Ni la gira de Sergio Massa por los centros de poder con sede en Estados Unidos, ni el dólar-soja, ni el ajuste, ni más índices inflacionarios espantosos, ni nada de nada salvo por la atracción mediático-pasajera de que se murió la monarca británica, pueden parar aún lo insuflado por el intento de matar a Cristina.
En el consabido y minoritario ámbito ultrapolitizado, y en los medios tradicionales junto a las redes y foros con que se retroalimentan, el tema es ampliamente dominante.
¿Está mal que sea así, porque lo económico es el sufrimiento y/o la preocupación prioritaria de la gran mayoría social?
¿Acaso la proyección de qué sucederá con el bolsillo de “la gente” no subsumirá, más temprano o más tarde, a (casi) todo otro hecho?
Sí.
Pero eso no quita que ciertos debates, por mucho que resulten ajenos o abstractos para las premuras populares (no es el caso del atentado contra CFK, desde ya), son necesarísimos.
De lo contrario, acontecería que sólo cabe discutir lo que impone la lista temática de quienes la arman (se recomienda la contratapa de Fernando D’Addario, “La democracia de los copos de azúcar”, publicada el viernes pasado en Página/12).
Con el intento de asesinar a Cristina; de sugerir o directamente vomitar que fue un autoatentado; de que le sirve para victimizarse; de que la construcción de un relato del odio reemplaza al que el Gobierno no puede tener sobre la marcha de la economía; de que no hay otro elemento que un grupúsculo de lúmpenes (de paso: al principio era uno solo, después fueron dos, ahora son “Los Copitos” y sospechas de intervenciones serviciales), pasa de fondo algo más sustantivo que si tendrá efectividad la reconstitución de las reservas monetarias, la aprobación del Fondo Monetario a las cuentas del segundo trimestre, que el BID liberó créditos y que, por tanto, Massa va logrando estabilizar “la macro”, aunque si es por la inflación no hay tierra a la vista.
Lo que hoy aparece como amesetamiento de las tensiones económicas mañana volverá a ser pico y después curva hacia abajo y así alternativamente, al igual que la suba o baja del dólar blue o cuánto liquidará “el campo” de sus pertenencias.
En cambio, de qué hablamos cuando hablamos del odio político trasciende a los vaivenes de la economía.
El sociólogo Daniel Feierstein, a partir de las muchas preguntas, dudas e inquietudes sobre la transformación del escenario, surgidas desde la tentativa de magnicidio, abrió en Twitter el primero de una serie de hilos que particularizará en las próximas semanas y del que Página/12 reprodujo un extracto.
Señala que hay, como mínimo, el efecto de cuatro tipos distintos de transformaciones sociales.
Subrayado que están en crisis articuladas los modelos de trabajo, de las estructuras familiares y de género, de los medios de comunicación, de los modelos de “verdad”, de cómo se constituye el “sujeto”, el “nosotros”, “la comunidad”, Feierstein resalta que la consecuencia es el aumento feroz del narcisismo. Y de las dificultades para el registro del otro en lo político, afectivo, familiar, barrial, laboral.
Va en el mismo sentido de lo ya citado aquí por los apuntes reiteradamente imprescindibles de Jorge Alemán, quien en la entrevista de Oscar Ranzani, publicada también en este diario, el jueves pasado, refuerza que el triunfo neoliberal es la gestión del cerebro como si fuese una empresa (el “management del alma”). Y que eso no está solamente en la clase dominante, sino también en los sectores explotados y oprimidos. Podría agregarse que está cada vez más en esos sectores. “Nosotros hemos quedado del lado de los argumentos, de lado de las restricciones, del lado de que hay que renunciar para el bien común”. Y del otro lado, la derecha desinhibida.
