero el padre no se lo iba a permitir. ¡Cómo ocultar a ese niño!

Cuando llegó al puerto de Buenos Aires, su figura clara se destacaba de las demás; al bajar por las escalinatas con sus tacos aguja, su pechera y un vestido apretado que resaltaba su figura, más de uno se distrajo de su primo, de su hijo o de su cuñado que saludaban eufóricos desde la borda. Su paso firme, armónico, sus formas pronunciadas, sus caderas generosas no podían más que desprender aplausos. Y quienes conocieron ese cuerpo firme, blanco y blando a la vez, esas piernas como de cachalote, lo hicieron vibrar hasta el alma, como si fuera un sueño que se escurriera entre las manos. Estar ahí, sentir su pulso, era irse en sangre, en vida, en semen, sin siquiera darse cuenta. En el amor era sublime. Y ella lo sabía, por eso, al bajar a la dársena, frente a sus primas que veían que ella atraía todas las miradas, supo comportarse, besar a una y a otra, y a su tía y al tío, que no pudo evitar un suspiro de agradecimiento.

De allí partieron al conurbano bonaerense. Manuel era taxista y manejaba un Ford A donde holgadamente se cargaron las valijas, y todavía hubo espacio para que las tres primas y la Julia ocuparan con comodidad el asiento de atrás.

Manuel hacía alarde de llevar su Ford sobre las vías del tranvía, evitando los barquinazos del empedrado grueso porque si se hubiese salido de allí, se hubiera podido apreciar todo el ruido a latas, un traqueteo que hubiera hecho inentendible la conversación.

Aunque en realidad, Manuel no paraba de hablar pues la belleza de su sobrina lo había cautivado; cosa que advirtieron de inmediato sus dos hijas y la madre, Manuela; aunque para Julia su tío no significara nada más allá de ser parientes y haberla tenido en brazos cuando era pequeña. Lo recordaba muy bien, era un tío cariñoso de esos que se hacen querer, aunque ni ella esperaba más juguetes, ni él acunarla en brazos.

Así transcurrió el viaje entre los alardes del padre y las voces bajas de las mujeres que intentaban un diálogo. Al llegar a un cruce ferroviario tuvieron un poco de paz y descanso, y Manuela se plantó en tono enérgico, no piensas dejar de hablar durante todo el viaje, por Dios.

Trato de alegrarlas por el reencuentro.

Cállate, y déjanos hablar entre nosotras que hace años que no nos vemos.

Un poco a disgusto, recontando los vagones que no dejaban de pasar, Manuel se apoyó al volante, echándole una última mirada a su sobrina por el espejo retrovisor, la cual había empezado a contar del largo viaje, incómodo, pero divertido. Mucha gente con ganas de vivir, entristecidos por la despedida, pero llenos de proyectos.

Por fin la barrera se levantó y la caravana se puso en marcha. Todavía faltaba una media hora para llegar al suburbio de Avellaneda, donde Manuel, ladrillo a ladrillo, había levantado su casa. Pasaron el gran arco que los separaba de la Capital, y por Mitre se fueron internando en aquel barrio de casas bajas y dispersas, un lugar de puertos y lupanares, donde la política se mezclaba con la trata de blancas.

Y después de mucho andar por calles polvorientas adonde apenas rozaba la ciudad, entre baldíos, llegaron a destino, un gran predio rodeado por una alambrada, y en el medio una casa de ladrillos desnudos; una casa con todas sus comodidades: agua, luz, baño instalado, que más, y ahora la sobrina ¡qué satisfacción!

Enseguida le fueron a mostrar su cuarto, uno pequeño, desde donde había empezado la construcción y ahora se utilizaba para juntar los trastos viejos. El mismo Manuel se comidió a alcanzarle las voluminosas valijas hinchadas, como encinta.

El cuarto la esperaba arreglado, una cama, un armario, y hasta un ropero con luna y espejo. ¡Qué más! Dijo Manuel satisfecho y se retiró, dejándola sola con sus primas y su tía.

