El calor en mayo pesa. Ni un rayo de sol. Es otro día de esos en que el pintor se olvidó todos los colores en el bolso. Algunas chispas de luz se mueven entre las nubes. El señor del tiempo ya lo anticipó en la tele. Es el bochorno —dice Carolina— y me abre un signo de interrogación enorme en la frente que hace arrugas como ondas después de tirar una piedrita al agua.

-¿Qué? -se encoge de hombros-. Mi abuela lo decía cada vez que teníamos estos días de mierda.

-Sí. Como si fuese a llover y no se terminara de animar. ¿Era de La Rioja, no?

-Sí, de Logroño, coño, coño.

-Lluvias aisladas en la madrugada. ¿Y si no llueve?

-Mejor, así no se me pone el pelo como un gato asustado.

Arrastramos los pies con todo el plomo del cielo en las suelas. Entramos al kiosco de la esquina. Desde un pasillo que conecta la casa con el local se acerca un hombre de pelos revueltos desde las orejas que ascienden hacia las alturas y no salió de ninguna película ochentosa. Se parece a ese personaje. También a una estatua viviente de la peatonal. No sé si por el efecto de velocidad de su peinado o la cara de chifle biónico. Ya en el mostrador no pregunta. Nos mira y levanta la cabeza. Caro pide un Shot grande y saca la plata del bolsillo del vaquero. Sumo una Sprite de dos litros.

Pasa un auto cada tanto. Son ratos largos entre uno y otro. Es muy temprano para ir a dar la vuelta a la plaza. Hasta el club está cerrado. Caminamos unas cuadras aplastadas por el cielo y nos sentamos en el umbral de una mueblería. Hay espacio suficiente para que cada una se apoye en la pared del umbral de la ventana. Ponemos el chocolate con maní y la gaseosa en el medio. Caro estira las piernas, prende un pucho y se reclina en ese sofá urbano. Aún no existen las selfies, ni los celulares. Aún grabamos esa foto en la cabeza. Un primero de mayo sin sonido. Sin escapes de autos de testosterona buscando despertarnos.

El chocolate se termina en menos de quince minutos. Todavía son las tres y media. Caro se toma tres tragos de Sprite sin parar. Se le llenan los ojos de agua por un eructo bien escondido. Mira el reloj y se lamenta. ¡Qué embole, che! Y empieza con la pregunta suicida de un feriado que parece domingo y aún resta un tramo para el atardecer. Llegamos a la conclusión de que una vive para ser feliz y abrimos un capítulo infinito. Mi frente vuelve a hacer ondas. Son signos de pregunta. Tantos siglos preguntándonos lo mismo y acá estamos en un umbral del barrio, tan lejos de Grecia. Aún sin saber si sabemos o sabremos de qué se trata la felicidad, con las endorfinas del Shot exterminado en la barriga y sin haber probado los porrones que nos bajaríamos años después en la Misión del Marinero. Una mesita, un porrón y la promesa de destapar felicidad con lúpulo en lugar de con Coca Cola.

Pasan dos chicos de nuestra edad en un auto y detienen la marcha. Bajan la ventanilla para invitarnos a dar una vuelta a la plaza. Es demasiado temprano, les decimos y seguimos haciendo hervir las ideas. Los pibes siguen de largo y se acercan a un grupo de chicas. Tampoco suben. El fantasma de la patota vive en el aire espeso de cualquier tarde de pueblo grande. Al rato vuelven a pasar. Nos saludan desde el auto con la mano y nos dicen alguna boludez. La nada es un bien colectivo para los jóvenes de la democracia restaurada y más joven que nosotros. No nos damos cuenta de eso. Antes de la primaria tuvimos que escondernos todos y apagar las luces ante un posible ataque inglés. En las Billiken, inventaban que los pibes ganaban la guerra. Si hacemos el esfuerzo, nos acordamos. Habitualmente, no lo invocamos.

-Mirá. Un maní, qué asco.

-¿Fuiste vos o fui yo? -sacrifico el último resto de Sprite para dejarlo salir de la botella verde como si fuese un bicho.

Miramos caer el resto de maní al piso. Con las manos sosteniendo el estómago, casi desmayadas y con esa risa que llama a la risa, Caro dice: “Esto es la felicidad”.