Tras enunciar que lo segundo es cómo se transformó el sistema de acumulación, basado en que el grueso de las ganancias ya no se explica necesariamente por el plus de valor obtenido en el proceso productivo; y que lo tercero es el surgimiento de una nueva derecha neofascista, Feierstein acentúa que estamos viendo un quiebre de los consensos edificados en la post-dictadura argentina, “que establecieron implícitamente unas reglas de juego político en las que el límite del conflicto era el respeto (cuanto menos declarativo) por la vida del otro”.
“La desaparición de Santiago Maldonado, en agosto de 2017, creó un quiebre: por primera vez, sectores del Gobierno y medios de comunicación no repudiaron el hecho. Lo negaron. Distorsionaron. Legitimaron. Espiaron a familiares. Sancionaron a docentes que lo mencionaban”.
“Cuando la realidad no se ajusta a nuestras estructuras de comprensión tendemos a enojarnos con la realidad. A ignorar los datos. O a encontrar algún responsable a mano que tenga la culpa de lo que nos pasa, y en quien podamos descargar nuestra angustia”.
Y entonces, “nos refugiamos en la insistencia de que nada ha cambiado y esto es sólo un hecho excepcional (un “loco suelto”). O buscamos salidas rápidas y mágicas (sancionemos una ley contra el odio, hagamos un Pacto de la Moncloa, bajemos todos un cambio, gritemos todos nunca más, etcétera). La coyuntura política plantea desafíos urgentes pero si, a la vez, no trabajamos colectivamente para entender de qué están hechos, no podremos desarrollar estrategias eficaces para enfrentarlos”.
A esa búsqueda inútil de fórmulas instantáneas y prodigiosas que señala Feierstein puede adosarse la pretensión de que se reponga así como así la ley de Medios desguazada por el macrismo, como si se tratara de que un instrumento que era aplicable a dispositivos convencionales -y que el propio kirchnerismo no implementó- tuviese la propiedad de resolver un clima de violencia (y como si la letra de esa misma ley no se hubiera encargado de descartar cualquier tipo de mecanismo de censura o intrusión en las líneas editoriales de los medios).
Damián Loreti, uno de los mayores especialistas del mundo en Derecho a la Información y, justamente, coautor de la ley de Medios sancionada en 2009, planteó en declaraciones a Radio Nacional Neuquén que “esto no lo arregla el Código Penal”. Y que hay límites ante los cuales debemos preguntarnos “a qué Justicia le vamos a pedir qué cosa” porque, si es por eso, ahora denunciaron por violencia colectiva a quienes cantan sobre el quilombo que se va armar si la tocan a Cristina.
Como presunción personal, es cierto que lo que vaya a ocurrir con la economía atenuará o fomentará las pulsiones de odio que, en Argentina, tienen la peculiaridad de estar atravesadas históricamente por lo que despierta el peronismo (aun cuando gobierne un peronismo que no significa amenazas mayores para las patronales ultraconcentradas).
Pero también es cierto que sólo a través de mejorar y desarrollar experiencias como las del Frente de Todos, en su acepción de alianza integradora, podría -sólo podría, remarcado el potencial- encararse alguna disputa con probabilidades de precisamente eso: disputar.
Mejor sería, ya dicho hasta el cansancio, que, con todas sus contradicciones y errores a cuestas, ese Frente se dedicara a reentusiasmar a los desencantados con medidas efectivamente ligadas a las urgencias populares, comunicadas como se debe.
Entrar en el palo por palo con la derecha, acerca de quién es más potente para elevar la voz contra orígenes e implementación del odio, no hace más que banalizar al odio mismo.
Si pretende superarse el marco de demandas tribuneras, hay que hacer política. No poesía declamatoria.
Y, por las dudas, la primera que empezó a advertirlo es Cristina, en su convocatoria constante a ponerse de acuerdo en unas políticas de Estado superadoras de la coyuntura.
Al odio podría recortárselo con eso. No con el Código Penal, ni con proyectos de nuevas leyes muertas antes de nacer y, lo peor, capaces de nutrirlo más todavía.