“Odiar es nunca tener que pedir perdón”.
(Parodiando a Erich Segal, el autor de Love Story).
Dice la leyenda (y, como toda leyenda, puede ser cierta o no, y no importa) que en la década del 60 del siglo pasado (si fuera de este siglo, sería un delirio, no una leyenda) existió en USA un brillante profesor universitario de Letras, especialista en clásicos, que se llamaba Erich Wolf Segal.
Parece que ese profesor, harto de que sus estudiantes eligieran leer literatura pasatista, best-sellers, en vez de leer Shakespeare, les lanzó un desafío: “Un best-seller, lo puede escribir cualquiera” y, para no quedarse en sus palabras, escribió uno, y no se gastó demasiado en pensar el título: “Love Story” (Historia de amor), para que los posibles lectores no tuvieran demasiadas dudas acerca del contenido.
Como sabemos, Love Story fue un best-seller, y, como les pasaba a los best-sellers de entonces, fue una película exitosísima (protagonizada por Aly McGraw y Ryan O’Neal y dirigida por Arthur Hiller); el guión era del propio Erich Segal (sin el Wolf).
La peli hizo llorar a mares a damas, caballeres y autopercibides diverses de todo tipo y factor, y reír a carcajadas a los productores y al propio Segal, que recuperó el Wolf (lobo) a la hora de juntar verdes con pala.
Segal terminó demostrándoles a sus alumnos casi lo contrario de lo que había deseado: “Un best-seller lo escribe cualquiera, pero si la pegás, vas a ganar mucha más guita que si tratás de ser Shakespeare”.
La última frase de la peli (alerta spoiler) era del protagonista sedicente masculino, que, ante la pérdida de su amada femenina, nos dice: “Amar es nunca tener que pedir perdón”. Quizás se estaba disculpando por haber protagonizado una peli taaan alejada de los clásicos que le gustaban a don Erich.
Más allá de las leyendas, no puedo dejar de pensar que en estos tiempos actuales, en este siglo XXI cambalache, informático y febril, el amor no tiene buena prensa. Pero quizás muchísimas personas hubieran visto la peli, hubieran llorado a mares en el cine, y al solo salir a la calle, hubieran buscado el primer móvil de cualquier canal que estuviera allí fogoneando un rato la grieta que no es tal (porque es un abismo mediático) para descargarse un poco.
Y hubiera dicho a la cámara:
–Ay, sí, en la peli lloré como loque cuando ella murió, porque era “otra” ella, pero, a la "ella" de la vida real, ¡la odio, la odio! ¡Se robó un PBI entero de jamón y queso, tiene los dólares enterrados en cunitas en la Patagonia de Venezuela! ¡Fomenta el odio porque pretende que los humildes tengan derechos! ¡Eso estaría bien si fueran derechos a trabajar por poca plata, a obedecer nuestros deseos y a seguir siendo humildes! ¡Pero ella no, ella quiere que tengan los mismos derechos que nosotros! No entiende que los derechos de los humildes son nacionales, y los nuestros son importados.
Y esa persona no es necesariamente terrateniente ni marquesa o marqueso de Roquefort, pero cree, desde un registro absolutamente imaginario, que así hablan los nobles, los “selectes”. Y que, si habla como elles, va a ser aceptade entre elles, la/o van a reconocer, le van a dar identidad.
¡Pobres de aquelles para quienes odiar es pertenecer! (uy, lo debo estar diciendo por centésima vez, pero bueno, mucho no me escuchan, parece).
Y, encima, los medios les dan de comer. No comida –ojalá fuera comida–, sino odio. Les dan categoría de realidad a sus delirios cuando “justifican, de manera contundente” ("sin-tundente", si me permiten opinar) los desvaríos más diversos y los repiten hasta que la hipnosis odiante vence al poquito de personalidad que les podría haber quedado.
Así es como la semana pasada un funcionario se refería a "los parripollos militantes” (sin que se le moviera un milímetro la pechuga). ¡Por favooor, señor funcionario! ¡Los pollos no tienen dedos, no pueden hacer la V ni combatir al capital ni crear su propio sindicato avícola! Ni siquiera tiene sentido que les griten: “¡Y pongan huevo!”, ya que quienes los ponen son las gallinas y no ellos.
Todo esto sería una comedia mediocre, si no fuera una tragedia.
El jueves 1º de septiembre, quizá “festejando” el aniversario de la invasión de la Alemania nazi a Polonia, hubo quien estuvo a un solo tiro de transformar la historia argentina actual en un horror presente y seguramente futuro.
Quizás (no soy yo quien investiga el caso) quiso obtener sus 15 minutos de fama. Pensó que si cometía un magnicidio lo iban a invitar a algún panel, mesaza o programa de entretenimientos.
O que algún “falso delirante” lo iba a reivindicar en nombre del ejercicio de la libertad de expresión, diciendo: “Bueno, cada uno opina a su manera”.
O que sería el protagonista de “Hate Story”, con guión de alguno de esos nefastos que andan por los canales sembrando el odio disfrazados de periodistas.
O incluso pudo imaginar que iba a ser linchado por la multitud y generaría así alguna secta que llevase su nombre.
O…, o…, o... (pongan ustedes todas las oes que deseen).
Alguna vez, frente a un crimen ocurrido en nuestro país, y no resuelto, me comentó un amigo:
–No sé si fueron los Corleone, los Tataglia o los Barzini, pero que fue la mafia…, fue la mafia.
Podría afirmar acá: “...que fue el odio, fue el odio” . Y digo que lo ocurrido fue nefasto, pero simplemente porque no puedo encontrar –creo que no la hay– una palabra que defina lo que pasó y lo que pudo haber pasado. Y es el mismo odio el que les lleva a justificar lo injustificable. Porque en esta historia, con perdón de Erich Segal, “odiar es nunca tener que pedir perdón”.
Sugiero acompañar esta columna con el video No están locos, de RS + (Rudy-Sanz), posteado hace un año y medio, aunque parezca que es de hace una semana.