Allí, enseguida, las mujeres se entendieron, hablaron todo lo que tenían que hablar, de España, de Carriñas, de Lugo; de los primos, de la Carmiña, de la Concepción, de la Jimena, de la Zulema; del mal amor de la Carmen que terminó en un convento, y en voz más baja, de la Carmiña, de sus tratos con Carlos, el hijo mayor de los Morales y Alcántara, la familia más rica de la aldea. Y de las vacas y de los chanchos, y de las ovejas y del lagar y del vino de la última vendimia. Y por supuesto, noticias de su familia más cercana, a dos aldeas de Carriñas, los Ledesma, también numerosos, algunas en el pueblo y otras venidas en barco hacía años a la Argentina.

Y como la conversación se alargaba, antes de desarmar las valijas, y luego que la Julia pasara al baño para higienizarse, se ubicaron en el comedor, una sala sencilla con mesa y sillas rodeados de armarios opacos, endebles, pero con todo lo necesario, platos, servilletas, cubiertos, y hasta una radio catedral plantada sobre un banco de madera que pocos tenían en el vecindario, es que el taxi daba, no para llevar una vida de lujo, le explicó Manuela, pero sí para que sus dos hijas se educaran y no tuvieran que vivir de la costura, aunque ella, de lado, tenía también su máquina de coser, y algo todavía hacía para afuera.

Entonces, sentadas las cuatro mujeres alrededor de la mesa, con el juego de té y los pocillos calientes, y una torta de vainilla que hiciera la Maruja, la más chica, esponjosa, dulce, para recibir a la visita, siguieron platicando como cuatro damas bien educadas. La Julia le siguió dando un pormenorizado informe del estado de Carriñas, la aldea familiar, y de las demás aldeas vecinas. De don Manuel Guerreiro que continuaba con el tambo, y seguía pidiendo permiso para que sus animales pastaran en los terrenos.

Y volvieron sobre los amores de la Carmiña, la menor de los Fonseca, que noviaba con Morales y Alcántara por más de la terca negativa de su madre que ya tenía planes para él, casarlo con Isabel, la hija del comendador Pérez y Araujo, lo que se dice un señor, respetado a donde fuera; de ninguna manera iba a permitirle entenderse con una de los Fonseca, esa conejera de mujeres que sabría don Hilario como haría para colocarlas.

Las dos hermanas se miraron entre sí, con cierta cautela. Quién no hubiera querido en la aldea con el tal Carlos, cuya fama de seductor había atravesado Lugo. ¿Pero la Carmen de los Cabaleiras no había estado también en amores con él? La Julia afirmó con la cabeza. Agotadas todas las preguntas, agotada la torta esponjosa, el rico té con leche, la Julia pasó a su habitación a desarmar su valija de cartón y acomodar sus enseres. En un momento se acercó el padre para indicarle que podía pasar a higienizarse cuando quisiera, que el baño contaba con un calefón eléctrico.

¡Vaya lujo! Pensó la Julia que en Carriñas debían calentar la olla entre los leños, esperar el punto justo y arreglarse como se podía, generalmente asistida por una hermana para no salir y entrar de la bañera. Operación que llevaba toda una mañana o una tarde porque no era cuestión de encender los leños todos los días y acarrear las ollas y alistar las toallas, en fin, ese día se bañaba toda la familia, y si sobraba agua, hasta los perros chapoteaban en el jabón, mientras los gatos, a prudente distancia, no se acercaban, retemblando sus bigotes, prontos a salir corriendo a las primeras gotas de chiste; porque la Julia era de hacer esas bromas.

¡Vaya lujo! Volvía a repetirse, y reía, mientras se dejaba acariciar por la espuma blanca, todo a lo largo de su piel suave, tibia, turgente, desnuda, sentada en la bañera mientras le caía la lluvia, y con una esponja blanda repasaba parte por parte su cuerpo como flan al deshacerse…

* Fragmento de la novela que presenta el miércoles 14 en la Feria del Libro de Rosario, Centro Cultural Fontanarrosa, PB, sala Beatriz Vallejos. Acompañan Pablo Bigliardi, Roberto García y Sergio Francisci.